Es razonable que después de ataques como el 11 de setiembre en Estados Unidos o en el más reciente de Paris, los gobiernos lancen algún tipo de represalia. Más allá de la mala puntería que caracteriza a la alta tecnología, estas reacciones son justificables. Sin embargo, apenas consideramos un contexto más amplio del problema aparecen las razones, no las justificaciones. Ante la frustración, los habitantes del centro del mundo confunden respeto a las víctimas con ignorancia histórica. Luego la reacción epidérmica: piensan que ellos podrían resolver el problema barriendo el área sospechosa con unas cuantas bombas. Es más o menos lo que proponen los terroristas del EI, Donald Trump y los Le Pen, y es exactamente lo que han venido haciendo las grandes potencias mundiales durante muchas décadas. Bombas. Muchas bombas.
Según los cálculos del coronel Jenns Robertson, entre 1965 y 1975 se arrojaron 456.365 bombas sobre Camboya, Laos y Vietnam, con el resultado final que todos conocen. Millones de personas fueron masacradas, Vietnam ganó la guerra, continuó siendo comunista y recientemente firmó un acuerdo comercial con Estados Unidos. En el último año, Estados Unidos ha arrojado más de 8 millones de dólares por día sólo en bombas sobre Siria y este año180 millones diarios en Irak, y lo mismo se puede decir de Francia, de Rusia y de otras potencias que nunca se bombardean entre ellas por más odio que se profesen. Ahora, ¿estamos mejor que antes de la intervención en Irak, en Siria y en otros países?
Incluso el higiénico programa de bombardeos con drones, que asegura que ha eliminado a varios terroristas, no dice los miles de víctimas inocentes que han sido sacrificadas como efectos colaterales. Por cada terrorista que se ha eliminado, diez han surgido alrededor, porque sería mucho pedir que los millones de familiares que han perdido a alguien bajo los bombardeos, sin excepciones, decidan responder con flores. Si se hubiese invertido esos trillones de dólares que en los últimos diez años se han gastado en guerras (el PIB de cualquier país grande, como Brasil o Francia) en alimentos, industrias y escuelas, hoy el mundo, que nunca fue ni será perfecto, sería otra cosa. ¿Las otrora potencias esclavistas y coloniales creyeron que invadiendo países en África y Asia, exterminando poblaciones enteras, imponiendo dictadores a los largo del siglo XX y más acá, iban a recoger amigos y aliados?
Para alguna gente culta y razonable, como el gran músico uruguayo Jorge Drexler, el problema del terrorismo no se explica ni se soluciona apelando al factor económico. Claro, como en política, es el pueblo el que vive la pasión y otros los que se reparten los beneficios (bastaría con ver cómo subieron las acciones de los fabricantes de armas). Si ponemos el foco en lo que ocurre en Paris y en Siria, difícilmente se pueda pensar que quienes se inmolan en nombre de Alá están buscando un beneficio económico. Sin embargo, seríamos miopes si nos quedásemos en esa perspectiva tan reducida.
Los conflictos entre las potencias Occidentales y los países periféricos han sido y son básicamente conflictos de poder, y la economía es una parte fundamental de todo poder. Nadie puede explicar la tortura y desaparición de miles de disidentes en América Latina sólo apelando al sadismo de algunos generales. Nadie puede explicar las frustraciones y el odio de algunos musulmanes sin considerar una larga historia de humillaciones y manipulaciones por parte de las potencias occidentales.
Por otro lado hay patrones históricos: ninguna tribu o país americano invadió nunca Europa, pero europeos y colonos invadieron, robaron y exterminaron durante siglos a los salvajes que no entendían qué era la civilización. De hecho las primeras armas bacteriológicas en este continente fueron usadas por los civilizados, en forma de ropas y sábanas infestadas de viruela que enviaban como regalos. Salvo lejanos y esporádicos ejemplos como los de Aníbal y de los musulmanes que gobernaron España por ocho siglos, los países africanos no tenían costumbre de invadir, saquear y esclavizar Europa.
Cada tanto se intenta demostrar que la ocupación islámica en España no fue tan tolerante como dicen algunos académicos, pero lo claro es que antes que moros y judíos fuesen expulsados por los Reyes católicos (como no hicieron los moros con los cristianos) la población judía, que por razones obvias apoyó la invasión musulmana, se multiplicó varias veces en este tiempo y luego de 1492 fue reducida a lo que es hoy, unas pocas decenas de miles.
