ELOGIO DE DOÑA EULOGIA

Mi bisabuelo materno, Tomás Peña, era un adolescente al borde de la mayoría de edad cuando su madre, viuda, dispuso su inmediato alejamiento de Ledantes, su cantábrico solar natal. Lo mandó cruzar solo el Atlántico y llegar al norte de nuestro país, a cargo de un primo mayor, Juan Gómez, quien había emigrado años antes. Mi ignota tatarabuela, de quien ni siquiera el nombre me ha llegado, había tomado esa súbita y drástica medida de separación cuando estalló la guerra de Cuba. Ya tenía hijos en servicio obligatorio en la Armada. No puedo asegurarlo, pero mi abuela creía recordad que dos de sus tíos sucumbieron en la alevosa batalla naval de Santiago, en la que los vetustos y frágiles navíos de madera españoles salieron de la bahía para ser inmediato hundidos por los poderosos acorazados norteamericanos, absolutamente indiferentes al quijotesco heroísmo de los marinos hispanos. Supongo que ese brusco extrañamiento familiar y esa experiencia de no haber compartido el destino de sus hermanos, por desesperada decisión de una madre a la que jamás volvió a ver, tuvieron mucho que ver en el jocundo y entrañable apego a la vida que dominó por completo a don Tomás durante todo el resto de sus días.

Trabajador como todo inmigrante, o como todo viviente que sabe que sólo depende de sí mismo, de una cordialidad cuya fama lo va sobreviviendo noventa años, hábil negociante, acumuló una fortuna considerable como hacendado y comerciante. Esa fortuna no fue mayor porque nunca se privó a sí mismo, ni mezquinó a su familia, los placeres de la vida. Pero no habiendo una palabra con él, apuesto que lo que él más agradecía a su coactiva venida a nuestra tierra fue la oportunidad de haber conocido a una prima de su primo, doña Eulogia López Gómez, quien fuera, por más que perturbara a menudo la placidez de su hogar, la compañera de toda su vida.

A mi abuela Eulogia no me la han descrito, la he podido ver en fotografías e incluso en una película que filmó uno de sus yernos, hacia fines de la década de 1920, en una chacra que la familia tenía en los arrabales de Tacuarembó. Era un día soleado y todos los Peña López estaban presentes. El camarógrafo los fue registrando tanto en grupo como uno a uno, pero con habilidad, tratando de que ellos no se dieran cuenta de que los estaba filmando. Doña Eulogia, dad su incuestionable jerarquía familiar, fue enfocada más de una vez. Me quedó grabada una secuencia en la que ella, ensimismada, se acerca a la cámara, mirando a su entorno y tendiendo uno de sus brazos, en una indicación mandona, a alguien que está fuera de cámaras. Es el capitán que se moviliza en su puesto de mando. Enérgica, pendiente de todos los detalles, pese a que ya era una anciana. No podía ser de otro modo, porque tengo las mentas de que no sólo nadie la mandó hasta el último de sus días, sino que a nadie, incluido mi bisabuelo, dejo de mandar. Ví fotografías de sus años mozos: la clásica de las bodas y dos o tres de cada vez más acrecidos grupos de familia. ¿Qué seducía en doña Eulogia a don Tomás? No era, por cierto, una beldad pero tampoco era fea; casi diría que era una mujer interesantísima. Adolecía de cierta notoria desproporción; de escasa estatura, tenía una cabeza grande, con un semblante espléndido en el que se destacaba, aun en el papel o en el celuloide, una mirada que podía calificarse de hermosa, que lo era, pero que desviaba la atención hacia una inusitada manifestación de energía. Eulogia era, sobre todo, eso; estaba henchida de voluntad de vivir; de vivir con la mayor intensidad que le fuera posible. Todos sus hijos la recordaron como una excelente madre. Y los vecinos que la sobrevivieron y a los que llegué a conocer me la destacaron, con o sin envidia a mi bisabuelo, como una mujer decidida, generosa pero exigente, que si bien no lograba dominarlo, tampoco era en modo ninguna sumisa o dependiente.

Recuerdo de ella tres historias que creo que la muestran de cuerpo entero.

