WASHINGTON BENAVIDES: El trovador norteño (*)

“No hay música culta o popular, hay buena o mala música” – Con el poeta, letrista, ensayista y docente Washington Benavides. Rodeado de cientos de vinilos, libros y casetes, Washington «Bocha» Benavides habla animado. Recuerda a su abuelo colorado -vencedor en Masoller- y su padre folclorista, sus primeras publicaciones en la revista «Asir», la inverosímil quema de su primer libro, «Tata Vizcacha» (1955), cuando ni siquiera se sospechaba un golpe de Estado. Pero además de su nutrida obra, sus letras y poemas han sido musicalizados por Alfredo Zitarrosa (“Chamarrita de una bailanta”, “Como un jazmín del país”, “Guitarrero viejo”, “Tanta vida en cuatro versos”), Eduardo Darnauchans (“El instrumento”), Daniel Viglietti y Héctor Numa Moraes, entre varios otros. A sus 86 años, este Ciudadano Ilustre, Premio Morosoli de Oro y Gran Premio Nacional a la Labor Intelectual acaba de publicar tres libros: «Durandarte, Durandarte» (Yaugurú), ejemplar acompañado por un CD con Numa Moraes, «Rap» y «Diferencias con mirlos», editados por la Universidad del Trabajo del Uruguay. Lejos de abandonar las canchas, Benavides mantiene su escritura intensa y sus clases en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, y continúa su incontenible central poética.

Contrariando “Como un jazmín del país”, en Masoller pelearon su abuelo y su padre.

-Claro, a mi padre le metieron un tiro en la rodilla -una bala de plomo- y él no se dio cuenta, en medio de la tensión. Cuando terminó todo y bajó del caballo, tenía una bota llena de sangre. Era una familia muy especial, de origen leonés. Uno de mis bisabuelos, Manuel Benavidez, peleó junto con [Fernando] Otorgués. Mi abuelo, vencedor de Masoller, tenía un respeto hacia Aparicio… No se podía hablar en su contra. Es más, mi padre y sus hermanos, que tenían un pequeño grupo musical por 1904, tocaban un pericón por Saravia, contra el que luchaban. Esto ofrece una pista de por qué, por ejemplo, un “puente de guitarras fue lo que me trajo al mundo” y, por otro lado, no es extraño si contrapuntean aquí la guitarra de Gavino [Ezeiza, payador] y el arpa del rey David. Es decir, lo culto y lo popular se están entrecruzando permanentemente, y eso es lo que conforma la estructura de mi obra.

Su padre fue un guitarrista y folclorista, al que Lauro Ayestarán le grabó 40 temas en su recorrida por el interior.

-Sí, claro.

O sea que tuvo una formación musical muy temprana.

-Y yo no salí guitarrista porque era zurdo. Para tocar tenía que alterar el orden de las cuerdas o hacerme diestro. Por eso, lo que hice fue estudiar canto con don José Tomás Mujica [exiliado de la Guerra Civil Española], un vasco medalla de oro del conservatorio de Madrid. Él también fue maestro de Héctor Tosar y [Abel] Carlevaro. Aunque, significativamente, yo me inicié como dibujante y pintor, algo que atribuyo al asma, ya que la sufrí hasta la pubertad. De modo que esa enfermedad transformaba mi vida en dos períodos: en verano y primavera era un niño atorrante como cualquier otro, pasaba en el campito, en la sierra y en el monte; pero en otoño y en invierno era un pequeño monje. O sea que aquellos amigos de carne y hueso se transformaban en Sandokan, en piratas, en viajar en el Nautilus. Así había leído a [Charles] Dickens y a [Honoré de] Balzac antes de entrar a la escuela. Además de la radio, claro, que sonaba día y noche. Éstas son las razones de que a los 85 años todavía me considere el más joven de los ancianos poetas.

Desde 2012 hasta ahora he publicado unos 11 libros. La reedición de Hokusai y de Tata Vizcacha, los seis libros reunidos en Como un comanche, del Ministerio de Relaciones Exteriores, Asuntos del falsificador, de Banda Oriental, y estos tres. Siempre cuento una anécdota de mis comienzos: cuando estaba en el liceo con Walter Ortiz y Ayala, éramos unos goliardos, unos vagabundos y pésimos estudiantes, pero pasábamos escribiendo. El excelente poeta Roberto Ibáñez, que trabajaba él solo como inspector de Literatura para todo el país, había implementado por su cuenta algo que ninguno continuó: pedir a los profesores de cada liceo que lo contactaran con estudiantes que gustaran de las letras. Una noche que para nosotros fue inolvidable, Walter y yo le leímos los poemas e Ibáñez nos pidió una copia porque creía que eso tenía que ser conocido. Los dos nos mirábamos sin poder creerlo, porque éramos dos caferatas, habitantes de café y nada más. Y todos los demás compañeros nos miraban réprobos. Así que de pronto, el dibujante tuvo que darle paso al escritor. La palabra dominó todo. Pero esto siempre lo he vinculado con ser un gran lector. Le doy toda la razón a aquella frase de [Jorge Luis] Borges que pedía que no lo juzgaran por lo que había escrito sino por lo que había leído.

