HISTORIAS VIVIDAS: WASHINGTON BENAVIDES / Elogio de la poesía

Es el poeta uruguayo vivo más importante. Autor de una treintena de libros, más de un millar de sus canciones fueron interpretadas por músicos nacionales -solo Zitarrosa canta veintitrés de sus composiciones- y extranjeros. A sus 83 años, repasa su vida y sigue dando cátedra como en su Tacuarembó natal. – En el apartamento de Benavides se apilan libros, casetes y vinilos. Muchos vinilos. Por momentos parece que la música y la literatura se hubieran, con una paciencia de décadas, adueñado de todos los rincones de su hogar. Hay también una repisa llena de VHS dándole la espalda, en este caso el lomo, a la perfección digitalizada. Y recuerdos diseminados en imágenes en los estantes de la biblioteca. Fotografías familiares – con Nené, su compañera de toda la vida, con su hijo Pablo-; una de Marilyn Monroe, y otra de Darnauchans y de Zitarrosa. Sobre la pared cuelgan las ilustraciones originales de algunos de sus libros –La luna negra y el profesor, Hokusai, Los restos del mamut- creadas por Pablo. Hay un cuadro más grande, al centro, que concita la atención al primer golpe de vista. Es la cara del Darno con una corona de espinas. “Es el Darno Cristo. También lo hizo Pablo”, dice el Bocha.

Cuando uno se imagina una pila de libros ardiendo, la escena la asocia inmediatamente con la Inquisición o con el régimen nazista. Sin embargo, Benavides fue protagonista de una historia similar, ocurrida en el corazón de Uruguay, en Tacuarembó, en 1955. Su primer libro, Tata Vizcacha, fue secuestrado por el Movimiento de Acción Democrática (MAD), un grupo creado por “ciudadanos probos” afines al gobierno de entonces y a derecha de la iglesia pre-conciliar. Los jóvenes del MAD publicaron un manifiesto “anti-sovietista” en el periódico “La voz del pueblo”, el 16 de julio de 1955 y organizaron un acto de desagravio en la plaza principal. Patriotas ellos, cantaron el Himno Nacional y armaron una pira con todos los ejemplares de Tata Vizcacha que habían confiscado en las cuatro librerías del pueblo.

El autor de ese libro blasfemo para los intereses feudales era un muchacho de veinticuatro años, que dictaba clases de Historia del Arte en el Instituto Normal y que pronto se convertiría, además de una piedra en el zapato para algunos, en un faro guía para un grupo de jóvenes ávidos de cultura.

Tata Vizcacha surgió de una lectura de Spoon River Antology del norteamericano Edgar Lee Masters, donde en el pueblo imaginario que da nombre al libro, el poeta hace hablar a los muertos del cementerio, contando sus verdaderas historias que poco y nada tienen que ver con las lápidas suntuosas y los epitafios mentirosos. “Se me ocurrió entonces”, rememora Bocha, “hacer un libro donde cada una de las cantigas o poemas sería una especie de retrato de los tres estadios que configuran una sociedad: los detentadores del poder, los que agachan la cabeza y los sirven a esos empresarios y hacendados, y las víctimas. Son los personajes que aparecen en el libro, por supuesto que con nombres ficticios”. Pero las “fuerzas vivas” del pueblo se sintieron aludidas.

Cincuenta y siete años después, una segunda edición de Tata Vizcacha (editado por Yaugurú, en un precioso volumen que incluye el facsímil de la tapa, el texto -entre patético y gracioso- del MAD y entrevistas de Elder Silva y de Agamenón Castrillón y Walter Ortiz y Ayala) descansa tranquilo, lejos de los pirómanos de entonces.

El Bocha recuerda la anécdota y ahora, a la distancia, sonríe con ironía. “A veces me dicen `su primer libro fue quemado en la dictadura’. Les digo que no, la dictadura me persiguió, me metió preso, me destituyó como docente. Pero mi libro fue quemado mucha antes, en democracia”. Todo un precursor, le digo y asiente. “La musa de la mala pata, como dice el poeta Nicolás Olivari, me acompañaba desde mi época de escolar. Se hizo un gran concurso a nivel de Primaria en todas las escuelas de un retrato de José Pedro Varela. Hice el retrato y mi maestra de quinto año lo observó y me dijo que yo no lo había hecho, que alguien lo había hecho por mí. Agarré mi carterita de escuela y me mandé mudar. Después fue mi hermano y le mostró mi carpeta con todos mis dibujos. Quedó en claro que yo era el autor. Pero aquello, lo de Tata… fue un prólogo a la pre dictadura y a la dictadura, porque aquel grupo de muchachos con aires falangistas que resolvieron quemar el libro eran una anticipación de la Juventud Unida de Pie”.

