VUELO A LA LOCURA / Por Nelson Buonomo (*)

Dos veces la miró. La primera fue en verano del 72.

  El andén de la estación de Paso de los Toros estaba repleto de gente que esperaba el tren de las 16 y 30 de Montevideo. Los vendedores ambulantes, los curiosos de siempre, los vagos del pueblo y las muchachas. Algunas a saludar, otras para buscar novio. Al bullicio de todas las tardes, se sumaba la novedad de la llegada de los soldados para cumplir con las maniobras que culminarían su formación de oficiales. Al fin, el tren se detuvo en la estación entre chirridos metálicos y detrás del guarda parado en el estribo del segundo vagón, comenzaron a bajar en tropel los pasajeros. Con el grupo de soldado bajo Roberto Mendoza. Alto, rubio, de ojos verdes y vivaces, que parecían hacer juego con el flamante uniforme. Sorprendido, se detuvo a mirar la multitud. No esperaba semejante recibimiento, aunque le habían dicho que la gente allí era muy amable y que no discriminaba al soldado.

 

Entonces la vio. Era un ángel bajo el cartel de la puerta del Jefe de la estación. Silvina era muy alta, pelo negro hasta la mitad de la espalda, vaqueros acampanados, cinturón de cuero ancho y los ojos increíble color lila. Para Roberto, por un instante, no hubo más que dos en el andén.

Los pitidos del tren que continuaba su marcha hacia Rivera, rompieron la ensoñación del soldado. Atravesó la multitud para acercarse, pero cuando llegó a la puerta ella ya no estaba. Nadie le supo decir nada acerca de ella. Apenas si pudo saber que era hija del Jefe de la estación, que se llamaba Silvina y que se iba a Montevideo donde estudiaba medicina.

Durante los años terribles que vinieron luego, Roberto Mendoza la siguió buscando, en cada estación y en cada pueblo adonde su profesión lo llevaba. Sin el menor resultado.

Hasta el 6 de enero de 1979. Casi a la medianoche, un grupo de soldados armados con metralletas custodiaba el Firechild F 227 detenido en la pista de la base militar de Carrasco. El capitán Mendoza estaba al mando. Un camión verde cubierto se detuvo a pocos metros del aparato. Mendoza y dos hombres se acercaron y levantaron la lona para que bajaran veinte prisioneros esposados con las manos adelante, silenciosos, lúgubres, vencidos. El último de la fila tropezó y el Capitán lo sostuvo para que no cayese. El prisionero levantó la cabeza. Cabellos negros, cortos, sucios. Los ojos se encontraron. Mendoza la miró por segunda vez. Era ella. Demacrada. Su piel muy blanca. Aquellos increíbles ojos lila ahora lucían apagados, distantes. Roberto Mendoza volvió a quedar petrificado como la primera vez. Ella lo miró, pero no le extendió los brazos esposados. La fila continuó su marcha hacia el avión, que luego partió y se perdió en la noche.

Los siguientes seis años Roberto Mendoza los pasó procurando saber adónde la habían llevado. Hasta que un día, por la prensa, supo la historia del avión donde él mismo había subido a Silvina. Cuando se hizo la noche, le prendió fuego al informe.

Hay quienes afirman que en todos los pueblos hay un loco bueno, que es de todos y no es de nadie. En Paso de los Toros está el Loco Mendoza, desgarbado, con el pantalón marrón arremangado hasta la pantorrilla y ceñido a la cintura con una piola, con una alpargata negra y la otra verde, arrastrando una bolsa de arpillera. Todos los días, a las 16 y 30 va a la estación y espera el tren que ya hace más de quince años que no pasa.

– Cuento incluido en “Historias nocturnas” del Taller Literario de la Asociación de Escribanos del Uruguay – Publicado por la revista La Pluma (5/2009)

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