Después inició, desde Tacuarembó, un movimiento en torno al canto popular.

-Sí, eso después de haber concursado, haber trabajado en la enseñanza secundaria y haber sido profesor en Santa Isabel del Paso de los Toros.

Hay una buena anécdota de cuando le mandó a Ángel Rama una serie de poemas isabelinos.

-Cuando Rama estaba al frente de la página literaria de Marcha, le enviaba no sólo mis poemas sino también los primeros textos en prosa de Tomás de Mattos (“quiero más de este muchacho extraño”, me escribió una vez). La cuestión es que un joven que trabajaba en el semanario le dijo a Rama: “Qué raro este Benavides, que viviendo allá en el norte, entre las vacas y el campo, se le ocurra mandarte poemas del mundo isabelino y jacobino”. “¿Qué?”, le preguntó Rama. “Estos poemas isabelinos que usted acaba de publicar”, respondió. Rama contaba que lo miró y le dijo: “Benavides vive en Santa Isabel del Paso de los toros, y a los habitantes de Paso de los Toros los llaman ‘isabelinos’”. Parece que la respuesta fue un “ah” seco. Es memorable.

Y tampoco tenía nada extraño si los hubiera escrito, porque en una librería conseguía libros formidables. Ahí había descubierto la primera edición de Mas acá del paraíso, de Scott Fitzgerald, que me dio vuelta la cabeza, y Nadie encendía las lámparas, de Felisberto [Hernández], además de una antología de la poesía inglesa y alemana desde la edad media hasta el siglo XX. ¿Te das cuenta? Esto fue un impacto muy grande, porque en ese momento, a fines de los 50, lo que dominaba a los jóvenes poetas montevideanos era [Pablo] Neruda, [César] Vallejo y [Vicente] Huidobro, y los poetas de la generación española del 27. Por supuesto que para nosotros fueron modélicos, pero por encima de todos ellos la poesía sajona fue fundamental.

A los años se convirtió en el maestro del Grupo Tacuarembó.

-No, siempre me negué a aceptar la idea de ser el maestro; más bien me consideré una especie de hermano mayor.

Pero Darnauchans, Numa y Eduardo Larbanois lo identifican así.

-Sí, además de los dos poetas que sobresalieron: Eduardo Milán, a quien los mexicanos quieren convertir a toda costa en uno más, y Víctor Cunha. También estaba José Carlos Seoane, hoy doctor en lógica y ex decano de la facultad donde vivo. Todos nos reuníamos en mi casa. Darnauchans, con su humor genial, siempre decía: “Nosotros no sólo íbamos a lo del Bocha a participar en la búsqueda de poesía y de música, también íbamos a comer el arroz con leche que hacía Nené [esposa de Benavides]”. Y era verdad.

Si pensamos en esos tres músicos, son muy distintos entre ellos: Larbanois, instrumentista; Numa, folclórico, con muchos ritmos norteños; y el Darno, una suerte de trovador medieval, por buscar una definición. Lejos de una actitud de formateo, los alentó en las características de cada uno, hasta el punto de que lo único que comparten es haber interpretado sus canciones.

-De Darnauchans también está su otro costado de [Leonard] Cohen y [Bob] Dylan, que comparto abiertamente. También Donovan, el trovador escocés. Hay artistas que entran en conos de sombras, y es una infamia que no se recuperen. Las milongas [su libro de 1965] se podría haber llamado de otra manera, como ahora Rap. A mí me interesa llevar a cabo aquello que [Igor] Stravinski llamaba “música buena o música mala”. Porque no hay música culta o popular, hay buena o mala música.

Con Numa fue con el que más trabajó de manera colectiva, más allá de que Zitarrosa haya grabado 23 temas suyos.

-Con él y Numa hicimos, en una trilogía muy especial, Almas y pájaros, que se convirtió en el último disco que hizo Alfredo. Ahí hay cosas suyas y de Numa que son formidables. Por ejemplo, en ese disco Alfredo rockea.

