«EL AUTOR SOCIALISTA DEL JURAMENTO PATRIÓTICO DE EE.UU.» Por Jorge Majfud

En 1892, con motivo del cuarto centenario del descubrimiento europeo de América, Francis Julius Bellamy creó el famoso juramento que se repite hoy en Estados Unidos para jurar lealtad al país y a la bandera en los actos de mayor carga de sentimientos patrióticos: “I pledge allegiance to my Flag and to the Republic for which it stands, one nation, indivisible, with liberty and justice for all” (“Prometo lealtad a la Bandera y a la República que representa, una nación, indivisible, con libertad y justicia para todos”). Juzgando desde nuestro contexto presente, está de más decir que este juramento es una de las oraciones favoritas de los grupos más conservadores, religiosos, nacionalistas y defensores acérrimos del capitalismo (en cualquiera de sus formas) como “lo americano”.

Las ideas sobre qué es y qué significa el patriotismo o lo “auténticamente americano”, o “lo auténticamente francés”, “basado en la tradición”, en la “defensa de la unidad”, “por el camino de Dios”, aparte de expresar sentimientos legítimos por sí mismos, son también instrumentos ideoléxicos: poseen una intencionalidad proselitista y una subliminal carga de violencia que universalmente siempre se ha ejercido en la definición misma de lo qué significa ser un habitante de un país determinado, más allá del respeto objetivo por sus leyes.

La historia registra innumerables casos y siempre repiten patrones psico-sociales y modus operandi muy similares: por ejemplo, para Fernando e Isabel en el siglo XVI, para el general Francisco Franco en el siglo XX, y para muchos entre medio y más acá, los verdaderos españoles eran los cristianos viejos (es decir no contaminados, sin abuelos moros o judíos), o los que hablan castellano, o los que defendían la familia tradicional (según sus propias definiciones de familia), etc. Una causa sobre la “verdadera naturaleza” de las cosas sociales se vuelve radical, inflexible y violenta cuando la realidad lo niega. De esa forma, la definición del “buen español” que ocupó la vida de distinguidos escritores, académicos, políticos y sacerdotes, excluía, negaba y trataba de olvidar la enorme diversidad étnica, religiosa, cultural y lingüística que existió en la península Ibérica y luego en lo que se llamó España, ya desde tiempos de Séneca y desde mucho antes, desde los tiempos de los fenicios y los visigodos. Lo mismo, la misma obsesión por la una identidad depurada y simplificada, ocurrió con otras naciones, incluidas aquellas, como Argentina, construidas por diversas olas de inmigrantes.

En 1924 a la palabra “bandera” de la frase de Bellamy se agregó “de los Estados Unidos de América”. Pienso que no se trató de un cambio semántico sino sólo de una aclaración: por entonces se percibía que había demasiados inmigrantes y algunos se podían confundir al decir “mi bandera”. Tampoco hay que olvidar que en algunos grupos sociales cundió lo que se llamó “Red Scare” (“el temor rojo”), como consecuencia del triunfo de la Revolución rusa y de la emigración de los anarquistas europeos.

En 1954, el presidente Eisenhower, no sólo por iniciativa de George Docherty, pastor de la Iglesia Presbiteriana de Nueva York, sino por presión de los grupos en el poder político y social de una época marcada por el macartismo y el miedo al comunismo, aprobó el agregado de “under God” (bajo Dios), lo cual hubiese encontrado la clara oposición de la mayoría de los Padres Fundadores, empezando por Thomas Paine, Thomas Jefferson e incluso el más conservador John Admas, quienes reconocieron no sólo el derecho privado y público de creer en cualquier dios sino, incluso, en el derecho de no creer en ninguno.

Ésta fue la primera modificación importante de la frase original de Bellam. No obstante, no fue el primer cambio semántico, porque el símbolo (literario, en este caso) fue sufriendo cambios progresivos y radicales para expresar diferentes ideas subliminales o explícitas y para ser usado con objetivos algo diferentes. Es decir, aquí observamos claramente la redefinición de los campos semánticos producto de una larga lucha social por la conquista y administración de los símbolos y, sobre todo, de los significados fundamentales. Una resignificación menor consistió en que el saludo romano a la bandera con la mano derecha extendida fue reemplazado por la mano en el corazón, ya que los nazis y los fascistas habían vencido en el secuestro de este símbolo. (Digo que fue una “resignificaicón menor” no porque el gesto no tuviese fuerza simbólica, sino porque no es un ideoléxico, es decir, no consiste en la colonización de un símbolo con implicaciones morales o de valores ideológicos, como lo son los ideoléxicos de justica, de libertad, de obediencia, de anarquía, de progreso, de defensa nacional, de unidad, etc.)

