EL JEFE DE LOS CALEPINOS / Por Tomás de Mattos

Hacia principios del siglo XIX, ya frisando los cincuenta años, Eduardo Acevedo Díaz era el indiscutido líder, durante las elecciones presidenciales de 1903, de una fracción minoritaria del Partido Nacional que agrupaba a la juventud culta blanca. En ese entorno, reunía todas las cualidades para liderar el grupo. Aunque no ha de haber sido el factor más relevante, no puede dejar de tenerse en cuenta que, a esa altura de su vida, ya había escrito y publicado la mayor parte de las obras que aún hoy lo convierten en uno de los máximos narradores uruguayos. Su texto maestro, un cuento trágico y sin ripios, El combate de la tapera, lo había dado a conocer en 1892.

Acevedo Díaz ha pasado a la historia de la literatura latinoamericana por una tetralogía de novelas sobre la formación de la conciencia nacional. De esos cuatro libros ya tenía escritos y publicados tres: Ismael (1888), que cubre el período artiguista y que le atrajo la atención admirativa de todo el corrillo literario uruguayo; Nativa (1890), que discurre en la época de la dominación luso brasileña; y Grito de Gloria (1893), que se ocupa de la Cruzada Libertadora.

Aunque la tenía proyectada, todavía no había escrito ni publicado Lanza y Sable, que narra el surgimiento de la división de la recién nacida nación oriental en dos partidos políticos. Recién recuperó el tiempo para escribirla dos décadas después, en 1914.

Ha de haber influido, en su predicamento entre la juventud blanca, el temprano prestigio de talento formidable que adquirió en Montevideo. Nacido en la Villa de la Unión, nieto por línea materna de un ministro de Manuel Oribe, Gabriel Pereira y Pedro Berro, combativo y leído periodista, el general Antonio F. Díaz, que combatió en Las Piedras y participó en la Cruzada Libertadora, y sobrino por línea paterna del doctor Eduardo Acevedo Maturana, jurista reconocido y consultado en ambas márgenes del Plata, tuvo por esos calificadísimos antecedentes familiares título más que suficiente para captar desde el principio la atención del público montevideano, sobre todo del blanco.

A fines de la década de 1860, recién ingresado a la Universidad de la República, se vinculó al Club Universitario y, por éste, al Ateneo. Allí, con una separación de breves lapsos, pronunció una variada serie de conferencias de historia que deslumbró a nadie menos que Pablo de María, quien llegó a escribir en las Memorias de ese año que ellas bastaban para cubrir de gloria a la institución en la que se habían dictado. Si repasamos los títulos comprobaremos de primera mano la vastedad que ya tenían, a los 17 años, sus conocimientos históricos: “Hombres ilustres que florecieron bajo el dominio de Pericles”; “Historia indígena”; “Revolución Francesa”; “El árabe en Granada”; “La Revolución Norteamericana”; “Derechos políticos de la mujer”; “Reflexiones sobre África y los negros”. Su pariente Alfredo Vásquez Acevedo le consiguió el cargo de secretario administrativo de la recién fundada Sociedad de Amigos de la Educación Popular, pero su rendimiento no fue satisfactorio, por la falta de dedicación a sus tareas.

Ese fracaso no debe ser tenido en cuenta. Lo que importa de esta edad es la gran aceptación que cosechó entre los miembros jóvenes del Club Universitario, quienes, como algunos de sus referentes, comenzaron a tratarlo con gran deferencia y respeto. No vaciló en participar en las actividades públicas de los jóvenes universitarios. Así, en julio de 1872, firmó un texto anticlerical, la Profesión de fe racionalista, y, poco después, la Contrapastoral, en la que la misma juventud impugna una pastoral de monseñor Jacinto Vera.