De heterónimos y creaciones – El niño que dibujaba bien era un ávido lector. Tanto que pese a su corta edad ya había leído los clásicos. Su pasión por la lectura la saciaba en bibliotecas particulares y en algunas librerías del pueblo. “¿Sabes lo que pasaba? Desde mi infancia y hasta la pubertad sufrí de asma. El asma dividió mi mundo anual en dos temporadas. Una de enclaustramiento, otoño-invierno, y otra, primavera-verano, donde era un niño como cualquier otro niño del interior. Pero ese enclaustramiento obligó a que mis amigos fueran sustituidos. Mis amigos del fútbol y de correrías se transformaron en revistas, libros.

Y la radio prendida día y noche. Mi oído pegado al viejo receptor RCA Víctor escuchando música y programas”. Bocha no lo dice, pero el asma no es la única explicación para ese niño pródigo. Su madre era maestra y su padre Héctor, además de procurador, uno de los grandes guitarristas de Uruguay. A tal punto que el musicólogo Lauro Ayestarán le grabó cuarenta temas.

Esa summa de elementos y circunstancias serían materia fértil para el poeta, el músico y sus heterónimos. Una “sociedad de poetas vivos” a decir del poeta Elder Silva o una “central poética” como lo definió el crítico y editor Hebert Raviolo en uno de los últimos números del semanario Marcha. Es que Benavides, además de una profusa obra poética y ensayística, es autor de más de mil canciones interpretadas por Alfredo Zitarrosa, Eduardo Darnauchans, Numa Moraes, Larbanois Carrero, Carlitos Benavides, Abel García y Enrique Rodríguez Viera, entre otros. “Los textos que escribía, por ejemplo, para Darnauchans eran muy distintos de los que escribía para Numa o Carlos Benavides. No era un problema de calidad, sino de intencionalidad y ambientación”, explica, por si acaso, Bocha.

Los heterónimos, como en Fernando Pessoa, están desde el comienzo. Una noche, en el liceo de Tacuarembó, junto a Walter Ortíz y Ayala, le leyeron sus poemas a Roberto Ibáñez, escritor e inspector de Literatura. A Ibáñez le gustaron tanto que pidió copia de los textos. Al tiempo serían publicados en la revista ASIR, donde también publicaría por primera vez Pedro Agudo Erramuspe, uno de sus tres heterónimos (los otros son John Filiberto y Joan Zorro) que, como se sabe, nació en Paso Bonilla, en Tacuarembó, en 1932, vivió tímido y alcohólico, y murió, de eso da fe Benavides, en 1958.

En aquel Tacuarembó de finales del 60 y comienzos del 70, el maestro -como suelen llamarlo- sería el tótem, aunque el prefiere denominarse “el hermano mayor” del “Grupo Tacuarembó”, una generación de músicos y poetas que dejará una impronta en las décadas venideras. Pero el Bocha prefiere dar un paso al costado y restarle importancia a su influencia. “Yo siempre recurro a la alegoría de la carrera de postas. En la década del cincuenta llegó a Tacuarembó una serie de intelectuales importantísimos. Llegó el maestro Don José Tomás Mujica, que fue maestro y profesor de Carlevaro y de Héctor Tósar. Luego Anhelo Hernández, uno de los discípulos del maestro Joaquín Torres García y crea de inmediato un taller de pintura, donde comienzan a aparecer artistas importantes como Javier Alonso y Gustavo Alamón, entre otros. Llegó también Julio Castro Álvarez, un maestro uruguayo que había estado radicado en España y que había trabajado en teatro junto a Margarita Xirgú. Él creo el Teatro Experimental Universitario de Tacuarembó. Eso fue muy fermental”.

Una de esas “postas” recayó en Benavides que ya venía con un bagaje cultural más que importante desde su infancia. Todavía hoy, sus clases son recordadas como un ejemplo de creatividad, erudición y libertad. Basta este ejemplo: en una de ellas, el Bocha dio Noches blancas de Dostoievski y lo acompañó con la canción The Sounds of Silence de Simón and Garfunkel. “Es que había un punto de contacto entre el protagonista de Noches… y el de la canción: la soledad. Y la mayor soledad no es en el desierto, es en la ciudad”, dice dejando en claro que en su universo no hay separación entre lo llamado “popular” y “culto”.

En 1975 la mayoría de los maestros docentes de Tacuarembó fueron expulsados. Benavides emigró a la capital donde, a instancias de Germán Araujo, comenzó a trabajar es CX30, con un programa que se transformaría en un referente “Canto popular”. En 1985, con el retorno de la democracia comenzó a dar clases en Facultad de Humanidades y ahora desde el Taller de Letras. Y escribiendo poemas y canciones. Y medio siglo después, Benavides continúa pasándoles la posta a sus alumnos. “Siempre traté de romper con esa especie de cristalización de la cultura, de lo canónico”. Y vaya que lo hizo.

De Nelson Díaz (Extraído de Caras y Caretas – Publicado el 3/julio/2014)

Foto 1: Benavides al momento de depositar flores en el lugar donde se quemó, en 1955, su libro Tata Vizcacha.

Foto 2: Benavides al presentar la segunda edición de Tata Vizcacha.

Foto 3: Junto a la poetiza, también tacuaremboense, Circe Maia.

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