La mamá, la niña…

Varios años atrás recibo una consulta por una niña en edad escolar. Derivada era de la institución en la que estudiaba. Sus notas habían descendido… de ‘sobresaliente’ a ‘sobresaliente muy bueno’. 
Conocí primero a su madre. Una mujer bella como la mañana. Angelada e iluminada aún con propia tempestad. Atuendos y billetera llenas. Mirada, sonrisa y brazos vacíos. Dolía a su alma el no entender porqué su niña necesitaba un psicólogo. Su familia ocupaba cuatro pisos de un mismo edificio. Su marido, 22 horas de 24 en el trabajo. Su soledad aposentaba las habitaciones todas, en el mejor asiento… desabrigándola.

Conocí a la niña. Ingeniosa, dulce, respetuosa, dedicada, sana. Quería algo de rebeldía en su vida. Las horas de papá habían bajado a 20 en el trabajo ante la preocupación en el descenso de rendimiento. Objetivo algo cumplido para mi consultante.

Día a día, una señora que trabajaba en su casa, tendía una gran mesa solo para la niña. Entrada, comida principal y postre. Agua sin gas. Utensilios específicos a cada costumbre de etiqueta. Esos almuerzos y cenas eran protocolares y exigentes. Ella los vivía desde siempre. Una parte del churrasco y de la fruta las compartía con sus dos perros de tamaño pequeño, que le guardaban silencio ante la desobediencia solitaria y a veces, desorientadora.

Su madre entristecía usualmente en nuestras charlas. El hábito de los protocolos estaba naturalizado para todos, no por ello eran aceptados o amigables.
Visualizando que nada, fuera de lo usual o preocupante eran la causa de las notas «No excelentes»… le comento a la mamá mi estrategia de trabajo. Alguna noche de cada siguiente fin de semana, habrían de comprar unas hamburguesas, bebida cola y helado y devorarlas junto a su hija sobre la alfombra del dormitorio infantil. Sin servilletas de tela, sin espalda recta, sin hora marcada, sin conteo de alimentos sanos digeridos.

Junto a ello, contarse cuentos o escuchar música elegida por su hija. Era necesario reír y dejar ir las formalidades. Los perritos podrían acompañar y, de a poco, y ojalá, estaría papá. Después de lo pautado, le dije que vería a ambas no antes de un mes.

La señora enmudeció. «Laura… nunca un terapeuta de por aquí me dijo algo semejante. Siempre he sentido que por saberme con dinero, las consultas se han vuelto eternas, y dos veces por semana». No podía juzgar yo algo así, siquiera opinar sobre su versión y visión de las estrategias de mis colegas.

Me despedí de la pequeña sonriente. Abracé a la señora cuya vida no se sentía ‘sobresaliente muy bueno’, aunque el mundo lo esperara en obviedad. 
Antes de salir del consultorio, fina, delicada, culta, de un mundo interno algodonado, me regala abiertamente la siguiente frase: «Laura, tu nos has regalado libertad».

Para sorpresa de su hija, ella la toma de la mano casi en un juego de niños y se retiran de allí. Supe meses después que mi paciente volvía a ser una niña excelente, como lo solicitaba la institución educativa. Habían realizado un viaje los tres juntos, de descanso, en época de alta productividad y demanda de presencia en la empresa familiar.

Luego de aquel regalo envuelto en frase galardonada a mi alma, regresé a mis apuntes. Entonces escribí: «es tanto lo que nos generan algunos pacientes y sus historias que, un terapeuta muchas veces no sabe quién realmente es aquel que, luego del vínculo establecido, ha ‘sanado emocionalmente’… y en esos ‘para siempre’… un poco más».

Lic. Sic. LAURA ROMERO

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