El tamborcito de Eduviges / Por Ana Rodríguez

“ Eran esclavos de una tía mía”

(Entrevista a Erico Berrutti en Rivera, nacido en 1903)

– Es lo que yo le digo, eran gente criado por ellos, ellos no ganaban sueldo ni nada, con tener qué comer y dónde dormir ya estaba, en esa época era así.

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– ¿A qué se dedicaba la familia esa?

– Era todos estancieros, dueños de todos esos campos de ahí en esa época.

– ¿Y cuántos agregados habría?

– Ah, cualquier cantidad, esa gente, unos salían a un lado, porque como los dueños eran todos hermanos, estaban unos días en una casa, otros días en otra casa, vagabunda completamente.

/.../

– ¿No trabajaban?

– Pero el trabajo de ellos era arrear ganado, curar bichos, lazar y carnear, y todo eso, en lugar de ir el patrón los mandaba a ellos, el patrón iba y le indicaba “matame esa vaca”. /…/ Ellos se encargaban todos de eso, y las negras viejas, eran todas las mujeres, las sirvientas de la casa, ellas tampoco ganaban nada, 3$, 4$, 2$, 1$, o un real o nada, comida y vestido, ellos precisaban un vestido y el patrón le compraba el vestido.”

(Entrevista a Francisco Gamio en Caraguatá, Tacuarembó, nacido aproximadamente en 1912)

En 2004 comencé a publicar una serie de artículos en la prensa local 1 en los que me preguntaba sobre la misteriosa Eduviges, una hechicera2 que había aprendido su oficio “en los galpones, con los negros” siendo ella no afrodescendiente y proviniendo de una familia que quizás contó con trabajadores esclavizados entre su personal, o al menos descendientes de esa gente.

Mi prosa en aquel entonces era tan pedante como la actual, pero los años y el estudio me apartaron de algunas ideas apresuradas. Consideré en aquellos artículos que algunas técnicas de la medicina popular como las benceduras estaban condenadas a la extinción. Vaya si me equivoqué. Años después pude corroborar, recorriendo bibliotecas portuguesas, archivos audiovisuales y sobre todo aldeas, que al menos en Tacuarembó compartimos con aquellos portugueses rurales las mismas benceduras, los mismos peligros y la misma forma de construir socialmente una persona capaz de curar con palabras aquello que “los médicos no curan”. Y de enfermarlas, claro.

1 Buscando a Eduviges. Tacuarembó 2000, febrero de 2004, p. 9.

2 Así la define su nieto de criación, Omar Gómez “Cubano”, diferenciándola a ella y a su propio oficio de curanderas o bencedoras, afiliando a una vía más experimental y que incorpora sin tabúes las técnicas para hacer “daño” e interactuar con lo invisible y no sólo aquellas referidas

a las mancias del amor, la salud y la economía.

Viví tal fascinación por la Eduviges de los relatos del Cubano que llamé Kalunga a mi casa de madera, forrada de cartón y nylon. Y acepté que es posible “mover los hilos” de lo invisible y manipular de esa forma, la materia de este plano terrenal donde todo está conectado. A diferencia de los agentes de salud que conocí en campaña y en ciudades y pueblos –negros, indios y “blancos”- Eduviges y un conjunto de invitados que llegaban a su casa sobre las preparaciones de fin de año, compartían sus conocimientos.

Hablaban de libros, del cielo, y de poco más se pudo enterar aquel niño que ya comenzaba su período de iniciación, con el entrenamiento de la mirada, clasificaciones cartesianas de los elementales, experimentos con la intención en el desarrollo vegetal y las restricciones alimenticias: el azúcar y los chocolates estaban prohibidos. En el mundo doméstico de la abuela, un braserito, frasquitos con preparados, grasas de varios animales, plantas, hasta su propio carbón fabricaba la mujer. ¿Se puede creer? Su propio carbón, separando concienzudamente el tipo de madera a quemar según el uso que se le iba a dar.

Y las vistas entre los humos, descubriendo los hilos “de colores”: el laurel, para ellas y contra ellas. Poca gente sigue quemando plantas. Aquí en Tacuarembó, Umbanda no cundió como en Rivera… Sin embargo, el tamborcito que a veces tocaba Eduviges no era un chico, ni un repique ni un piano. No era un tambor lapicera. Era chiquito, tipo una conga. Y aclaro, fue muchos años después de la muerte de Eduviges que el Cubano entró en un terrero para continuar su formación.

