CUANDO LAS BUENAS NOTICIAS NO SON NOTICIAS / Por Fernando Isabella

Sobre el filo de la Semana de Turismo, el Instituto Nacional de Estadística (INE) dio a conocer los datos de 2016 de pobreza y distribución del ingreso. Cabría esperar que, dado la centralidad de estos dos temas, los resultados hubieran generados múltiples artículos, notas y debates. Se trata, ni más ni menos, que de los indicadores de resultado más importantes para cualquier concepción de izquierda. En definitiva, de la interpretación de esos datos puede concluirse si estamos avanzando hacia una sociedad de mayor exclusión, miseria, fragmentación social y su contracara, el privilegio y enriquecimiento de unos pocos, o si, por el contrario, avanzamos hacia una sociedad más justa e inclusiva.

No parece poca cosa. Además, en momentos en que el contexto económico ha cambiado radicalmente, y se han consolidado niveles de crecimiento mucho más bajos y pérdida neta de empleo en los últimos años, era especialmente interesante observar qué estaba pasando con los logros sociales de los años de bonanza. Llamativamente, la información apenas fue recogida en breves notas asépticas, sin más repercusiones.

Para los que no llegaron a enterarse, el informe indica que en 2016 se produjo una (nueva, modesta) caída de la pobreza, que pasó de 9,7% de la población en 2015 a 9,4%. La distribución del ingreso, por su parte, presenta una (nueva, modesta) mejora, tanto medido mediante el índice de Gini (que pasa de 0,386 a 0,383) como comparando los ingresos del 10% más rico de la población con los ingresos del 10% más pobre. Si a estos datos les agregamos que en 2016 el salario real de los trabajadores creció 3,3% (el crecimiento más fuerte en varios años) y que la inflación tuvo una baja importante, creo que podemos afirmar que 2016 terminó mostrando un panorama social mucho más alentador que el que se esperaba (yo incluido) hace un año. Creo que se imponen algunas reflexiones.

La primera consideración que me surge refiere a la importancia de mirar las tendencias por sobre los números aislados. Para ser francos, las mejoras señaladas entre 2015 y 2016 no sólo son modestas, sino que en el caso de la pobreza (a diferencia de lo que pasa con la distribución), no es estadísticamente significativa. Esto refiere a que como los datos son obtenidos de encuestas, no se entrevista a toda la población sino a una muestra representativa; estos son estimaciones.

Los métodos estadísticos permiten afirmar con una certeza importante (95%) que el verdadero dato (no observable) se encuentra en un entorno (llamado intervalo de confianza) del dato puntual señalado. Y resulta que el intervalo de confianza del dato de pobreza 2016 incluye al valor puntual de 2015; de tal forma que no es posible asegurar, a ese nivel confianza, que la pobreza haya caído, aunque eso sea lo que con mayor probabilidad haya pasado. Y sin embargo, al mirar las tendencias de mediano plazo se observa un robusto y consolidado patrón de caída de la pobreza y mejora de la distribución, que lleva 12 años en el primer caso y nueve en el segundo.

Es decir, aun si los datos de 2016 no hubieran mostrado caída alguna, la conclusión sería la misma; en la última década, la economía uruguaya ha elevado sistemáticamente las condiciones de vida de la población en general, pero lo ha hecho con más fuerza para los más pobres que para los más ricos. Creo que se trata de una conclusión inapelable.

Pasando los porcentajes a cantidad de personas, podemos afirmar que en 2004 había cerca de 1.200.000 pobres (¡40% de la población!) y que hoy hay unos 300.000. Así, de cada cuatro pobres que había en Uruguay en 2004, tres dejaron de serlo. No es poco. En relación con la distribución, en 2006 el ingreso promedio del 10% más rico de la población era 18 veces el del 10% más pobre; mientras que en 2016 fue unas 11 veces superior, de tal forma que la brecha se redujo 40%.

Tratando de darle un marco histórico más amplio, el dato de pobreza es el más bajo desde que hay mediciones sistemáticas, desde la salida de la dictadura. Pero, además, a juzgar por los escandalosos niveles de pobreza en esos primeros años de democracia, heredados de la dictadura (46% en 1986), no sería temerario afirmar que estos datos son los más bajos, al menos desde que comenzó el regresivo ajuste autoritario a principios de los 70. En cuanto a la distribución del ingreso, pasa algo similar. Por lo tanto, podemos afirmar que, en poco más de una década de gestión frenteamplista, se revirtieron al menos 40 años de deterioro social. Andá llevando.

