Cuando yo era niño, Washington Benavides y Circe Maia eran dos sinónimos de poeta. Si mal no recuerdo, mi hermano, que es carpintero, le arregló algunas veces la guitarra a su sobrino, Carlos. Para mí, solo ese acto era una forma de participar en algo que estaba más allá de los estrechos límites de la realidad material. Mi padre, también carpintero, hombre práctico y sin mucho oído para la música, compraba sus cassettes porque, decía, los cantores también comen. Y Washington y Carlos dieron a su tierra “El país de la cina cinas” y otros himnos que no necesitan ninguna consagración oficial.
Con el tiempo, entre las estrellas y el barro político de la dictadura militar, ese grupo de escritores y artistas que integraban Tomás de Mattos, Eduardo Larbanois, el genio inclasificable de Eduardo Darnauchans (alumno de Washington, un poco Onetti, un poco Leonard Cohen) y Héctor Numa Moraes, entre otros, realizaron una mezcla exótica y obviamente imposible: unieron el canto y la cultura popular al arte de culto. Así, en una especie de pueblo de provincia que era y es Tacuarembó, Uruguay (no por su tamaño sino por su aislamiento geográfico y por la particularidad de estar rodeada de estancias y de una fuerte cultura ganadera y conservadora que no puede verse al espejo sin montar en cólera), surgió una generación de intelectuales que no despreciaron la alegría ni le temieron al vértigo de emociones más oscuras y profundas.
Todo parece tan lejano. No por el tiempo. No porque esos artistas hayan dejado de producir. No porque la seriedad o el vigor de los grandes haya declinado, sino por el culto a la frivolidad y a la intrascendencia que caracteriza nuestra época y a veces se ensaña especialmente con las provincias culturales más débiles que siempre copian los defectos ajenos, que es otra forma de conservar los defectos propios.
Lamentablemente, el Río de la Plata, la región geográfica y espiritual que hizo nacer uno de los géneros populares con mayor vigor espiritual y riqueza intelectual, el tango, y no fue avaro con el mundo dando escritores como Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti y Eduardo Galeano, se ha especializado en el arte de la frivolidad y la intrascendencia. Lo que demuestra otra de las características rioplatense: la creación y la autodestrucción.
Pero la tontería y la frivolidad si bien aturden, tampoco sobreviven a sus promotores. La ventaja de los grandes artistas como Washington Benavides es que se pueden morir y seguir trabajando.
La historia demuestra, de forma abrumadora, que los pueblos no sólo se equivocan, sino que sus consensos han gozado, casi por norma, de buenos equívocos e inconmensurables supersticiones. Pero la historia también demuestra que el juicio del tiempo es implacable y muchas veces inapelable. A este juicio sobreviven los grandes; o los grandes se definen por este juicio.
No sé si poetas como Benavides lo saben; no sé si le importan. Si sé que le importará a las generaciones que sobrevivan a esta catástrofe, ruidosa pero imperceptible, dentro de la cual vivimos.
Entonces, los sobrevivientes deberán recurrir a las obras de los grandes artistas para recuperar su propia condición humana, para explorar toda esa existencia que está más allá de los estrechos límites individuales. Esas vidas ajenas de las cuales estamos hechos todos y que es la condición de cada ser humano que ha sido elevado, en alguna medida, por encima de su condición de ser animal, por encima de su condición de simple pieza de una gran máquina de picar carne.
JORGE MAJFUD (Jacksonville University) – majfud@gmail.com
(*) Washington Benavides; poemario, 40 páginas, Ediciones Abrelabios
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