Entre vapores y frecuencias medias sobre el piso de tierra voy dejando atrás este episodio, porque aunque estoy autorizada para darle cuerpo en la luz, prefiero proteger aquellas narrativas y bestiarios de latidos actuales, tiempos en los que nuevas brujas blancas ofrecen sus “venceduras” y sus técnicas aprendidas fuera de la familia, en revistas de distribución masiva en comercios de Tacuarembó.

Fue en Tambores (Tacuarembó y Paysandú) que empecé a encontrar memoria de la esclavitud. El valor que aún le asigno a esas publicaciones iniciales, son las palabras textuales que cité de los entrevistados, quienes hablando de su familia y lo que escucharon de chicos, trajeron al presente manchas de tinta en la piel, negros e indios emparentados, maltrato psicológico, castigos corporales, “diferiencias” y monumentos.

En Caraguatá y en Rivera, recuerdos de fervorosos longevos sobre comerciantes y estancieros y estancieras que incrementaron su capital cambiando caña y comida por tierra, ropa y comida por mano de obra semi gratuita, familia por servidumbre, nada o dinero por hijos para criar. Estos hombres conocieron “negros y negras viejas” que habían sido esclavos “de” familias Ferreira, Dos Santos, Vica, Moreira da Fontoura. Obviamente les conocieron posteriormente a la Ley Áurea de 1888. Erico Berruti nació en 1903 y Francisco “Paco” Gamio tenía unos 93 años cuando le entrevisté. En el norte de Uruguay, los africanos no bajaron de los barcos.

El domingo 11 de setiembre fui a la Parroquia de Lourdes. Me invitaron las mujeres de la Pastoral Afro, quienes se enteraron que allí le iban a hacer un homenaje a Margarita Pereira. Me alegré mucho. Margarita es una mujer afrodescendiente de 83 años de edad, quien como tantas personas, creció lejos de su familia biológica. Me había contado algo de su historia en el año

2005, cuando la conocí. Su hermano Luis, tiempo atrás había dicho que los separaron “como gatos chicos”. Fue ella la que aparentemente eligió irse con otra familia. Si es que una niña puede tomar semejante decisión. Así como durante mucho tiempo no supo cuál era la fecha de su cumpleaños ni de dónde venían sus ancestros, no recuerda exactamente cuántos años tenía.

En Caraguatá, hace mucho tiempo, una vez una niña le dijo a su mamá que se quería quedar con la familia Farías; le gustaba cómo la trataban, le ponían unos preciosos vestidos almidonados, le hacían unos moñitos en la cabeza, mientras que entre los suyos andaba con unos trapitos. Las casas estaban cerca. De todo el personal de los Farías, su familia era la única que tenía un pedacito de tierra y su hogar dentro del campo de esa gente. Y se fue no más. “Era tan feliz, feliz…” que un día quiso volver. Fue a llevar la ropa a su madre para que la lavara, y le dijo:

“Ah, ahora me quiero quedar. Ah no, ahora te tenés que quedar allá. Entonces yo me senté en la orilla de un arroyo que había, que nosotros los chicos no podíamos pasar si no pasaba una persona grande. Y lloré y lloré, toda la mañana allí y ella no me pasó y no me pasó para el otro lado. Y de eso yo quedé con esa gente, con esa familia Farías. Desde eso quedé. Y después ellos se vinieron para Tacuarembó porque la nuera que era una persona vieja estaba muy enferma.”

Por ese motivo una vez en la ciudad, la dejaron temporalmente en un “Asilo” donde la iban a ver todos los días y le llevaban bombones y caramelos. Convivía con las monjas, que la tenían “como una reliquia”, le cocinaban churrasco, puré, sopa, y comía con ellas en el comedor, hasta que volvió con los que fueron sus padres de criación.

Era mayor que sus compañeros cuando fue a la escuela y cursó hasta segundo año, pero en tercero como no hacía los deberes la maestra la ponía en penitencia todos los días. Por qué no hacía los deberes nunca se lo preguntaron. Un día, en una de esas penitencias atrás del pizarrón aprovechó un momento que la maestra salió de la clase y se fue para no volver más. Dijo en su casa que ni ella gustaba de la maestra ni la maestra de ella. Que la ponía en penitencia todos los días y ella no quería volver. No volvió y nadie fue a buscarla. Y cuando dejó de ir a otros cursos que la familia la apoyó para que tomara, (costura, bordado) tampoco le preguntaron qué pasaba.

