-¿Qué es »pensar» en el Uruguay de hoy?
-Simpatizo bastante con toda la problematicidad entre soberbia e ingenua que se adhiere al concepto »pensar». Quiero entenderlo un poco convencionalmente como una práctica crítico-reflexiva de la escritura, una práctica siempre orientada políticamente. Si marchamos en esa dirección es imposible no hablar, queramos o no, de los viejos mitos liberales voltaireanos de la circulación pública de las »ideas»: la escritura, la educación, el ensayo, el editorial. Imposible no hablar (permítaseme usar una palabra pasada de moda) del compromiso. En ese sentido, pensar es una práctica que se ha perdido o se ha ido perdiendo.
Y no me estoy refiriendo a una utopía pública sacrificada por las catástrofes, por las grandes formas del deterioro social de los últimos 50 años o su prodigiosa aceleración en los últimos diez (pobreza crítica, indigencia, analfabetismo, violencia, en fin…). Acá me refiero, más trivialmente, a ciertas formas, ciertas técnicas, ciertas dinámicas de escritura, de intercambio o de intervención, que ya no son de estilo entre las minorías intelectuales -por distintas razones, algunas profundamente enlazadas con estas grandes formas del deterioro social que mencioné-. El intelectual se ha especializado, se ha vuelto profesional o académico, se inscribe en tal o cual disciplina, milita en tal o cual forma institucional.
-¿El llamado »intelectual» se ha vuelto un artesano, un burócrata »hacedor» de ciertos papeles?
-Papers, monografías, ponencias o tesinas sustituyen al ensayo, a la crítica, a la interpretación, al juicio, o incluso a la opinión, y me parece que eso no es una ganancia. Por otro lado, especie de contrapeso insurrecto o subversivo a la rigidez de la escritura institucional, académica o conservadora (pero también mutación provocada por el mercado editorial), emerge una multitud de escrituras »creativas», de formas híbridas entre la poesía, la ficción o la creación literaria, y disciplinas o corrientes académicas más o menos »serias», en un abanico que abarca desde los consejos estoicos de la autoayuda hasta la llamada novela histórica, la viñeta testimonial, las biografías noveladas, los pequeños saberes, los aforismos… En el medio, entre estas dos grandes formas, hay todo un genio de la escritura que se ha perdido o que se está perdiendo: y ahí, en lo que se pierde, está precisamente el »pensar» de la pregunta.
-Ese »pensar» que falta, ¿es posible hoy en un país pobre y periférico? La pregunta está en su libro y reflexiona sobre las condicionantes críticas de la situación uruguaya.
-Me interesó insistir con cierta escena catastrófica en la que un país de profunda vocación política republicana, con una firme estructura institucional de partidos políticos y hecho casi laboratorialmente en el proyecto platónico de un Estado fuerte y civilizador, está siendo hoy profunda y vistosamente dañado en la trama capilar de sus vínculos sociales por el famoso capitalismo global: mercantil, liberal, especulativo, territorial, mediático, de hiperconsumo, de adicciones, de diferencias, de dispersión, de multiplicidad. Pensar fue quizá, por un instante real o virtual, una modalidad o una tecnología del vínculo social, y la más importante, me atrevería a decir: práctica fundamental en el espacio político-público.
Pensar como el gran asunto de los humanismos racionalistas modernos y como el gran asunto de la política, en suma: conciencia, autorreflexión, responsabilidad, subjetividad, como requisitos y como técnicas de socialización. Ahora bien. Es toda esa gran tópica, ese concepto fundamental de lo político-público, lo que está siendo arrasado por la violencia territorializante del capitalismo global.
-Su último planteo puede sonar »nostálgico»
-No me preocupa demasiado si todo esto suena a nostalgia por un pasado mítico perdido, o como una invitación a luchar por la recuperación de ciertos momentos de la política liberal a la francesa que Uruguay supuestamente tuvo. La situación es demasiado grave, demasiado urgente. Pensar obtiene entonces un sentido especial, en Uruguay y hoy. Habría otras posibilidades de plantear respuestas: Uruguay como idiosincrasia, como psicología, cansina, siestera o cómoda, y todo el folclore del país mesócrata, pero en fin, como Bartleby, preferiría no hacerlo.
