Un grupo de vecinos del pueblo de Tambores, liderado por un exmaestro rural, lleva adelante un hogar de ancianos para los trabajadores rurales que no tienen dónde terminar sus días. Un grupo de vecinos del pueblo de Tambores, liderado por un exmaestro rural, lleva adelante un hogar de ancianos para los trabajadores rurales que no tienen dónde terminar sus días. Puede que me quede algún hermano, uno o dos, tal vez. Capaz que me queda alguna tía, yo no sé…».
Las preguntas sobre qué fue de su familia incomodan mucho a Héctor Rodríguez, que habla lento y pausado debajo de un toldo que él mismo armó a pesar de sus 80 años, delante de una mesa de baldosas construida por él, y rodeado de un jardín arbolado que también mantiene podado, porque no tolera estar sin trabajar.
Sergio Barboza, «El maestro», apenas ocho años menor, lo mira recostado contra una pared, escuchando con atención un relato que, aunque conoce de memoria, le recuerda qué fue lo que lo llevó a crear hace más de cuatro años –junto a otros vecinos– un hogar de ancianos allí en Tambores, un pequeño pueblo de 1.500 habitantes en el interior profundo del centro del país.
«Sentíamos que acá teníamos una necesidad muy urgente –cuenta–:la del anciano que se jubila y que no tienen adónde ir». La necesidad de la que habla el exmaestro y director de escuela es la de los peones y trabajadores rurales a quienes, sin familia a la que recurrir, de un día para el otro la vejez les quita lo más preciado de su vida: el trabajo en el campo.
Cuando se jubiló de Primaria en 1998, Barboza sintió que se quedaba con las manos vacías y se puso a hacer cosas. Estudió instalación sanitaria en la UTU durante dos años, y enseguida comenzó a ejercer ese oficio, en la ciudad de Tacuarembó, mientras esperaba que su esposa también se jubilara como maestra.
«Me hice cierta platita, porque la jubilación es muy escasa», cuenta. También porque tenía que financiar los estudios de sus hijos en Montevideo. Pero, cuando se mudaron a Tambores con su esposa -fallecida hace dos años-, la «vocación de servicio», como él llama a ese deseo que no se explica de dónde le provino, lo condujo a trabajar gratis en la Asociación de Discapacitados de Tambores (Adistam) por varios años. Esa ayuda no la consideraba suficiente, y así fue como hace seis años comenzó a conversar con otros vecinos sobre la posibilidad de construir el hogar.
Hoy se reparte el tiempo entre Adistam, en dónde da clases tres veces por semana, cobrando un «sueldo simbólico» de $ 2.600, y el hogar, que visita todos los días sin falta a primera hora de la mañana -para ver qué problemas hubo en la noche-, al mediodía y a media tarde. Aunque comparte la comisión administradora de la casa son siete personas, reconoce -a regañadientes porque no quiere protagonismo en la historia- que él es quien más visita el hogar.
Allí vive gente «muy especial», sin pareja, que la propia vida de campo los va apartando de sus familiares. A ellos, explica Barboza,les llega un momento en que «les gusta estar solos y tener sus cosas». Eso no es problemático hasta que aparecen las dificultades físicas, los accidentes, y el temor de los estancieros ante las visitas de los inspectores de la seguridad social que verifican que no se empleen a trabajadores jubilados.
La casa es una construcción simple, de una planta, pintada de celeste y blanco, que se sostiene gracias al aporte y la solidaridad de una cantidad casi innumerable de vecinos, estancieros, sociedades civiles y empresas de todo tipo. Todo lo que hay en el hogar existe gracias a ese esfuerzo colectivo. El mobiliario entero, por ejemplo, fue donado por «el pueblo»; el cable de la televisión lo proporciona una empresa de Tacuarembó; los alimentos básicos de las comidas de lunes a viernes los envía el comedor municipal; los clubes Rotary y Leones de la ciudad del departamento han proporcionado pañales, el producto más costoso para cualquier hogar de ancianos; muchos estancieros colaboran con el aprovisionamiento de carne y leña; un club de la tercera edad del pueblo ha ayudado varias veces con paquetes de alimentos; un vecino oficia de taxista cuando se necesitan traslados de emergencia; un escritorio de gestión lleva las cuentas de la casa; otro hogar de ancianos del departamento hace poco donó decenas de sábanas; la Intendencia de Tacuarembó actualmente se hace cargo de la reforma eléctrica…
D. Vila
La lista es eterna e inabarcable, porque además hay donaciones que no son materiales, como las de grupos de música y bailes criollos que montan espectáculos en la puerta del hogar, o la de otro vecino, comunicador, que cuando trae artistas para sus programas, los hace pasar por la calle 11 y actuar gratis para los ancianos. «¡Los motoqueros, me olvidé de los motoqueros!», exclamaba Barboza desde el otro lado del teléfono varios días después. Llamó una noche porque se había olvidado de mencionar a Las Panteras del Asfalto, los motoqueros que arman campamentos en Tambores dos veces por año, y que son responsables de gran parte del equipamiento de la cocina del hogar.
