“Al querido amigo José, sabiendo que todo lo que le llega [de] Tacuarembó es recibido con la nostalgia que solo un corazón gallego puede cobijar, le enviamos con Ariel esta novela [Bernabé] que nació un día en que –una vez más- se abrió el libro de Ramón P. González. Tbó., mayo de 1989. Tomás de Mattos.”
Ariel… Tomás… dos que se fueron, aquél todavía más prematuramente que éste (hace ya una década larga), ambos amigos y coetáneos entre sí, yo casi tres años mayor y como hermano con Ariel. Ariel (Chabelo) Villa (1947-2004), un tacuaremboense insuficientemente recordado, el insoslayable caratulista de Ediciones de la Banda Oriental… la histórica y valiente editora que publicara (1988) esa primera novela importante –e impactante- de Tomás.
Con Tomás, yo ausente del país por 30 años, nos hemos juntado contadas veces, en mis esporádicos regresos al Uruguay, que recuerde: la primera (años 70) en dicha editora montevideana, la última (2011), en Tacuarembó, ocasión en que tuvo generosas palabras de encomio para mí, en el medio (2007), también en nuestra ciudad, cuando el Dr. Arezo me brindó el honor de entregarle a nuestro escritor la estatuilla del premio Gardel. Porque, en rigor, no puedo decir que fuésemos amigos con Tomasito: San Javier y Ariel mediante, esos casi tres años de diferencia en aquellas tempranas eras son bastantes años. Si acaso podríamos decir que él sí fue amigo mío, con esa amistad implícita que surge, a mi juicio, entre escritor y lector (no, empero, yo amigo de él), amistad unidireccional indiscriminada e inmensurable, raramente recíproca, máxime si no se dio aquel intercambio epistolar que, en épocas pasadas, solía configurar, más allá del hecho comunicacional, todo un género literario.
Si digo que ¡Bernabé, Bernabé! fue algo maravilloso no digo nada nuevo. Esa misma evocación manuscrita que Tomás hace de mi tío abuelo Ramón P. González (Tacuarembó, 1875-1960, Montevideo) le dio una dimensión íntima para quien en aquel momento estaba distante dos mil leguas del país donde se produjeran, más de siglo y medio atrás, aquellos hechos magistralmente narrados y analizados.
Por algo que no puedo explicar -todo esto lo digo en clave harto subjetiva, sin que traduzca opinión erudita de crítico literario, sino preferencia de simple lector- de toda la producción de Tomás, la obra que me quedó singularmente grabada en la memoria fue la tantas veces obviada La fragata de las máscaras (1996), acaso por la original y absoluta variazione del texto de Melville, poniendo por momentos como protagonistas y autorrelatores a los mismísimos esclavos…
Pero también cuánto relato o cuento nos cautivó, amantes como somos de ese género, mucho de él relacionado con nuestro pago. (Honestamente he de confesar que, entre toda la obra tomasiana, sólo El hombre de marzo -2010 y 2013- me quedó en el debe). Otro momento memorable fue el reciente disfrute de Don Candinho (2014), donde el autor recrea el áspero ambiente caraguatense de fines del XIX, a través de la rivalidad comercial entre los pulperos gallegos Castro y Formoso, personajes, junto con Candinho dos Santos, mucho menos presentes que éste, de un insuperable aguafuerte bárbaro.
Por fin llegamos a este –póstumo de 2016- Vida de gallos, que hemos saboreado en toda su complejidad y variedad, a dos días de éste nuestro reciente desembarco en Montevideo. Las nueve narraciones podrían dividirse en hasta tres grupos: a) Con Tacuarembó (1. La raleada sonrisa de la vida y 7. Cuchilla en mano, 2. Vida de gallos y 6. Mr. Fair Play); b) Sobre Bonpland (5. La venda blanca y 8. La ciudadana emperatriz); c) Otros (3. Dos pruebas de adulterio, 4. Un muchacho muy correcto y 9. El duelo sagrado)… siendo no más alguno o algunos de sus personajes comunes lo que nos lleva a relacionar unos relatos con otros, porque también es cierto que todos y cada uno tienen entidad propia y prescindente del otro con el que se puede emparejar.
Permítaseme, entonces, rescatar apenas dos de los cuatro tacuaremboenses, y ello por su directa mención del maestro José Teodoro López (Barcelona, 1817-1881, Tacuarembó), nuestro tatarabuelo Tata López –cuyo panteón tacuaremboense tengo a gala mantener hoy en día que no queda allí nadie de su larga descendencia-; de quien, procede aclarar, Ramón P. González [López] supo ser su nieto materno: en el segundo cuento apenas limitado a una cita, en el primero como pretexto del relato, habiendo Tomás abreviado su nombre a Teodoro López.
Valiéndose de la figura protagónica del Dr. Jiménez Larrobla –muy probable recreación de algún galeno real- nuestro autor desenvuelve dos entrañables historias con innegables visos humorísticos: La raleada sonrisa… y Cuchilla en mano. Y así fue cómo, en La raleada sonrisa…, “una vez más”, como me advertía cariñosamente en la dedicatoria que encabeza estas líneas, Tomás “abrió el libro de Ramón P. González” –Tacuarembó. Su fundación. Hechos históricos. Anécdotas (Montevideo, 1939)- para apoyarse ahora en una de esas anécdotas (páginas 271 y 272) que, firmada por Plinio en su versión precedente de la prensa local, pertenece al propio don Ramón. Y de ella extrae nuestro querido fabulador datos sobre la topografía urbana sanfructuosina, los drásticos métodos correctivos de los maestros y, lo más memorable, el cortejo del preceptor (el segundo que fuera de varones del pueblo, no el primero como dice González, que también erra en el año del suceso al dar 1879 en lugar del correcto 1881).
Porque es el caso que el Dr. Jiménez Larrobla había atendido a López en su agonía (y ahí entra la capacidad fabuladora del narrador) y, al evocar dicho cortejo, calca Tomás la sentencia de un testigo que expresa: “¡Qué gran satisfacción para el pobrecito!”… frase que González, desde el positivismo, cita en clave humorística, porque ¿cómo podría un finado ver su propio entierro y congratularse por el enorme acompañamiento de su féretro? Pero que, desde una visión espiritualista como la de la fe católica, no sería descabellado suponer que D. Teodoro sobrevive en alma y ve omniscientemente todo lo que en este mundo traidor está aconteciendo… particularmente su cortejo fúnebre…
Lástima que no pudimos comentarlo con el gran Tomás –quien debió ignorar que me unía a José Teodoro un vínculo familiar y me hizo, entonces, un hermoso regalo involuntario: otro desencuentro de los muchos con los que nos da rebencazos la vida, y es así cómo hoy, gracias a la hospitalidad de su incansable director, Gustavo Bornia, trasladamos nuestras impresiones a los ocasionales seguidores de estas líneas en Tacuarembó 2000.
Montevideo, enero de 2017.
(*) Una visión fuertemente subjetiva y limitada, especial para TACUAREMBÓ 2000
Sé el primero en comentar