Cuántas veces oímos decir que todo tiempo pasado fue mejor. Nada más lejos del espíritu que me anima. Claro que hay casos en los que la manida frase aplica, pero hay otros en los que no aplica, como también puede suceder que como en la parábola de Rodó sobre una simple base de arena florezca una nueva idea que haga olvidar el pasado inmediato. Pero basta de gre- gre para decir Gregorio si de lo que se trata es de volver al pasado, relativamente reciente para compartir algunas vivencias que nos llenaron el alma, y que tal vez puedan aportar algo a nuevas generaciones que hoy por hoy viven otras realidades.
No crean que no estuvimos valorando cuanto interés podría tener nuestro trabajo ante la realidad de un mundo que marcha en forma vertiginoso por otras vías y formas de comunicación, ante lo cual decidimos continuar, aunque más no sea para revivir cosas pasadas. Todos realizamos nuestras vidas en diferentes contextos, y todos somos en parte fruto de nuestras vivencias. Y para mí “La Comuna” fue nada más y nada menos el ámbito natural en el que transcurrió mi juventud. Mi libre, feliz y espontánea niñez.
“La Comuna” fue un espacio de cuatro manzanas que decidió forestar el primer intendente de Tacuarembó Don Julio Oliver. Fue parte de una medida similar que tomara en el entorno del Parque 25 de agosto y la, por entonces Avenida América, conocida a partir de 1928 como Avenida Oribe. Miles de eucaliptos y álamos fueron plantados en esas cuatro manzanas que a lo largo de la calle República Argentina, hoy Dr. Ivo Ferreira, y Agraciada, hoy Liber Seregni, abarcaban desde la calle Salto, hoy Luis Batlle hasta la avenida antes mencionada, hoy tramo Aparicio Saravia. El área forestada le daba firmeza a esos terrenos tan bajos de la ciudad y a su vez creaban un ecosistema especial. Desde lo visual simplemente, el porte enorme que los árboles fueron tomando con el tiempo, hacían del lugar un sitio casi paradisíaco. Luego los aromas, la cantidad enorme de aves que hacían sus nidos y empollaban sus crías, sumado a la placentera sombra que brindaban lo transformaban en un lugar de paseo inevitable.
Para los gurises que vivíamos en el entorno la comuna era simplemente la extensión de los patios de nuestras casas. Allí aprendimos a driblear eucaliptos, con la caprichosa pelota de trapo primero, hasta la saltarina pelota de goma después. La casa de la abuela Águeda que quedaba enfrente casi que por todo en día pasaba a ser nuestra casa en épocas de vacaciones. Se puede decir que vacacionábamos en la casa de la abuela, por más que nuestra propia casa no quedaba más que una cuadra más arriba.
Allí conocimos a un señor al que apodamos “el carbonero” porque en temporadas de invierno acampaba con su carro de carbón desde las primeras horas de la mañana hasta la llegada del atardecer, así sucesivamente, para cambiar su oferta en el verano cuando aparecía con su carro con un nuevo colorido, verde oscuro, verde sandía, lo parapetaba y sobre una baranda partía una sandía de muestra, voceando de a ratos “sandías caladas y coloradas”. Apenas acomodaba su puesto de venta nos acercábamos los gurises a saludar a Don Silva, que así se llamaba, con la consabida respuesta… ¿entonces gurí? El saludo era una simple costumbre que el puestero seguía sobradamente sabiendo que nuestra “atención” era muy interesada esperando el momento en que el hombre cortara una tajada y nos invitara a degustar. En realidad, su público no éramos nosotros, ni el vecindario, su público eran los veraneantes playeros que rumbo al monte pasaban por allí y levantaban su sandía.
Hay tanto para contar que nos llevaría mucho tiempo y espacio hacerlo. Porque desde citas amorosas, barras de muchachos que se juntaban para tomarse algún refrigerio juntos, hasta los intelectuales más connotados de la ciudad que llamaban al lugar “Colina del alto viento”, todos acampaban allí. Pero el detalle más interesante quizás sea saber por qué se le conoció con el nombre de “La Comuna”. En realidad quien se llamaba a principios de siglo Calle de la Comuna era la que después fue Agraciada y hoy se llama Líber Seregni. Entre la Calle de la Comuna y la vieja República Argentina corría de sur a norte de la ciudad una zanja que desemboca en el arroyo Tacuarembó. La mencionada zanja se formaba por la afluencia de dos pequeñas vertientes, una que venía del Barrio Diego Lamas y la otra que bajaba de la plaza de la Cruz. Así fue que primero pasó a llamarse al predio forestado granja de la comuna y a la zanja con el mismo nombre. Tal vez haya quedado lo mejor afuera de esta nota, los Lencina, los Cavalheiro, los Nieves, los Núñez, los Cabrera, Fulgencio y Doña Juana y porque no Don Tachini. Que se yo, tanta gente que siempre es el componente fundamental de cualquier paisaje.
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