Tampoco puede olvidarse del servicio honorario que ofrecen dos médicos del pueblo –Jacobo Blanco y Bruno Valenti– que visitan a los ancianos todas las semanas, y un preparador físico que comenzará a trabajar en los próximos días.
Ponerse en regla
El ruido es insoportable, porque los obreros contratados por la intendencia están reconstruyendo la estructura eléctrica de la casa, edificada hace muchísimos años. Ese paso es uno de los fundamentales que Después de nosotros tiene que dar para obtener la habilitación del Ministerio de Salud Pública.
Otro escollo a sortear es la regularización de la sociedad en la Dirección General Impositiva (DGI), que al momento se resiste a definir este emprendimiento como hogar, y dice que es un residencia. Las nominaciones son bien diferentes, lamenta Barboza en la mesa del comedor, cubierta por un viejo mantel de hule, mientras la mayoría de los ancianos duerme la siesta. «En un caso nos exigirían muchos más impuestos, y nosotros apuntamos, además, a una eventual exoneración», dice.
Ese no es un problema menor. Las cuentas de la casa, aunque suelen cerrar con números verdes, tienen un estrecho margen. Los nueve ancianos que duermen hoy aquí, donan el 80% de su sueldo, el límite que impone el Banco de Previsión Social. Eso supone un promedio de un ingreso mensual de $ 70.000, pero los gastos llegan casi a $ 60.000, e incluyen lo que las donaciones no cubren: la necesaria compra de leña en invierno, la enorme cantidad de medicamentos, pañales cuando faltan, y el pago a las cinco empleadas del hogar.
Por eso es que también se recurre a la realización de actividades de beneficencia, como parrilladas al aire libre, venta de tortafritas o incluso carreras de caballos. La última de estas fue un asado de pollos del que participó todo Tambores.
Combate a la pasividad
«Jugamos a la conga por dos pesos, y nos divertimos mucho, m’hijo. Claro que nos divertimos», dice María Francisca Silveira (72), al resguardo del sol de abril que ese jueves parecía de enero, sentada en el jardín, luego de interrumpir el discurso lento y melancólico de Héctor Rodríguez. Tiene una mano encima de la otra, un gesto que Barboza había descrito minutos antes como «terrible» y simbólico de la pasividad que atrapa sobre el final de la vida. A esa actitud, entiende, hay que escapar.
Por eso se organizan juegos, loterías, y se da total libertad a los ancianos cuando quieren colaborar con las tareas domésticas, como hizo Rodríguez y como acaba de hacer Silveira al doblar varias prendas que una empleada había dejado al lado de su silla.
Esta mujer llegó hace dos años porque, si bien tiene tres hijos que se ocupaban de ella, vivía sola en Piedra Sola –a 27 kilómetros de allí–, y por las noches tenía «miedo». Viuda y con una jubilación muy magra, no dudó en mudarse cuando escuchó de esta posibilidad.
Envuelta en una manta Nélida Roja (84) sale al jardín e interrumpe la escena, porque los obreros la despertaron de la siesta. Está malhumorada y abrigada como si no sintiera el denso calor de las tres de la tarde. Tiene cuatro hijos y un esposo que ella dice que se casó con otra. Ya no la visita más, se queja, y todos se ríen porque no es cierto.
«Cómo dice –la rezonga Silveira– si viene casi todos los días, barre, prepara el mate y hasta ayuda con la cena». Barboza le recuerda que en ocasiones se queda a dormir. «Pero yo quiero que me arregle los dientes –dice Roja, ya sonriente-, o que me compre unos nuevos».
Ajeno a la conversación del jardín, sentado en el comedor que quedó libre, está Elder Venini, un exvendedor ambulante que casi no habla. Con los brazos contraídos, una oreja pegada a una radio. tiene los ojos perdidos y la boca entreabierta. Tiene un hermano que lo visita cada tanto.
Más cerca de Tacuarembó que de Paysandú
Tambores, un pueblo de de 1.561 habitantes según el censo de 2011, se encuentra exactamente en la frontera entre Paysandú y Tacuarembó. El hogar Después de nosotros está del lado sanducero, pero la cercanía de 38 kilómetros con la capital de Tacuarembó, en contraste con los 208 kilómetros que lo separan de la ciudad de Paysandú, hace que haya más vínculos y más estrechos con las instituciones tacuaremboenses.
Extraído de: elobservador.com.uy
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