-¿Cómo le explicaría a alguien que gusta de la cumbia villera eso de »geopolítica de la subjetividad»?
-Es una pregunta más bien extraña. El gusto por la cumbia villera, en principio, no recorta necesariamente algo que vaya más allá de eso que precisamente es: un gusto. De todas maneras aceptemos que ese gusto remite a cierto »mundo de la vida» (por así decirlo), un estilo sociocultural, un imaginario, una psicología, cierta forma de ver las cosas, de entenderlas, de intercambiarlas, diferentes a los míos. Podría entonces plantearse el problema de la comunicación o la negociación de mundos de la vida distintos o heterogéneos. Usted, señor, que escribió un libro complicado, explíqueselo a esta gente que no habla su lenguaje. En tal caso no sabría bien qué decir, excepto generalidades como que no comparto necesariamente el mito democrático de la escritura (todos deben ser capaces de leer todo, etcétera). Pero, si no entiendo mal, la pregunta es mucho más puntual: habla de un caso muy específico de intercambio comunicativo: la trasmisión o la enseñanza.
Un grupo social (representado por mí, para el caso: fofito céntrico, civilizado, libresco, intelectualizado, universitario), por alguna razón se ve en la necesidad o en la obligación de explicar su mundo de la vida a otro (representado por la cumbia villera: veloces y barullentos mutantes funcionales, venganza de la cultura popular sobre la civilización céntrica en tiempos del capitalismo mediático). Digamos: yo publico un libro sobre la subjetividad con pretensiones teóricas universales (por así decirlo); el villero no publica libros e ignora la estrategia de la universalidad. Inmediatamente surge una multitud de pequeños contrasentidos. En primer lugar: si yo explico mi imaginario es porque lo racionalizo o lo problematizo, por lo cual la explicación o la trasmisión de mi imaginario presupone la trasmisión de la tecnología de la racionalización, la trasmisión de cierta trascendencia con relación a mis creencias, mis opiniones, mi voz, mis herramientas comunicativas, mis estrategias vitales, en fin. Es el gran punto de la educación: enseño menos contenidos que tecnologías organizativas, conceptos, teorías, ligaduras conceptuales, criterios de relevancia, formas de archivar.
O sea, el logos, la propia racionalidad. Ahí reside la enorme potencia de eso que algunos llaman »logocentrismo». La necesidad de enseñar mi imaginario (una voz, un mundo de la vida) es lo que lo promueve a la estatura de un simbólico (un saber, una razón, una universalidad). Tengo una teoría sobre mí y por lo tanto tengo, proyectivamente, una teoría sobre el otro, y eso habla probablemente de cierta voluntad, cierto proyecto o cierto deseo expansionista, pero que quizás sea una consecuencia de esa ventaja técnica llamada logos o razón.
-¿Hay un punto de intersección entre el hipotético »cumbiavillerista» mencionado y el »profesor»?
-No hay un punto o una escena en la que el mutante funcional y el profesor del centro negocien democráticamente sus mundos de la vida. Esa escena imposible es la vida pública, la escena política, y esa escena está ya estructurada por los símbolos del centro: la razón, el logos. La escena política, que es siempre una escena educativa, está hecha en ese desequilibrio, en esa falla estructural. Ahora bien, cierta sensibilidad multiculturalista de los últimos tiempos sospecha que no hay intervención educativa que no sea, en cierto modo, inmoral. Y el problema es que el miedo a esa inmoralidad solamente conduce a formas extáticas del respeto por la diferencia, formas asimbólicas, totalmente incapaces de crear dinámicas políticas. Qué diferentes que somos todos, qué vértigo ese juego microscópico de ser únicos: sólo cabe responder con un respeto casi ecológico por la multiplicidad, por lo diverso, por la vida.