Fue un periodista de fuste, con opinión atendida por todos los sectores. Escribió en El Siglo y se particularizó por fundar sucesivas publicaciones: La República, La Revista Uruguaya y El Nacional, uno de los más afamados emprendimientos periodísticos de la historia de nuestra prensa. Por sus artículos libertarios se expuso a dos destierros, decretados por los gobiernos de Pedro Varela y de Lorenzo Latorre. También empuñó las armas. En 1870 se plegó a las huestes que Timoteo Aparicio había alzado contra el general Lorenzo Batlle. En 1875 participó en la Revolución Tricolor. En 1897, ya electo senador por el Partido Nacional, se integró al ejército de Aparicio Saravia, de quien fue secretario, hasta que en julio, desilusionado con la conducción del movimiento, regresó a Montevideo, donde, con el circunstancial apoyo de todas las facciones, pasó en diciembre a presidir el Directorio del Partido Nacional.

Resta referirnos a un último factor de su liderazgo. Aún hoy se dice que fue uno de los mejores oradores de nuestra política. Elocuente, fogoso, contagiaba sus convicciones. Pese a ser un agudo observador de nuestra realidad, como aún lo demuestra su mejor narrativa, no hubo durante toda la actividad política de Acevedo Díaz mayores inquietudes sociales. Su obsesión y muy buena parte de sus afanes se centraron en hallar para el país, como lo trasuntan los títulos elegidos para los diarios que fundó, unos mejores cauces de libertad institucional. Tampoco José Batlle y Ordóñez revelaba todavía las inquietudes nacionalizantes y socializantes que guiarían sus dos presidencias (a las que Acevedo Díaz no dudó en acompañar como diplomático).

Las afinidades generacionales e ideológicas entre ambos políticos motivaron, pese a que lideraban facciones de distintas divisas, coincidencias de gestión a favor de la participación de las minorías y en contra del exclusivismo que preconizaban los colectivistas de Julio Herrera y Obes. Se opusieron con ferocidad a Juan Idiarte Borda, y no tuvo Lindolfo Cuestas mayor adhesión que la de ambos para terminar implantando una dictadura que, paradójicamente, pacificara y democratizara al país. No dudaron en integrar el Consejo de Estado que sustituyó a las cámaras entonces disueltas. Luego fueron partícipes decisivos en la elección de Cuestas como presidente constitucional en el período 1899-1903.

Llegamos, entonces, a 1903, año que principió con un gran escándalo turfístico y no político. En Maroñas, un caballo muy joven, de apenas cuatro años y del que se dice que con su verdadero nombre, Calepino, llegó a ganar importantes premios en pistas porteñas, ganó, teñido el pelo y con otro nombre, y su triunfo le deparó suculentos dividendos. Los organizadores de la estafa no tuvieron suerte, porque el sudor del animal hizo que se corriera la tinta y manchó el pantalón del jockey. Esta peripecia trascendió el turf y, como veremos, halló aplicaciones en la política.

También llegamos a la circunstancia de que la Asamblea General debe elegir al presidente constitucional para el período 1903-1907. Acevedo Díaz, aunque volvió a ser elegido parlamentario, dejó de presidir el Directorio y era minoría dentro del Partido Nacional. Sus relaciones con Saravia eran muy distantes. Cuestas, quien durante seis años había gobernado el país, le había tomado gusto al poder. Se creía capaz e imprescindible, y buscaba un sucesor que fuera su títere. Fracasada su tentativa de que se eligiera a un hijo, recompuso sus habilidades diplomáticas y consiguió acordar con el Directorio, y la aquiescencia de Saravia, a un poderoso hacendado, Eduardo Mac Eachen.

A Batlle, el otro candidato, no le alcanzaban los votos. Pero el 14 de febrero el sector acevedista le comunicó al Directorio que votaría por Batlle y le aseguraría la victoria. Recién después de dos semanas sería expulsado, pero desde el anuncio le llovieron los agravios e insultos. Entre ellos, el de “calepino”, que le quedaría para siempre. Empezaba el período más triste de su vida. Emprendió una carrera diplomática, pero abandonó la política partidaria y el territorio nacional. Casi veinte años después, murió en Buenos Aires, ordenando que sus restos no fueran repatriados.

De Caras & Caretas

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