
En la década de 1880 la producción per capita en Argentina y Uruguay era muy parecida a la de Bélgica, Francia o Alemania. Ahora, tras una larguísima decadencia relativa, los países del Río de la Plata están a menos de la mitad frente a esas naciones europeas. La economía uruguaya comenzó a perder ritmo ya en 1913. Incluso desde mediados del siglo XX se retrasó respecto a países de la región, como Chile.
A partir de la apertura democrática en 1985 la economía nacional crece a una tasa promedio de 2,75%, insuficiente para reducir la distancia que lo separa de los países de mayor desarrollo relativo. Peor todavía: desde 2014 el crecimiento promedio es de 1,1%, un cuasi estancamiento que lleva una década.
Ese es el ritmo máximo que el país ha podido sostener en el largo plazo, incluido los períodos de precios internacionales y crecimiento excepcionales, como el que ocurrió entre 2003 y 2014.
Las personas desean trabajos y salarios mejores, viviendas y alimentación decorosas, sistemas de enseñanza y de salud públicas de calidad, y retiros temprano con jubilaciones respetables, mientras la economía nacional avanza cada vez más lento.
Uruguay flota en el lugar 52° del Índice de Desarrollo Humano que confecciona Naciones Unidas (Pnud) —que compara las condiciones de vida de los países—, por detrás de Chile (44º) y Argentina (48º), un puesto decente aunque muy alejado por ejemplo de Australia o Nueva Zelanda, los “primos ricos” con los que podía mirarse de igual a igual hasta las primeras décadas del siglo XX.
La tensión que provoca la falta de oportunidades se corrige en parte con emigración, sobre todo de jóvenes calificados, mientras los puestos de trabajo más modestos son llenados por los nuevos inmigrantes caribeños.
La emigración calificada de largo plazo, que Uruguay padece con altibajos al menos desde 1960, hace que las sociedades pierdan vigor y se depriman, como también le ha ocurrido a Argentina (y más aún a Cuba o Venezuela).
La bajísima tasa de natalidad en Uruguay, que ni siquiera repone las muertes de cada año, contribuye a que la población envejezca a grandes zancadas, lo que exacerba el peso de la seguridad social, del sistema de salud y el cuidado de los ancianos. Es un fenómeno mundial pero —otra vez— en Uruguay se da de manera exagerada en comparación con América Latina y con su débil base económica.
No se sale de este círculo vicioso de un solo golpe.
Uruguay necesita más inversión, no solo extranjera sino de sus propios ciudadanos, habitualmente desconfiados, lo que significaría más trabajo y mejores salarios.
Los uruguayos tienen entre diez mil y veinte mil millones de dólares depositados en el exterior, sobre todo en Estados Unidos; y un monto mucho mayor en papeles que el gobierno emite para cubrir el déficit en sus cuentas (no se cuentan aquí los más de veintidós mil millones que ya invierten las Afaps).
¿Qué falta para romper el círculo vicioso del bajo crecimiento, baja inversión, falta de oportunidades, emigración y pobreza?
Falta una reducción radical de la burocracia (tenemos un sistema estatal exasperante, engorroso y lento comparado con la cultura anglosajona); faltan mayor productividad y jóvenes con más años de formación (hoy el promedio de estudios es de apenas nueve años, pese a que cuanto más se estudia mejores son las oportunidades laborales); se requiere una severa reducción de los costos fijos, desde los combustibles a las materias primas (Uruguay es cada vez más caro y productivamente inviable, por eso las mayores empresas prefieren operar en zonas francas, donde producen su propia energía e insumos, o cierran y se marchan a otra parte).
Se necesita una sociedad menos rota o fragmentada —social, económica y culturalmente—, mayor control del delito y más inversión en programas para convictos. El narcotráfico, la violencia, la suciedad y la mendicidad abusiva se han apoderado de buena parte de Montevideo y de algunas ciudades del interior del país; y los presidiarios que recuperan su libertad, escasos de programas de reinserción, van a la calle y a reincidir.
Faltan ejercer autoridad, hacer cumplir las leyes y predicar valores: en casa, en las aulas, en las canchas de fútbol, en las calles.
¿Cómo se hace todo eso? No es fácil en absoluto. Nos parecemos demasiado a una sociedad resignada. Por lo pronto se requieren convicciones, junto a un gran liderazgo político, con amplio respaldo ciudadano, ideas claras, persistencia y valentía, condiciones que —todas juntas— no se ven venir por ningún lado.
- Extraído de Montevideo Portal
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(*) Miguel Arregui, nació en Trinidad, Flores, el 24 de octubre de 1956. Se crio en el campo como hijo de una maestra y un productor rural. Vivió en el paraje cercano al arroyo “Tres Árboles”, vecino de la localidad de Paso de los Toros. Después trabajó dos décadas en Búsqueda y fue jefe de redacción. Otros 20 años, en distintas etapas, estuvo en El Observador como cronista, director periodístico o columnista. Editó libros y dirigió la Gran Enciclopedia del Uruguay, la primera enciclopedia clásica nacional, con miles de artículos de diversas disciplinas, publicada entre 2002 y 2003. Luego, en El País, dirigió La Enciclopedia de El País, con 10.000 artículos en más de 2.000 páginas. Ahora, mayor y escéptico, analiza y opina porque es más fácil que informar.
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