¿Cómo se vinculó con Zitarrosa? Después fue muy cercano, y de hecho integró la comitiva que lo fue a recibir a Buenos Aires, para acompañarlo en su regreso.

-En la década del 60, en las primeras ediciones de la Feria del Libro de Nancy Bacelo, con la que yo estuve muy ligado siempre, uno de los primeros espectáculos fue de Alfredo, Los Olimareños y Ducho [Dahd] Sfeir, en el que cantaron y recitaron textos de un libro mío que estaba por salir, Las milongas. Después él me mandó una carta muy ceremoniosa -la han publicado por ahí-, con membrete que decía “Alfredo Zitarrosa”, en la que me solicitaba la posibilidad de musicalizar “El otro”, una de las milongas. Pero ya la había musicalizado y grabado Numa, así que le respondí que estaban a su disposición todas las demás.

De ahí en adelante tuvimos una colaboración muy grande. La música fue el instrumento de grandes poetas, y nosotros, de alguna manera, intentamos replicarlo. En un disco del Darno –Sansueña-, que contó con la colaboración de ese admirable músico uruguayo que es Jorge Galemire, que fue el arreglador de casi todas las canciones, le ofrecí que grabara dos textos de Porfirio Barba Jacob. Este poeta paisa era considerado en Colombia un poeta maldito. Un tipo que decía, en la década del 20: “fui Eva y fui Adán”, y en otro poema escribía: “Soy un perdido, soy un marihuano. A cantar y a bailar al son de mi canción”. El Darno grabó, entonces, dos textos suyos y otro de José Asunción Silva, “Cápsulas”, a la que le iba agregando y cambiando cosas. Creo que en la última versión incluyó a [Leo] Maslíah. Quiero decir, en esa época tratábamos de encontrar a poetas que respondieran a una búsqueda incesante del mañana. De lo que teníamos que escribir y cantar mañana, no hoy.

-¿Cómo era este proceso junto a Zitarrosa?

-Era increíble. Porque Zitarrosa, en realidad, fue el que le dio el espaldarazo a todo el Grupo de Tacuarembó. Un día fue a mi casa, y mientras tomaba mate escuchaba sorprendido a los integrantes del grupo. Después les dijo a todos: “Muchachos, si me lo permiten, yo voy a grabar las canciones de ustedes. Y a su vez, les aseguro que voy a conseguir grabadoras para sus temas y discos personales”. Y así fue. Fíjate que hay un disco de Zitarrosa que se llama Desde Tacuarembó; ya eso te da una idea de la vinculación que tuvo. Además, era un tipo muy especial: cuando algo lo emocionaba mucho se le caían las lágrimas. Y en esa foto [señala un retrato a su espalda] está llorando y tomando mate. Los integrantes del Grupo Tacuarembó estaban serios y nerviosos por su visita.

(*) Fragmento extraído del reportaje de la periodista Débora Quiring en

ladiaria.com.uy (19.5.15)

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El “Tata Vizcacha”…

-“Lo que es yo, nunca me aflijo y a todito me hago el sordo”: en Tata Vizcacha (1955, reeditado por Yaugurú en 2012) satirizaba una serie de personajes locales a partir de la moral vizcachera. El libro terminó siendo quemado en la plaza pública por el Movimiento de Acción Democrática [MAD], que lo denunciaba por soviético, cuando su inspiración era Edgar Lee Masters.

-Edgar Lee Masters escribe, entre una cantidad de libros, el fundamental The Spoon River Anthology, con el que fue el primero en inventar un pueblo como Santa María o Macondo, y en el que hace hablar a los muertos del cementerio, quienes cuentan la verdadera historia y no las falsas lápidas. Muchas veces son el marido y la mujer que cuentan la misma historia pero con un color distinto. Yo no maté a nadie de Tacuarembó, pero se me ocurrió versionar las tres clases que conforman un pueblo: los detentadores del poder, como los empresarios, hacendados y políticos; sus seguidores, los adulones; y el pobrerío.

La moral vizcachera es: hacete amigo del juez y no le des de qué quejarse, “pues siempre es güeno tener palenque ande ir a rascarse”. Si habremos visto Vizcachas. En esa época era profesor de Historia del Arte en el Instituto Normal, y aquellos que habían sido mis colegas en el liceo, movido por los mayores de los partidos tradicionales y la iglesia preconciliar, crearon MAD para luchar contra el sovietismo. El que lo encuentre en “el Tata” es un mago. Pero cuando lo quemaron, a plena tarde, en la plaza principal, nadie dijo nada, y eso fue lo más doloroso para mí.

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