Lo curioso es que, si nos situamos históricamente a fines del siglo XIX, podemos observar que el famoso juramento de Bellamy refleja las propias ideas de su autor, como no es de extrañar, a pesar de alguna posible crítica posmodernista. Las expresiones de “I pledge allegiance to my Flag and to the Republic for which it stands, one nation, indivisible, with liberty and justice for all” expresan de forma inequívoca los valores centrales de “unidad” (por entonces, todavía desafiada y resistida por los esclavistas secesionistas del sur, no por los liberales o por los sindicalistas del norte) y de “libertad y justicia para todos”, lo cual no sólo fue un principio socialista e iluminista radical sino que estaba en abierta contradicción con los aristócratas y las sociedades estamentales de Europa y con los conservadores (sobre todo del sur) de Estados Unidos, que no creían ni en la igualdad ni en la libertad de los negros, de los pobres y de los no elegidos.

Para ellos, como todavía lo es hoy para un amplio grupo de conservadores radicales, la desigualdad es una expresión natural de la libertad. No obstante, los ideoléxicos “libertad” e “igualdad” han triunfado desde el siglo XIX a tal grado que ahora son casi incuestionables como símbolos, razón por la cual la lucha semántica se centra en los significados de los mismos: es la actual disputa en la cual están ocupados hoy conservadores y liberales o socialistas de Estados Unidos. El ideoléxico “socialista” ha sido consolidado con un valor negativo como símbolo (excepto para el senador socialista Bernard Sanders, sus seguidores y pocos más), aunque sus significados todavía están en disputa mediante el uso de sustitutos, como lo es la palabraliberal.

Nada de esta metamorfosis ideoléxica es casualidad. Francis Julius Bellamy era un socialista cristiano pero los conservadores no lo mencionan, quizás para no recordar su condición de criminal ideológico. Algo parecido ocurre con la idea actual de que los Padres Fundadores de Estados Unidos eran hombres religiosos y conservadores. Esta idea se ha popularizado de forma casi unánime a pesar de que es históricamente errónea: si los autores de la Revolución americana hubiesen sido conservadores lo último que habrían producido es una revolución. Si no fueron más allá de sus idealismos iluministas, de libertad, igualdad y laicismo en la cosa pública fue, precisamente, por la oposición de los conservadores (los Federalistas entre los más moderados), por algunas contradicciones propias y porque los cambios ideológicos introducidos en las primeras cuatro décadas del nuevo país habían llegado demasiado lejos para un mundo que todavía seguía sumido en gobiernos totalitarios, hereditarios, aristocráticos, teocráticos en su mayoría o en revoluciones políticamente inestables como en Francia.

Igual que sucede con los textos religiosos, allí donde dice “es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que un rico acceda al reino de los cielos” termina por significar, como lo establece la tradición calvinista, que la riqueza es una prueba de que un rico ha sido elegido para entrar al reino de los cielos, aún antes de nacer. Es decir, la desigualdad fue establecida por Dios al principio de los tiempos, y aunque se acepte el ideoléxico de “igualdad” y “diversidad” luego de una derrota semántica de dos siglos, la solución consiste en redefinir los campos semánticos de dichos ideoléxicos y asignarles valores diferentes en condiciones diferentes.

Es decir, cuando no se puede cambiar una palabra en una escritura sagrada, ya sea la Biblia, el Corán o la Constitución X, la solución es interpretar: donde dice blanco significa negro. Luego de un tiempo de repetirlo el significado original no sólo se echará al olvido sino que, cuando alguien intente sacarlo a la luz nuevamente, será desacreditado con diferentes mecanismos sociales, como la burla o el descrédito y la condena que históricamente deben sufrir los revisionistas.

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