Recorrer mis calles, en uno de esos días donde el lente a través del que miro la creatividad popular se encuentra magro… aplaca la fraternidad eterna que he tenido cultural y familiarmente con ciertos folclores uruguayos.
Febrero se encuentra de pie y en espera frente a nuestra puerta y carga en su algarabía de verano ese amor engalanado hacia Dios Momo y su murga.
No para todos, ni para muchos, pero con versos apadrinadores del alma para tantos.
Allí donde usualmente pateo con bronca el dolor injusto de vidas tan pobres y del cual recojo entereza bendita de gurises jóvenes, madres y niños… he visto de lejos con serpentinas en medio… que comienzan a pintarse los tablados del barrio.
Los letristas de grado divino, dejan mucho de sus vidas en la creatividad de cada letra y rejuvenecen en hordas ante la algarabía de cada uno de esos pierrots tan barriales, tan aéreos, tan reales… y tan puros.
En aquel bar, se habla junto al hielo tintineante, sobre ni dudar en desempañarse la sonrisa poca, acompañar intensamente la muchedumbre de aquel cuplé en indudable magia; en acomodar la plegable añeja y asomar la cara a la epifanía retirada capaz de arrastrar con ella el maquillaje… y la realidad mágica más triste de los amantes leales a su murga eterna.
La gurisada a lo lejos se visualiza como una noche estrellada. Brillan de ojos, tal vez de algún vino en plástico vaso y rostros empapados en purpurina casera.
Las familias del barrio festejan cual honor de sangre ancestral aquel mágico y fugaz evento.
La murga implica para mi alma un nativo regalo. En mi caso de mi viejo, letrista de alma y costumbres. Cada viaje en familia nos motivaba a entonar las más bellas retiradas del carnaval en la historia montevideana, de cada eterno y popular febrero. Desglosar las letras y rogar agradeciendo a Dios la capacidad de aquellos letristas de poder pintar en palabra tanta belleza y realidad abarrotada.
Magia de mundo, hechizo de cántico, taquicardias tamborileras sin treguas, caderas automáticas que se infiltran al cantar del redoblante, al eco del bombo viejo y a la fuerza del platillo tiznado.
Los tablados del barrio se van pintando. Parecen eternizar cada verano en su momento, vestidos en la magnitud infinita de sus furiosos colores. La añoranza del siguiente brindis entonado, se torna la planificación urgente del siguiente carnaval a Dios Momo protector de la risa y de sus manos en aplausos.
Tardes y amaneceres se encienden los camiones atiborrados de ensayos. De canciones y ritmos. De directores y personajes. Del vino compañero y el alma ufana de todo aquel que, con traje o sin él viste la eternidad amante de un verdadero murguista.
Como murguera que soy; a mi viejo, al Canario, al flaco Jaime, a mis Patos Cabreros, mis Pierrots, mi Reina de la Teja y todo aquel letrista que jamás «olvide lo que resta por hacer»… a ellos dedico hoy… este pobre y opacado homenaje. Hoy… este apagado afecto es mi realidad. Y me disculpo por dejarme entreverlo en ello.
LAURA ROMERO
(*) (título sugerido por Valeria Escribano)
Sé el primero en comentar