Estos indicadores, como cualquier otro, son aproximaciones a la realidad; y como tales tienen fortalezas, pero también debilidades. En estos casos, se trata de indicadores unidimensionales que sólo consideran los ingresos de los hogares para concluir sobre sus condiciones de vida, lo que es una limitación importante. El nivel de pobreza se calcula a partir de relevar los ingresos de los hogares y de ijar un nivel de ingreso por integrante que se supone que permite satisfacer, al mínimo, las necesidades básicas.

Ese nivel de ingreso es la “línea de la pobreza”, y todo hogar (y por tanto sus integrantes) cuyo ingreso total, dividido por la cantidad de personas que viven en este, arroje un valor inferior a ese nivel, se considera pobre. Si los ingresos superan el valor, todos sus integrantes son considerados no pobres. Esos valores se van ajustando mes a mes, a medida que cambian los precios de los productos necesarios para satisfacer las necesidades y se consideran las diferencias de costo de vida entre regiones. Para tener una idea de lo que estamos hablando, un hogar promedio de tres integrantes debía presentar en diciembre de 2016 un ingreso mensual de algo más $ 30.000 para no ser considerado pobre en Montevideo, y de casi $ 20.500 en el interior urbano (1).

Por supuesto que tanto la forma de evaluar las condiciones de vida solamente mediante el ingreso, como el punto de corte decidido son totalmente discutibles. Pero es importante tener en cuenta que estas metodologías no son inventos locales; son las aplicadas internacionalmente, y además se vienen aplicando de manera consistente por largos períodos, lo que nos permite evaluar superformance en diferentes circunstancias históricas. Y lo interesante es que así de simples como son, tanto la pobreza como la distribución relejan de manera interesante las vicisitudes de nuestra economía.

Así como presenta las caídas fuertes señaladas en la última década, el nivel de pobreza partió de los escandalosos niveles ya mencionados a la salida de la dictadura y presentó caídas hasta mediados de la década de los 90 (que también fue una década de fuerte crecimiento económico), cuando se estancó en torno al 17% (casi el doble del nivel actual) y empezó a crecer nuevamente al final de esta, cuando comenzó el estancamiento que derivó en la terrible crisis de principios de este siglo, cuando nuevamente llegó a niveles de 40%. En cuanto a la distribución, el índice de Gini presenta estabilidad hasta mediados de la década de los 90 (en niveles bastante superiores de concentración a los actuales), cuando comienza a crecer de forma sistemática, hasta alcanzar un máximo en 2007 para emprender, luego, la caída que hemos señalado. Esto da la pauta de que las modalidades de crecimiento de esta última década y la de los 90 resultan totalmente diferentes; mientras en los 90 el crecimiento se dio sin caídas de la pobreza y con concentración creciente de los ingresos, en esta última década sucede lo contrario.

Otro dato de importancia es que, si bien las caídas más fuertes de la pobreza y la concentración se dieron durante los años de fuerte crecimiento recientes (hasta 2013), aun en un contexto económico totalmente diferente como el que hemos transitado desde 2014, los logros se mantienen. Esto es relevante en la discusión política, ya que durante los años de mayor bonanza, la oposición adjudicaba los innegables logros sociales al “viento de cola” que recibía la economía uruguaya por la buena situación internacional y regional. Sin embargo, con una situación totalmente opuesta (crisis mundial, fuerte caída de precios de los principales productos de exportación del país y una región literalmente en llamas) los logros continúan.

En cuanto a la distribución del ingreso, una hipótesis plausible para explicar este fenómeno es que las reformas estructurales llevadas adelante no sólo tuvieron un impacto fuerte en los años en que se implementaron, sino que transformaron la estructura de distribución, generando un patrón completamente diferente que sigue teniendo efectos muchos años después de implementadas. Así, la reforma de las relaciones laborales, conformada por más de una veintena de leyes, entre las que se destacan la negociación colectiva obligatoria, los incrementos permanentes del salario mínimo, y el impulso al fortalecimiento de las organizaciones sindicales, han generado condiciones completamente diferentes para la distribución primaria (en la propia empresa) del excedente económico. Luego, la reforma del sistema tributario genera un patrón más equitativo de distribución de la carga tributaria, y la reforma en las políticas sociales, junto a los cambios en la composición del presupuesto nacional (con un peso mucho mayor del gasto público social) fortalecen esa tendencia con una distribución posfiscal también más equitativa.