Y es ahí que la territorialidad más violenta del capitalismo se termina por asociar impensadamente con la simpatía del intelectual por la cultura popular, las culturas »su-balternas», »menores», »alternativas», etcétera, o mejor, con las culpas del intelectual por haberla »civilizado» o haberla querido civilizar alguna vez. Este es uno de los aspectos más terribles e irónicos del actual capitalismo global mediático: la realización de un ideal democrático radical. Es una democracia sin justicia, por cierto, y también sin rebeldía, sin pulsión emancipatoria, sin un sentimiento generalizable de injusticia, de carencia estructural que dispare y organice una lucha.
-¿Qué significa la expresión »izquierda» hoy?
-Imposible no ligar directamente esta pregunta al paquete de temas que veníamos mencionando. Desconsoladamente, Alain Badiou piensa a las izquierdas en el actual contexto global como artefactos administrativos que el capital necesita para hacer negocios que ya no son posibles con las derechas o las centroderechas debido a su falta de apoyo popular. Imposible no pensar que no es porque sí que el tlc con Estados Unidos no es un tema al que la sociedad civil uruguaya se muestre dispuesta a ofrecer la misma resistencia que la ecuatoriana (independientemente de los términos específicos de ambos tratados), o pensar en el significativo silencio general con relación a la Unitas, y así podríamos seguir poniendo ejemplos. Quizá esto es un poco exagerado, pero creo que tiene la virtud de abrirse a la posibilidad misma de una profunda y necesaria revisión del concepto mismo de »izquierda». Hoy y por estas coordenadas geográficas, se entiende, pues no es lo mismo ser radical o terminante con la izquierda en Francia que en Uruguay: no hipotecamos las mismas cosas ni con la misma intensidad.
-¿Es decir?
-Quiero, entonces, plantear algo un poco más juicioso o cauteloso. Históricamente, la izquierda se ha asociado a cierta sensibilidad práxica por cuestiones de justicia social y económica, y a una crítica intelectual sostenida al capitalismo y a su motor inherente: la explotación y la injusticia (por más que estos dos temas varíen, siempre se recortan sobre el telón de fondo del capitalismo: moderno o posmoderno, industrial o posindustrial, estatal o autorregulado, universal o global). Ahora bien, después de las catástrofes de los años ochenta del siglo pasado (caída del socialismo y de los muros, fin del equilibrio del terror, capitalismo triunfante, violenta expansión de los mercados) hubo una notoria sensibilización con relación a los temas de la democracia, la tolerancia y el respeto, cierto terror generalizado al despotismo, a las tiranías, a la militarización o policialización de la vida social, que también incluía una gran desconfianza en la representación, la universalidad, la subjetividad, lo trascendental y todo eso que podríamos caracterizar como »la tecnología logocéntrica de la política occidental».
La praxis de izquierda comenzaba a incluir, y a incluir privilegiadamente, cierto »fuera de escena», aspectos olvidados, negados o negligenciados por el dogma clásico que no iban a tardar en adueñarse del centro mismo de la escena, hasta expulsar del escenario, final y previsiblemente, a esas cuestiones tradicionales de la izquierda marxista: explotación, injusticia, capitalismo. Hoy, parece mentira, el capitalismo, la explotación y la injusticia son el gran no dicho de la izquierda en Occidente. En su lugar la política parecería girar solamente alrededor de los temas de la democracia como juego del respeto cultural por las diferencias, la tolerancia, la multiplicidad, las denuncias a la discriminación, en fin. Son las llamadas »nuevas izquierdas». Florecen en el Primer Mundo, y más específicamente, en mi opinión, y por cuestiones que exceden un poco el formato de este intercambio, en culturas de profunda raigambre luterana, protestante.