Cuando se lanzaron al mercado mundial los Ford T, el cuarto que llegó a Tacuarembó fue comprado por mi bisabuelo. Obvio es que no estaban dadas las condiciones para que hubiera en la ciudad estación de servicio, por lo que cada automovilista debía adquirir el combustible en inmensos bidones que le llegaban por el ferrocarril. En casa de los Peña, esos bidones eran guardados en un galpón levantado a los fondos del jardín. Don Tomás no se consideraba en edad de manejar y confió la conducción del auto a uno de sus empleados de mayor confianza. A Eulogia no le gustaba ir en el asiento de atrás ni que su marido no se atreviera a manejar. Y, en vano, lo hizo saber una y otra vez, recibiendo siempre una respuesta que progresivamente la enervando: “A ti no te corresponde aprender a manejar, Eulogia, no sólo porque como yo estás demasiado vieja para aprender sino, además, porque eres una señora. ¿Cómo se te ha ocurrido que las mujeres manejen autos?” A nadie de la familia extrañó el desenlace de la situación. A don Tomás la siesta le resultó apacible hasta que lo despertó un terrible y aparentemente trágico estruendo. Hombre de reacciones rápidas, exclamó: “¡Eulogia!” y se lanzó a la ventana que le permitía ver desde su dormitorio el galpón. Y vio lo que temía ver. El auto estaba introducido en el galpón, y tres o cuatro bidones más o menos abollados lo cubrían. A su lado, su mujer y su nieto, de nueve años, ya liberados de sus asientos y de los bidones, le daban la espalda midiendo el estropicio. El niño, sin llorar, se frotaba la cabeza. Eulogia le había pedido al nieto que se fijara bien cómo se manejaba el Ford, que memorizara todos los movimientos y que luego ella y él los practicarían en cuanto el abuelo se descuidara. Todo fue bien hasta que el niño y ella consideraron que ya estaban en condiciones de ensayar la marcha atrás. Olvidaron de acompañar la maniobra, acudiendo al freno en el momento adecuado.

En la siguiente historia, Eulogia ya sabía manejar pero por las calles de la ciudad y no por apenas adivinables caminos de campaña. Tuvo la humildad de pedir al chofer que la llevara al Valle Edén y él no se pudo negar porque ya era viuda y nadie podía siquiera cuestionar sus decisiones. Era 1933 y en muchos lugares del norte se habían reunidos revolucionarios aguardando que se dieran las condiciones para desatar el movimiento. En Valle Edén había un campamento al que había acudido su hijo menor. Durante el difícil trayecto, Eulogia vio una precaria avioneta del gobierno volando, como un cuervo, en círculos cuyo eje era la columna de humo que levantaba el fogón de los pacientes revolucionarios. No llegó al campamento, irrumpió en él y lo tomó de inmediato. Miró a su alrededor y divisó a su hijo. Le señaló el auto y le dijo: “¿Tomá tus cosas y subí!” Vio otras caras y eligió a dos: “¡Ustedes también! ¡Qué necesidad de andar angustiando a las pobres madres con esta payasada!”. Los tres revolucionario la obedecieron, no sé si con mansedumbre o con alivio, porque ya estaban aburridos. Durante todo el viaje, Eulogia los rezongó:

¡Revoluciones! ¡Revoluciones eran las de antes!

La tercera historia es la de su muerte. En los últimos años, le descubrieron una diabetes que le resultó insoportable porque era muy golosa. Vigilada muy estrictamente por sus hijas, se la condenó a no comer ni tortas, ni milanesas, ni arroz con leche, ni manjares del cielo ni ninguno otro de la Tierra que pudiéramos imaginar.

Un día no despertó. No es que tuviera muerta, prolongaba su sueño en un coma diabético que duró hasta que interrumpió su respiración apacible. Al ordenar sus cosas, las hijas la hallaron, entre las sábanas almidonadas, hojas de romero y una inmensa caja vacía de bombones franceses

Mi abuela, ya sujeta a la disciplina sanitaria de una de sus hijas, no censuraba a su madre. Yo diría que la envidiaba, porque suspiraba, acaso criticando su falta de rebeldía y me decía:

– ¡Qué mujer que supo ser mi madre!

TOMAS DE MATTOS

Sé el primero en comentar

Deja una respuesta

Tu dirección de correo no será publicada.


*