Si aprendía aprendía y si no aprendía era lo mismo. Cuando llegaba a la casa siempre tenía trabajo que hacer. Lavar alguna olla cuando era chica, otras tareas cuando creció un poco. La cosa era tenerla siempre ocupada. Mientras, los nietos biológicos del matrimonio tenían otro trato. De esa distinción se pudo dar cuenta. “En aquel entonces la gente que trabajaba era

sólo para trabajar, para fregar, para limpiar y como que vos no tenías derecho a un estudio”. A su manera y a su edad, Margarita se revelaba. Antes de hacer las tareas que le indicaban procuraba correr y saltar bastante. Se encerraba en el baño y miraba los dibujos de las historietas un buen rato antes de limpiarlo, para luego volver a jugar. Cuando le indicaron que tenía que aprender a cocinar con su hermana, que tenía novio y estaba por dejar la familia, no lo hizo. Jugaba y miraba la olla cuando la comida ya estaba hecha. Después aprendió sola. Como a coser, que hasta ahora cose.

Margarita recuerda con mucho cariño y agradecimiento a los padres para los que trabajó casi toda su vida. Un día, los hijos de los patrones le tramitaron la jubilación. Cuando hace unos diez años accedió a una vivienda del BPS, fue la primera vez que pudo disponer de su intimidad, de su espacio, de sus ritmos. No sabía ni qué hacer en ese espacio suyo. El proceso de volver a juntarse con sus hermanas y hermano lo pudo hacer sólo luego que fallecieron ambos integrantes de aquel matrimonio.

No sabe por qué, nadie se lo impedía en realidad. Pero entonces comenzaron a visitarse con más fluidez. Cuando falleció Luis, la viuda, más joven que él, se encargó de reunir todos los hijos de parejas anteriores e intentó que se reconocieran como hermanos y les brindó su casa para que se juntaran. Cuando falleció Zulema, otra hermana, la sobrina le pidió a Margarita que no dejara de rodearlos, que fuera a visitar a sus sobrinos nietos. Y eso está sucediendo. Está sucediendo. De los once hermanos sólo viven y se visitan dos, porque de las dos chicas que fueron llevadas a Brasil, nada se sabe.

En el homenaje a Lila Margarita Pereira, “Tota”, propuesto por un parroquiano y aceptado por el cura, se mencionó dos veces que ella “no tuvo hijos”. Y se le reconocieron tres dones: “servicio, humildad y fe”. Las mujeres, que no sabíamos si ella había vivido alguna vez en pareja o no, nos quedamos con cierta incógnita. La Pastoral Afro no fue invitada a participar de la Misa, pero acompañó un momento específico de la celebración con el toque de chico, repique y piano que hicieron tres niños.

Mientras Margarita caminó la alfombra roja hacia el altar acompañada de amigas y llevando un libro abierto que entregó al cura, los tambores nos vibraron según las vivencias de los que habíamos concurrido ese día. Los varones diseñaron el homenaje, pero Margarita no leyó nada del libro abierto que le pusieron en las manos y nadie le ofreció un micrófono para que se expresara. A la salida, luego de besos, abrazos y otros gestos de cariño, Tamara bailó y aplaudimos.

Pocos días después le pregunté a Margarita por el tema de los hijos, y con sorpresa descubrí que en algo nos parecemos. Sólo voy a decir que tenemos historias de vida diferentes, pero en el caso de ambas, fue nuestra propia decisión.

A las afrodescendientes Eva Queirós, letrista de murgas en Minas de Corrales. A Máxima

Ferreira, que también cantaba tangos. A Pabla Techera, que después de varios meses de

hablarme de curas y misas, cantó un punto de Ogún. A Maximiliana Coto, hija de Basilicia Rosa, quien tocaba el acordeón. A todas las familias desparramadas de Caraguatá y a Norma Netto de Piedra Sola, cuyas ancestras hacían las mismas tareas que hacen las productoras ganaderas familiares de hoy en día y además pialaban, pero a principios de siglo.

ANA RODRIGUEZ

– Fotografía de María Puppo. Evenida Duarte, explicando la bencedura para hérneas y dolores, con cupí.

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