Fuimos a lo del Pato Escayola, Anhelo y yo, así chiquilines como éramos, veintidós, veintitrés años, a pedirle en nombre del Partido Comunista tacuaremboense recién formado, que participara con su teatro de títeres en lo que proyectábamos fuera el lanzamiento grandioso de aquella “avanzada del progreso”.
El Pato, simpático cincuentón, colorado de aquellos, nos escuchó con reprimida sonrisa y al cabo nos dijo: -“No muchachos, comprendan, yo no puedo participar en un acto comunista”… y tal vez por nuestra desilusión sin disimulo agregó: “pero el teatrito si puede, se los presto.”
El acto lo hicimos una noche, no recuerdo si primavera o verano, en la Plaza Colón, la más bonita del pueblo, rodeada de jacarandás y frente al Club Tacuarembó, el de los estancieros. Había terminado la guerra hacía poco y no se había desatado todavía la campaña anticomunista que capitaneó el Embajador Randal.
Un modesto estrado y el armazón del teatrito Escayola fueron suficientes para que una bandada de chiquilines revoloteara a su alrededor desde temprano y que los grandes pasaran varias veces ojeando aquello. A su hora empezó el acto con buena concurrencia sin que nadie se fuera. ¡Y llegó al fin el momento de los títeres!
Anhelo y yo no habíamos tenido un títere en las manos en nuestra perra vida, pero tampoco en esa ocasión hicimos ensayo alguno, porque los títeres nos llegaron momentos antes de empezar el acto; supongo que su dueño debía de tener un poco de miedo de lo que les esperaba, y los protegía retardando la entrega
Quiere decir que la obra se representó en la más completa primera función, un debut, un estreno: de los títeres que salían por primera vez a la calle, creo; de los ingenuos, crudos, titiriteros; de aquella recién nacida fuerza política; de espectadores ávidos y noveleros.
Con los títeres nos llegó el texto de Juancito no me acuerdo qué* que leímos por primera vez en voz alta tras bambalinas ya para el público, moviendo con la torpeza que es de imaginar, aquellos muñecos de funda, de modo que una mano hacía actuar al títere y la otra pasaba las hojas del texto que Escayola nos había arrimado, fingiendo nuestras voces a lo que nos decía la intuición.
El público atento, expectante, en silencio o a las risas según la acción. Al final toda la compañía gustó las mieles del éxito, risotadas, aplausos, vivas. Los actores de trapo tuvieron que salir a escena reiteradamente como en toda representación que se precie porque el público no se quería ir y pedía más y más. El reclamo popular llevó a aquellos jovencitos que éramos, con la colaboración entusiasta de María Alides y Antonia Gravina, la Morocha, veinteañeras también, a crear para el Partido un teatrito de títeres que se llamó “El Pregonero” y es parte de otra historia.
*El nombre de la obra es: “Juancito el vigilante” de Manuel (¿?) Villafañe y fue muy representada en la España republicana y en el Río de la Plata.
-Texto escrito por Marta Valentini sobre una anécdota que sucedió en Tacuarembó en 1946 o 1947.
Foto: Plaza Colón (1935)
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