“…En el corazón de esta comarca propicia para cobijar el sueño eterno de una raza, se esconde el cementerio de los últimos charrúas, que habitaron el suelo patrio; probablemente ellos fueron los que en 1831 escaparon a la masacre del Queguay. El cacique (Sepé) así lo aseguraba. La tribu, que reunía una veintena de individuos, levantaba sus toldos de pieles de yegua sobre la falda del Cerro de los Charrúas, alrededor del cual gambeteaban las tormentas. Tenían el color de nuestras antiguas monedas de cobre; bajos, musculosos, casi cuadrados; parados, parecían una estatua de granito; pero en movimiento eran elásticos, su agilidad asombrosa.. El cacique, casi centenario, al retirarse borracho de la pulpería, por alarde, sin esfuerzo, saltaba en pelo, rozando apenas el lomo de su cabalgadura.
Amigos de la holganza, sólo se movían para adquirir yerba, caña y tabaco, que comerciaban por caballos, cueros y juegos de bolas retobadas con piel de lagarto.
…Les molestaban las bombachas y no hubo medio de conseguir que las usaran; un “chepe” o cuero de guazú ceñido a la cintura, les era suficiente para no avergonzarse de su sexo; el “quiapí” de yaguareté o de ciervo era lujo para jefes.
Don Manuel Oribe se interesó por la tribu y obtuvo de un pariente de mi madre, varios objetos fabricados por los indios, seguramente destinados al Museo Nacional. En casa conservo algunas piezas de guerra, de la misma procedencia.
Las mujeres, enseñadas por las indias misioneras –algunas de las que vinieron con Rivera de las Misiones Orientales, se mezclaron con los habitantes del Norte (año 1829) –tejían fibras de caraguatá, cocían el barro, fabricaban burdos útiles domésticos y adornaban las flechas con plumas de ñacurutú, que sujetaban con cerda y fibras vegetales al extremo rasurado de cañas tacuaras. Las madres adiestraban a los pequeños en la caza de perdices y mulitas. Con retoños de jacarandá o de guayabo, cuyas puntas endurecían al fuego, solían hacer arpones flexibles para atravesar la tararira dormida en el remanso o flechar la pava, disimulada sobre la horqueta de troncos corpulentos.
Volvían de esas excursiones costeando arroyos donde recogían cuarzos, pedernales y huesos para confeccionar los útiles del hogar y las armas de los hombres, que dedicados a la caza mayor; de un certero golpe de bola en la cabeza tumbaban al carpincho o inmovilizaban al bagual. Alcanzar un ñandú en campo abierto, era juego de niños para ellos. Jinetes excelentes, todo su apero consistía en un tiento de cuero de potro a cuyos extremos sujetaban dos huesos de canilla de aguará o de guazú, que usaban para estribar entre los dedos índice y pulgar del pie, dando así completa estabilidad al cuerpo.
Cuando salían al pillaje, apenas descansaban para dar resuello y agua a la tropilla, y si pernoctaban, maneaban solamente al caballo favorito, valiéndose de la estribera, porque no usaban bozal ni cabestro. Capaces de sostenerse días enteros sobre el caballo, su resistencia era superior a la del bruto. Considerábanse dueños de la hacienda baguala que pastaba en campos que les pertenecieron, las trataban como suyas arreando cuanto podían; eso no constituía un delito para ellos porque desconocían el derecho a la propiedad. Exceptuando las armas, el caballo y la mujer, todo lo compartían en común.
Eran rastreadores por instinto y tenían el olfato muy desarrollado; siempre daban con el bicho que buscaban. En la toldería se entretenían golpeando una contra otra dos piedras hasta redondearlas; cuando reunían muchas, las enterraban en hoyos de toros para tenerlas de reserva en caso de pelea.
Preferían a todas, la carne de equino, que apenas calentaban para comer, en fogones cuya lumbre conservaban las ancianas.
PABLO LAVALLEJA VALDEZ (Publicado en el año 1941, en el Diario EL PUEBLO- TACUAREMBÓ)
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“Un linaje charrúa en Tacuarembó”
Siguiendo el árbol genealógico del Cacique Sepé
Expone: Nancy Ramos Boerr “Fredda”
2 de marzo al 10 de marzo 2013- Club Tacuarembó- Tacuarembó
Apertura de la Muestra: 2 de marzo- hora 19.30
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