LUIS OSVALDO DINI / Escrito de Tomás de Mattos

Nadie que haya vivido en Tacuarembó en las últimas décadas puede poner en duda que uno de nuestros ciudadanos que ha probado una mayor capacidad para superar una situación extremadamente adversa es Luis Osvaldo Dini. Este reconocimiento lo hago con suma convicción, a pesar de que Luis representa las antípodas del pensamiento político que me ha guiado durante toda la vida. El suyo ha sido un pensamiento conservador y conformista que lo llevó a tomar, en su momento, decisiones absolutamente incompartibles. Por ejemplo, aunque su actuación jamás fue indigna, aceptó integrar los últimos años del Consejo de Estado. Debo precisar, sin embargo, que con Luis hemos sido y somos entrañables amigos desde nuestra infancia, más allá de rivalidades que hemos debido soslayar. La primera fue la deportiva: él, bolso; yo, manya. Por más que hayamos coincidido en la adhesión a la selección de Tacuarembó y en la admiración –que me perdone Rafa Cotelo– por el Rampla Juniors de Ángel Omarini, el Peta Ubiña y Domingo y Félix Pérez.

Luis nació sin piernas. Su padre, el químico Dini, un prohombre de Tacuarembó, que ya había establecido una farmacia, líder en su ramo, y una radioemisora, la radio Zorrilla de San Martín, quien bien podría ser otro ejemplo de superación de la adversidad para esta columna, resolvió educarlo como si fuera un niño enteramente normal. Y así aprendió a comportarse Luis: a no reconocer diferencia alguna con los demás.

Nuestras familias eran amigas y casi vecinas. Nos conocimos desde siempre, pero nos integramos mucho más en nuestros años liceales, yendo al mismo colegio, que los jesuitas habían establecido en una quinta que un próspero escribano había comprado para su hijo, precozmente fallecido cuando niño. El colegio era un vergel; los alumnos teníamos a nuestra disposición varias canchas. Luis y yo éramos medio pupilos; es decir, de tarde teníamos estudios controlados. Las actividades de la tarde terminaban con una merienda y con un recreo largo que usábamos para jugar el principal partido del día.

Increíblemente, Luis, sin piernas, se entreveraba con nosotros. Obviamente, se lo dejaba jugar con la mano. Lo recuerdo que bajaba a la cancha trepado en los hombros, a los que abrazaba, de dos compañeros de su clase. No era despreciado como futbolista; nunca era el último en ser elegido en la pisada inicial. Jugaba enfundado en un pantalón que era como una bolsa de cuero grueso. Arrastrándolo, e impulsándose con las manos, circulaba por todo terreno, aunque le faltase pasto y por más pedregoso que fuera. Siempre me llamó la atención que no usara guantes; por ejemplo, de los de arquero. Muchas veces lo vi, al terminar los partidos, con hematomas y raspaduras en las manos. Una tarde, le propuse esa prevención. Sacudió negativamente la cabeza y me contestó: “Gato con guantes no caza ratón”.

Era pícaro y bastante tramposo para jugar. Siempre jugaba como un entreala izquierdo adelantado. No se arrimaba a las puntas: decía que no tenía desborde. Buscaba desmarcarse pero no temía los entreveros. Menos mal que jugábamos sin árbitro y que la víctima, apoyada por sus compañeros, cobraba la infracción, porque Luis, enredado en los pies de su adversario, aferraba por un instante su tobillo y lo volteaba, en una maniobra artera que, por lo rápida, casi nunca sería advertida por un juez. Cuando sancionábamos el foul, protestaba alegando inocencia y le gritaba al caído: “¡No hagas teatro!”.

