LA BARRA DEL VASQUITO / Cuento de Agamenón Castrillón

Nosotros en el barrio “El Vasquito” éramos como el chocolate. Teníamos por lo menos tres barras, o una barra con tres categorías. Estaban los nacidos en los alrededores del 45 con la bomba atómica, los nacidos en los aledaños del 50 con la gloria de Maracaná, y los nacidos en los suburbios del 55 con el fin de la guerra de Corea y el comienzo de la crisis de los churrascos flacos. Así que por las alturas del año 65, en la época del glorioso Peñarol de Abadie, Rocha, Silva, Spencer y Joya, andábamos por cumplir los 20, los 15 y los 10 años, respectivamente. Los de la tercera categoría mirábamos a los grandes con admiración, tratábamos de copiar su forma de pararse, de prender el fósforo con una sola mano, de escupir finito entre los incisivos.

La barra de los grandes se caracterizaba por tener apodos de animales: el Caballo González, el Vaca Pereira, el Perro Rodríguez, el Conejo Pérez, el Charabón Alberto y el Burro. Curiosamente el Burro era hijo del Chancho Sosa. Por esa magia de la condensación freudiana, casi como un cuadro de Solari, tenía la cabeza de chancho y estaba armado con cuerpo de burro. Las mañanas de domingo, antes de los partidos, había que ir a despertarlo y sacarlo de la cama a los empujones. Y siempre lo mismo, el Caballo batía palmas desde le portón y aparecía la madre del Burro, la mujer del Chancho, secándose las manos con el delantal.

Siíí… ¿qué desea?

Buen día, doña, ¿está el Burro?

¡Aquí no vive ningún burro!

Está bien; ¿está Eugenio?

Sí; ¿de parte de quién?

Del Caballo.

Momentito, por favor… -caminaba hasta el dormitorio y mientras golpeaba en el vidrio de la ventana gritaba: – ¡Burro! ¡Levántate, Burro, que te buscan en el portón!

Esa mañana era la final de un campeonato interbarrial y los grandes jugaban contra el Barrio J. Duarte. Hoy el regreso (¿o el progreso?) ha aplanado con una capa de asfalto los filos de piedras y cuchillos del barrio (el empedrado está tapado, pero ahí está, como dice Cabrera). Pero en aquella época había que ser muy guapo para entrar de día a ese barrio, y si se te ocurría ir de noche eras un inconsciente o un suicida.

El barrio Jacinto Duarte F. C. sacó el hacha desde que se movió la guinda. El juez, el Negro Romero, estaba más asustado que yo. En el medio de la cancha se armó un entrevero de piernas y piñas., y no tuvo más remedio que pitar. Ahí se le arrimó el Ruso Ruviov, un tanque de la primera guerra, y le preguntó:

– ¡¿Qué cobraste, gil!? – a lo que el negro hombre de negro respondió:

– ¡Montonera! – y dio un pique, no se animó a cobrar el foul a nuestro favor.

A los cinco minutos lo bajaron al Caballo, que entró solo en el área, y el juez sonó el silbato señalando el punto penal. Se le arrimó el Ruso nuevamente y le repitió:

– ¡¿Qué cobraste, gil!? – a lo que el infeliz contestó:

– Penal… ¡pero con barrera!

Colocaron siete tipos debajo de los palos y el golero delante de ellos. El Caballo pateó y la pelota rebotó como una pelota frente a la muralla humana.

Nosotros éramos táctica y técnicamente superiores. Teníamos esa cosa de funcionamiento en equipo con descollantes actuaciones individuales: la velocidad del Caballo, la frágil elegancia del Conejo y el patadón del Burro. Ellos tenían un fútbol sin ideas, desprolijo, pero hacían permanente culto a su imagen de guapos. Pegaban, cortaban el partido todo el tiempo, y el Ruso Ruviov jugó su partido aparte: marcó al juez todo el tiempo: le hablaba, lo pechaba, le susurraba sus historias casi al oído. El Negro Romero estaba totalmente anulado.

Al final del primer tiempo el hombre de negro ni pensó en los descuentos, al minuto 45 clavado se arrimo al corte de la línea lateral con la línea central y pegó el pitazo. Ruviov, poseído y protestón, se le abalanzó:

– ¡¿Qué cobraste?! – y otras cosas más, a lo que el Negro Romero contestó:

– Cobré fin del primer tiempo, ¡pero antes cobré que vos estás expulsado! – y le señaló el túnel, porque en esos tiempos no existía la tarjeta roja, e inmediatamente corrió a la garita del milico. Ruviov no lo alcanzó, el juez y los líneas se zambulleron en la camioneta de la seccional 15 y rajaron rumbo al centro.

Al tiempo, el parte con arte del Negro Romero pasó a la historia de la liga interbarrial: decía que suspendió el partido por falta de garantías, y con respecto a la expulsión del Ruso alegó:

– Me dijo “sol de noche” y lo atoleré; me continuó diciendo “bolsa de humo” y continué atolerándolo. Eso sí, cuando me dijo “negro e mierda”, no lo atoleré más, y lo impulsé de la cancha.

Extraído del libro: “Costas de la Aldea”

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