En relación con la pobreza, es muy desafiante interpretar esta continuidad en la caída en estos últimos años en que el nivel de empleo disminuye (se han perdido cerca de 40.000 empleos respecto del máximo histórico logrado en 2012-2013). ¿Qué es lo que hace que quienes pierden el empleo no caigan en la pobreza? Quizá la red de protección social logra sostener fuera de la pobreza a esas familias, aunque esta afirmación requiere investigaciones específicas.

Otros datos interesantes contenidos en el informe del INE refieren a la incidencia etaria de la pobreza, que supera a 20% para los niños menores de seis años y es inferior a 2% para los mayores de 65 años. Esto, además de dar cuenta de la amplísima cobertura de la red de protección social en la tercera edad, señala, una vez más, la escandalosa inequidad en la distribución de los recursos públicos por edades, en una sociedad que sigue conmoviéndose por la situación de quienes están al final de su vida (recordemos todo lo que dio que hablar el adelanto del aumento de jubilaciones a mediados del año pasado), pero que reclama más y más controles y contraprestaciones por los magros recursos dedicados al apoyo de familias con niños. Otro dato relevante refiere a las condiciones de empleo de los pobres.

Mientras que el nivel de no registro en la seguridad social (empleo “en negro”) para el conjunto de la sociedad es de 25%, en el caso de los pobres este nivel llega a 70%. Así, esto señala que el combate a la pobreza ya no puede centrarse en la política salarial, ya que la inmensa mayoría de los pobres no son directamente afectados por estas medidas. Y si bien es indudable que en esa amplia población que trabaja en negro hay casos de simple explotación por parte de empresarios que optan por ahorrarse los aportes, parece claro que en la mayoría de los casos se trata de actividades de supervivencia, ya sea por cuenta propia (vendedores ambulantes, pequeñísimos comerciantes, feriantes, lavadores de autos, etcétera) o de muy pequeños emprendimientos cuyos niveles de productividad no les permiten hacer frente a los aportes sociales y a los niveles salariales legales. La heterogeneidad estructural, observada por niveles de productividad entre empresas y sectores, tiene su correlato social.

Un cuestionamiento válido a la medición de la distribución por medio de datos recogidos en encuestas (como los aquí presentados) ha surgido con fuerza de manera reciente, a nivel internacional y también local. Diversas investigaciones muestran que los más ricos (particularmente el 1% más rico) tienden a subdeclarar sistemáticamente sus ingresos. De esta forma, los verdaderos niveles de concentración serían mayores a los aquí presentados. Si bien esa constatación llama a tomar con prudencia estos datos, no es menos cierto que no hay motivos para pensar que esa subdeclaración sea un fenómeno reciente. De esta manera, si bien los niveles de concentración podrían ser mayores, las tendencias siguen siendo válidas.

Los datos analizados señalan que aún quedan grandes desafíos. 300.000 personas en la pobreza, que además constituyen el núcleo más duro de esta, arrastrando esa situación a lo largo de múltiples generaciones, resulta intolerable. Y una relación de más de 11 veces entre los ingresos del decil más rico en relación al más pobre hiere la sensibilidad de cualquier persona que valore la justicia social. Eso, al margen de los múltiples problemas y errores indudablemente cometidos por los gobiernos del Frente Amplio. Sin embargo, lo que busco señalar en esta nota es que la forma de enfrentar esos desafíos pasa por valorar adecuadamente lo avanzado, que es el primer paso para evitar volver atrás. Falta mucho, pero falta mucho menos.

(1). La fórmula de cálculo incluye una corrección por “economías de escala” que hacen que la línea de pobreza para una persona que vive sola sea algo más alta que la tercera parte del valor señalado para un hogar de tres personas y se ubicara en $ 11.790 para Montevideo.

Fuente: ladiaria.com.uy

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