Un argumento recurrente a la demonización del otro se refiere a un defecto de nacimiento del islam, ya que es una religión que acepta y promueve la yihad, como si el islam hubiese inventado la violencia religiosa en el siglo VII, como si siglos posteriores de cruzadas e invasiones europeas y americanas a lo largo y ancho del mundo nunca hubiesen sido justificadas recurriendo a un dios cristiano. Ni que hablar del terrorismo religioso que se extendió por largos siglos, con cristianos quemando cristianos en Europa o infieles salvajes en América y en África, por no entrar a hablar de recientes ejemplos, como el Ku Klux Klan, como Timothy McVeigh, Eric Rudolph o Anders Breivik.
Ahora, ¿sólo el Corán incluye preceptos violentos? Antes que el pacifista hijo de Dios recomendara amar al prójimo y a los mismos enemigos, el padre había ordenado exterminar los pueblos que se pusieran en el camino de su pueblo elegido. Alguna explicación teológica debe haber para tan radicales cambios de humor del Creador. Según el Antiguo testamento, Dios ordenó a su pueblo destruir sin piedad a todos los pueblos que él les entregue (Deuteronomio 7:16), esclavizar todas las ciudades si se entregan y si no exterminarlas hasta que no quede nada que respire (20: 10) matar a los habitantes de Sodoma y Gomorra (niños incluidos, por lo cual no es raro que Truman haya decidido arrojar dos bombas atómicas sobre doscientos mil inocentes o proponer, como lo hacen varios pastores protestantes, matar a todos los gays), matar a los que trabajen los sábados (Números 15:32), matar y beber la sangre de los enemigos (23:24), conquistar tierras y matar a todos sus habitantes (7:2); matar a todos los que tengan religiones diferentes (17:2), matar a pedradas frente a la casa de su padre a la mujer que no llegue virgen al matrimonio, (Deuteronomio 22: 21).
Bueno, la lista es interminable. Ahora, ¿vamos a deducir que todo judío o cristiano es un potencial terrorista porque sus religiones se basan en libros que contienen estas y muchas otras atrocidades? No, porque se juzga al cristianismo desde una perspectiva historicista, mientras que se asume que el islam es inmutable y se lo juzga por su “esencia”. Ni siquiera se considera que los terroristas no suman ni el uno por ciento de más de mil millones de musulmanes. Tampoco se considera que si comparamos el número de víctimas de las guerras provocadas por motivaciones o justificaciones religiosas, la violencia cristiana (la religión del amor) solo en el último siglo ha dejado varias veces más muertos que los musulmanes (100 millones vs. 2 millones, según el profesor de Michigan John Ricardo Cole).
Claro, podemos discutir muchos aspectos de este problema. Lo que no parece estar en cuestión es el astronómico nivel de odio que han ido creando estos conflictos. Odios que se pueden percibir hasta en las opiniones de gente decente, no sólo recurriendo al insulto sino a los deseos de muerte y aniquilación. Si éstos pertenecen a países dominantes, les basta con seguir apoyando las mismas políticas internacionales de odio con los ejércitos más poderosos y más caros de la historia. Si este odio procede de aquellos que no disponen de estas bendiciones de la civilización, ya sabemos a qué echarán mano.
Nada más alejado para un humanista como yo de los fanáticos islamistas. No espero ninguna comprensión de esa gente. Espero que aquellos que comparten nuestra tradición basada en el humanismo y la ilustración no se dejen seducir por lo peor de Occidente, que no se distingue en nada de lo peor de Oriente.
(*)Jorge Majfud Albernaz, nació en Tacuarembó (Uruguay) el 10 de setiembre de 1969. Se graduó en Arquitectura en la Universidad de la República de Uruguay en Montevideo, y se doctoró en Literatura Hispánica en la Universidad de Georgia en Estados Unidos. Ha sido profesor en la Universidad Hispanoamericana de Costa Rica, de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Georgia y en la Universidad Lincoln de Pennsylvania. Ha escrito varios libros que fueron traducidos a distintos idiomas. Colabora en numerosos periódicos y emisoras de radio a ambos lados del Atlántico. Reside en Estados Unidos.
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