No era de hacer muchos goles, pero los daba, poniendo la pelota en los pies o en la cabeza del compañero. Después, se jactaba: “¡Se la pasé como con la mano!”. Terminado el partido, subía a los edificios del colegio, del mismo modo que había llegado a la cancha: aferrado, como un mono, a los hombros de los compañeros, farreando y haciendo chistes o comentando alguna jugada. No sentíamos ninguna diferencia. Lo tratábamos como uno más de nosotros y él nos trataba del mismo modo. Nadie parecía tener presente que no tenía piernas. Esos años le fueron muy felices. Como los de su primera juventud.

Era inteligente e ingenioso y dicen que adoptaba las actitudes de acercamiento más adecuadas con los profesores, pero no descolló en sus estudios. Como si se hubiera propuesto extender hasta las clases el mimetismo, fue uno más del montón. “Puede y debe rendir mucho más”, fue la conclusión a la que, de primero a cuarto, llegaron las reuniones de profesores, pero él no modificó el comportamiento de no exigirse. Cuando terminó los cuatro años de liceo, se lo vio en el centro, de pantalones largos y bastones canadienses, desarrollando una activa vida social. Al llegar la fecha del nuevo inicio de clases, desapareció de la ciudad. Había desechado acudir a los cursos preparatorios de alguna profesión universitaria. Con el consentimiento y el apoyo de su padre, fue a Brasil.

Habrá regresado a los dos años y, con la colaboración de algunos amigos periodistas muy jóvenes, fundó un programa, Adelante, a media mañana, de 10 a 11.30, en la radio Zorrilla de San Martín, que no demoró en imponerse en el medio.

Había cursado en Brasil estudios de radiofonía. De allí importó el estilo descontracturado, informal, desinhibido y confianzudo que lo distinguió durante los años de actividad y que tanto se ajustaba a su carácter y temperamento. Adelante era un magazine muy dinámico, abierto a la realidad nacional, regional, departamental y barrial, que convocaba la atención de todos. No cerraba sus micrófonos a ningún integrante individual o colectivo de la sociedad. No era de nariz respingada; no temía que se lo juzgara populachero.

Los periodistas eran simples vecinos que, como tales, abordaban todos los temas: internacionales, nacionales, regionales o barriales. Durante las transmisiones, Luis se despojaba desinhibidamente de sus piernas artificiales y de sus bastones canadienses. Cualquiera fuese la personalidad que visitara su programa, incluidas las de más alto rango, vestía con atuendo de entrecasa, muy parecido al que usaba para jugar al fútbol durante sus años liceales; es decir, un pantalón bolsa de cuero grueso. En vez de la pelota revoleaba, decidido y con precisión, hacia el compañero o el visitante que debía tomar la palabra, uno de los tres micrófonos que colgaban por encima de la mesa de trabajo. Era su manera de dirigir y sostener el ritmo del programa.

En las horas de piernas artificiales, bastones canadienses y talante afable, intimó con los dirigentes del pachequismo local, quienes lo rodearon, reconociendo su poder de convocatoria. Terminó integrándose al Partido Colorado pero, aunque de tanto en tanto dejaba escapar, sobre todo en las entrevistas con oyentes de barrio, alguna hilacha de proselitismo pachequista, supo preservar un clima de imparcialidad periodística para su programa. Por ejemplo, jamás lo oí emitir un brulote antifrentista. En consecuencia, Adelante se mantuvo para todos los partidos políticos, cuando agendaban las visitas de sus principales figuras y debían promover sus actos como una instancia insoslayable.

Las vicisitudes de la existencia han sido muy crueles con Luis. Desde hace años permanece confinado en su casa, completamente al margen de la vida social. Un Alzheimer precoz y voraz, que no admite otra resistencia que la mera sobrevivencia, lo ha incapacitado para toda actividad. Para colmo, la mala suerte le ha arrebatado a su esposa, a la que se la ha llevado un cáncer prematuro y fulmíneo. Ya no está en condiciones de superar sus carencias y emparejarle a la vida. Pero este presente de desolación no puede quitarle un pasado en el que, pese a su inferioridad física, llegó a ser uno de los más dinámicos empresarios radiales del norte del país.

De Caras & Caretas

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