Si por izquierda entendemos un programa basado en ese vago ideal democrático-igualitario, eso me parece hoy un error político gravísimo en el Tercer Mundo, y particularmente en culturas políticas de marcada tradición republicana, como la nuestra. Creo que la política hoy es el contrapeso de la circulación asimbólica, devastadora y obscena, de capital y mercancías. La izquierda entonces (¿quién si no?, aunque no nos vamos a terminar peleando por la palabra »izquierda») debería calificar mejor el problema de la vigencia misma de la política como pieza fundamental del vínculo social. Debería pensar mejor el tema del Estado y de la sociedad civil, el tema del gobierno y de la gobernabilidad (ciertamente), lo público, la educación, en fin. No quizás para detener o cortar, pero sí para controlar ese flujo global e indiscriminado de adicciones y necesidades, es decir menos para combatir o vencer que para resistir el embate devastador y masivo del capitalismo global.
-¿Cómo se puede aplicar el psicoanálisis al pensamiento político?
-En “Lo sublime y lo obsceno” sostengo que el psicoanálisis es parte de la práctica política del Occidente moderno. Y lo es en un sentido bien preciso y orgánico. A partir de algún momento se hizo necesario que las personas fueran menos contadas, visibilizadas, ordenadas o disciplinadas que subjetivadas. Y esto indica un desplazamiento desde el poder territorial militar o policíaco al gobierno y a la política. Y el psicoanálisis es, antes que nada, una estrategia de gobierno en el sentido de que se trata de una práctica educativa, hermenéutica, subjetivante. Me parece claro en cierto sentido que, contra las prácticas médicas, psiquiátricas o clínicas, vinculadas a lo visual-territorial (vigilancia) y a las lógicas mecánicas (ortopedia, disciplina), Freud instalaba una máquina anímica, hipnótica, literaria, transferencial, confesional, simbólica.
Se trataba de fundar la subjetividad como un sentido profundo de regulación social, el tema de la responsabilidad erasmiana a través de la culpa, la permanente interpretabilidad de todo. En fin, lo cierto es que en la moderna mitología transferencial de la política las »patologías» del alma humana no se oponen a un valor discreto o absoluto de salud o normalidad, como en la ontología territorial militar (no se trata en absoluto de »patología» en un sentido médico), sino que se ligan y disparan un deseo o una curiosidad autointerpretativa a partir de la que decanta el Yo, una subjetividad cartesiana fuerte, autorreflexiva, trascendental, universal. En este sentido no hay que aplicar el psicoanálisis al pensamiento político: la invención de la política es coextensiva al psicoanálisis, si olvidamos los protocolos institucionales para definir al psicoanálisis y lo pensamos fundamentalmente como una práctica hermenéutico-didáctica subjetivante, y nos tomamos la libertad de incluir en ese paradigma a las tecnologías autorreflexivas socráticas, por ejemplo.
Ahora bien, hoy me parece que el problema político es una especie de muerte de la política misma a manos de la democracia radical y obscena de la circulación de capital y mercancías, con su vistoso y violento carnaval de degradaciones: el Yo cae en identidad y en pertenencia a la tribu o a la manada, lo revolucionario o lo subversivo cae en lo espectacular o en lo escandaloso, el deseo cae en adicción, lo popular cae en lo masivo, la clase cae en la minoría, en la etnia o en el género. Y toda esta catástrofe, podría decirse, cuenta con la complicidad de ciertos sectores de la intelectualidad de izquierda que consideran que los temas del racionalismo crítico pertenecen al pasado oscuro, dogmático y tiránico de la filosofía política. El papel del psicoanálisis en esa lucha, en esa resistencia (digamos, para usar una palabra que viene doblemente al caso), resulta así bastante obvio.
(*) Entrevista de Rafael Courtoisie publicada en http://www.uruguaypiensa.org.uy
Sandino Andrés Núñez Machado (Tacuarembó, 27 de agosto de 1961) es un filósofo, conductor de televisión, docente y escritor uruguayo. Es licenciado en filosofía por la Universidad de la República, especializado en Epistemología y Filosofía de la Ciencia, en filosofía del lenguaje, lingüística y análisis del discurso. También es técnico en estadigrafía.
Sé el primero en comentar