En la madrugada de este miércoles pasado murieron, acribillados por más de treinta balazos, dos muchachos de 17 y 18 años de edad. Son dos muertes violentas más, que se suman al escalofriante promedio uruguayo de más de un homicidio diario, que incluye, cada vez con más frecuencia, muertes violentas de inocentes, por balas perdidas, error de persona u otras causas desconocidas. Eso no es noticia. En el Uruguay de hoy, ya no es noticia. Apenas merece una breve referencia en los informativos de TV y alguna nota escueta en los portales de noticias.
Tampoco merece mayor investigación policial o judicial. Se cataloga mentalmente a las muertes como “ajustes de cuentas” y allí termina el asunto. Aunque es notorio que mucha gente sabe quién los mató y por qué, esa gente no habla por miedo. Y el silencio es aprovechado para descartar cualquier investigación.
Todos sabemos lo que hay detrás. El narcotráfico, en sus escalas “chicas”, ha tomado el control de barrios de Montevideo y del Interior. La venta de sustancias prohibidas es, a la vez, la causa y el medio económico que origina y financia esa violencia creciente.
El Uruguay más o menos acomodado ha venido fingiendo demencia frente a este tema desde hace muchos años. El uruguayo de clase media, el que vive en barrios menos asediados por la violencia, se entera de la noticia, asume que es otra muerte más entre delincuentes, acaso murmura “Hace falta más policía”, y sigue adelante con sus cosas.
En los barrios más pobres y más afectados por el problema, en cambio, la cosa es distinta. Se vive con miedo y con la boca cerrada. Los niños aprenden desde chicos que hay gente con la que no conviene tener choques. Y, naturalmente, en muchos casos, eso genera en los gurises la tentación de vincularse y de pertenecer a esa élite barrial, poderosa, respetada y temida.
La mala noticia de la que el Uruguay más o menos acomodado no quiere enterarse es que, una vez que el delito y la violencia organizada se instalan en una sociedad, nadie queda libre de las consecuencias.
No me refiero sólo a que la violencia termina por no distinguir demasiado entre ricos y pobres, ni a que, cuando los cruces de balazos son la regla, nadie sabe en qué cuerpo va a instalarse una bala ni dónde estallará el infierno.
Hay algo aun peor. Algo que resulta difícil de ignorar cuando en Alemania se descubren contenedores provenientes de Uruguay con cientos de quilos de cocaína en su interior. O cuando alguien con los antecedentes de Sebastián Marset, estando preso en Dubai, obtiene en forma “express” un pasaporte uruguayo luego de no muy bien explicadas entrevistas de sus allegados con autoridades públicas uruguayas.
El asunto es clarísimo. El narcotráfico que vemos en los barrios, el que mata por pocos pesos o gramos, o por el control de una manzana del barrio, es sólo una de las patas de un cuerpo y un cerebro mucho más grandes. Cuerpo y cerebro que alternan en círculos muy distintos a los del barrio, tanto en el Uruguay como en el extranjero. Cuerpo y cerebro que -es difícil negarlo- tienen líneas y puertas abiertas en altos niveles del mundo político y empresarial.
Uruguay no sólo está siendo arrollado por una clase de inversores transnacionales “lícitos”, cuyos accionistas, aunque se escondan tras sociedades anónimas y fondos de inversión, pueden ser más o menos identificables. También está siendo invadido por fuerzas económicas menos evidentes, en el sentido de que, al menos, no hacen publicidad por televisión.
Así las cosas, tenemos dentro del país a una multinacional clandestina, que, a la vez, opera en niveles socioeconómicos muy bajos de nuestra sociedad y en otros muy altos y aparentemente poderosos.
No se gasten en esperar que esta situación sea asumida y analizada por nuestro sistema político, o por nuestra prensa, o por nuestra academia, o por nuestro sistema de justicia.
La “omertá” opera en todos los ámbitos. Al parecer, hablar de eso no es sano para la vida biológica ni para la vida política. En todo caso, si el escándalo es muy grande, como en el caso Marset, el hilo se cortará por lo más fino. Algún jerarca intermedio será sumariado o removido, y aquí no ha pasado nada.
Mientras escribo, pienso en la posible inutilidad de este artículo. Porque no voy a caer en la ingenuidad de reclamar algún tipo de contrición moral de los responsables. Y mucho menos en la hipocresía de reclamar más policías y mayores penas para el narcotráfico. Cuando un sistema no funciona, cuando no hay voluntad de que funcione, de nada sirve engordarlo.
Así y todo, creo que la posible utilidad de hablar de un problema sin solución aparente es exponer al menos su raíz, para no inducir a nuevos engaños.
Las dos caras del narcotráfico, tanto la que anda a los balazos en los barrios como la que se mueve en círculos más selectos, tienen una misma causa y una misma solución.
La causa es la penalización de la producción y consumo de ciertas sustancias. Sí, no se escandalicen. No es sólo con la marihuana o la cocaína. Si prohibiéramos el veneno para ratas, habría tráfico delictivo de veneno para ratas. Y, si prohibiéramos la leche, habría tambos clandestinos, como hubo mataderos clandestinos en épocas de veda de la carne.
Es la prohibición la que genera la transgresión. No al revés. Por eso sólo deberían prohibirse aquellas conductas que son ontológicamente antisociales, como el homicidio, la tortura, la violación, la rapiña o el robo. Cuando la autoridad pública pretende regular la vida privada de las personas, por ejemplo, limitando lo que consumen, los resultados son infinitamente peores que los del consumo, como lo demuestra la tan manida “guerra a las drogas”.
La única solución real, la que destruiría económicamente al narcotráfico, es la despenalización de todas las sustancias. Es un hecho, nos guste o no.
Me dirán que pensar en la despenalización total es una ilusión, que eso es imposible en un solo país y que hay enormes intereses internacionales y también nacionales comprometidos en mantener la prohibición. Y todo eso es verdad.
La única pretensión de este artículo es plantear las cosas como son, sin caer en hipocresías ni en complicidades disimuladas.
Lo que estamos empezando a sufrir no terminará, e incluso empeorará, mientras se pretenda reprimir el consumo de sustancias.
No es un objetivo fácil. Nadie ganará las elecciones proponiendo la despenalización total. Y, si lo hiciera, probablemente no se le permitiría gobernar. Pero, íntimamente, todos sabemos que es la única solución verdadera.
Ojalá esa noción nos sirva al menos como horizonte ideal. Sabiendo que la función real del horizonte, como la de la utopía, no es ser alcanzable, sino orientar la marcha.
- De Portal Semanario Voces
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