El jueves 5 de agosto pasado, a las 14 horas, la Escuela Jardín 151, de los barrios López, Etcheverry y otros, me recibió para hacer una jornada cultural con niños de apenas 4 y 5 años.
La directora Jaqueline Dávila Márquez me hizo pasar a un lugar donde habían puesto dos cartulinas para ser dibujadas por mí (pinté una), frente a niños de cinco años que en fila y en orden, me hicieron todo un reportaje, para lo que llamaban canal 151.
Las preguntas eran difíciles, bellísimas, pero difíciles. Los niños tan pequeños tienen una inclinación a escrudiñar en la emoción de los mayores, porque ellos son sensibilidad plena.
Debo destacar la profesionalidad y sensibilidad de la directora y de todo el cuerpo docente y no docente, que armaron una jornada a través de un largo trabajo previo, conmigo como excusa, para mostrar a los niños tan chiquitos que existe un mundo de pasiones, de arte, de amor, que no deberán abandonar jamás.
Pero claro, la excusa era mi obra, era yo mismo. Demasiado quizás para un tipo que ha tenido una vida tan intensa, cargada de sacrificios y batallas, que de pronto decenas de niños me tiraban besos con sus manitos, o me llamaban por mi nombre (el Miguel Ángel sonaba hermoso), fue demasiado fuerte, pero era tan dulce que me dejé llevar.
Conmigo iba Liliana pequeña, mi hija que se fue en diciembre pasado, conmigo y con mi emoción.
Recorrí una cartelería con mi obra en pintura y literatura que la trabajaron durante semanas, un trabajo excepcional desde el punto de vista didáctico, como presentación de un artista que ellos querían reconocer.
Yo quería decir palabras adecuadas, quería agradecer con palabras correctas, quería destacar el trabajo, pero allí estaban mis fotos, pedazos de textos, dibujos de niños tan pequeños sobre mí y sobre mi trabajo, que no me salía. Imposible acertar algo coherente, frente al reconocimiento tan emotivo al que estaba invitado.
Toda la escuela cantó una canción con la letra de mi poema “una ola rompió”, musicalizado bellamente por la profesora Laura Larrosa, y dirigido todo el coro por ella misma. Fue un momento impactante, que me hacía quedar mudo, sin saber reaccionar.
Luego los practicantes ensayaron una mini obra teatral con mi poema “Ícaro”, toda la escuela enmudeció para escuchar la música y el recitado, en tanto una joven era Ícaro con alas volando sobre el mar. Quizás esperaron que dijera algo al final de la actuación, pero yo era un viejo de 67 años parado detrás de los niños y jóvenes estudiantes, emocionado y sin saber qué decir, nuevamente. Sólo los aplaudía, les agradecía.
Me regalaron una pintura donde se notaban las manitos y deditos de decenas de niños, preciosa, muy preciosa.
Sé que hay otros artistas en Tacuarembó merecedores de lo sucedido en el Jardín 151, pero me tocó a mí, y no pude dejar de reconocer el trabajo brillante que se puede hacer para abrir caminos de sensibilidades a los niños.
Nadie mejor hizo su trabajo, que ese grupo humano en la escuelita del barrio López.
Agradezco, y agradeceré por el resto de mi vida, haber sido elegido para ese trabajo y esa jornada maravillosa. El arte no es un complemento, es la sustancia de la inteligencia y el resumen de todo lo humano. ¡Vivan los Maestros!
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