Entre sus últimos y más exitosos hitos, han consolidado un pánico mundial, una pandemia de “acoso científico-mediático” llamada coronavirus, que describe un riesgo real pero mucho más débil que lo creído, y que además introyecta un miedo global de terror sanitario altamente funcional al control y manipulación política que, junto a la obsesión paranoica por la seguridad, son los más efectivos medios de fomentar la supresión de libertades, garantías, derechos y democracias en el mundo contemporáneo.
Por último, detalle no menor, el desarrollo de esta pandemia habilita el terreno para lucro de las industrias químico-farmacéutica y petroquímica, incluida la infame fabricación de armas bioquímicas bélicas y terroristas (probablemente en el origen de la pandemia actual, como de otras anteriores).
Nos basaremos en cifras internacionales de primerísimo nivel (OMS) y en opiniones de especialistas de formación, experiencia y bibliografía inmejorables (Pablo Goldschmidt y Francis Boyle) para tratar de profundizar sobre cada uno de estos temas planteados.
Coronavirus: riesgo real pero débil
Para que un evento acapare por tantos días y globalmente las columnas de noticias, los paneles de debates y la conversación cotidiana, debería haber una justificación. Y la hay, pero no es la del tamaño del riesgo enfrentado con el nuevo virus, sino la de la utilidad político ideológico del miedo construido y la del negocio actual, pero más que nada futuro, que la terapia del virus, sus efectos y consecuencias habilitarán.
De modo general, lo que la gente es llevada a creer no refleja realidades, sino, más que nada, terrores profundos aprovechados e intereses comerciales o político ideológicos reproducibles masiva y mediáticamente. Un ejemplo: en los países desarrollados y estables la tasa de suicidios es 25 veces más alta que en los pobres e inestables; la velozmente desarrollada Corea del Sur tenía, en 1985, 9 suicidios cada 10.000 habitantes; hoy la tasa subió a 30.
Hay una creencia generalizada en el aumento explosivo de la violencia en el mundo, aunque esté probado que lo verdadero es lo contrario. Por ejemplo: la violencia en las sociedades agrícolas anteriores al siglo XX causaba el 15% de la mortalidad, en el siglo XX desciende fuertemente a solo el 5%, y en lo que va del siglo XXI, produce solo el 1% de la mortalidad global. También es equivocada la creencia de cuál es el ranking de las causas de la mortalidad violenta en relación con otras macrocausas.
Por ejemplo, en 2012 hubo 56 millones de muertes y queda claro que lo que mata más gente son las consecuencias de la obesidad (3 millones, 5,6%, por lo que “McDonald’s mata más que el ébola o Al Qaeda”, al decir de Yuval Harari en su reciente best-seller Homo Deus), mientras que en segundo lugar se ubica la diabetes (1,5 millones, 2,8%), en tercero el hambre y desnutrición (1 millón, 2%), cuarto los suicidios (800.000, 1,4%), y le siguen en la lista el crimen (500.000, 0,8%), las guerras (120.000, 0,2%) y muy lejos en la lista está el terrorismo (solo mató 1.200, un 0,012%).
No es lo que generalmente se cree. Pues tampoco es así con el coronavirus ni con las epidemias ni pandemias en general. Pese a la aparición reciente de las armas bioquímicas de destrucción potencialmente masiva, nuestros riesgos actuales en materia de enfermedades no se comparan con tiempos antiguos. La peste negra, alrededor del año 1330, mató entre 75 millones y 200 millones, la cuarta parte de la población de Eurasia. En 1520, una flotilla española esparcía la civilización con la cruz y la espada, pero más que nada la viruela, que en nueve meses mató a 14 millones de los 22 millones de aztecas.
Cuando el célebre capitán Cook llegó a Hawái, en 1778, los 500.000 locales fueron expuestos a la gripe, la sífilis, la tuberculosis, el tifus y la viruela. Como secuela de ese desembarco de la civilización, la fe y el progreso, en 1853 solo sobrevivían 70.000 de los 500.000 hawaianos. Hoy ya no nos pueden pasar estas cosas. Cualquier amenaza epidémica o aun pandémica es frenada o eliminada en muy poco tiempo.
Pero veamos, no ya la relatividad de las muertes epidémicas respecto de otras causales, sino la mortalidad relativa del coronavirus respecto de otras infecciones: el coronavirus ocupa el lugar 17 en riesgo, con una mortalidad menor que la fiebre amarilla, tres veces menor que la malaria, cuatro que el sarampión, seis que la meningitis, cólera y tifus, siete que la tos convulsa, nueve que el noravis (vómitos infantiles), 15 veces menor que la gripe estacional, 20 que el rotavirus y shigielosis (diarreas infantiles), 30 veces menor que malaria, vih/sida y neumonía, 40 veces menor que la hepatitis B y, por último, una mortalidad 50 veces menor que la del sarampión. ¿Es para poner el grito en el cielo por sobre todas estas infecciones, tanto más graves, importantes y actuales? Al menos, es torcer la mirada y el foco de la gente y de los gobiernos hacia lo menos importante, tanto más desatendido que este terror de moda.
¿Por qué focalizar entonces al nuevo coronavirus recién detectado en público (porque se sabe que existía desde 2012, en Arabia Saudita) frente a otros brotes y surtos simultáneos, tan o más letales? Listemos: brote de ébola en el Congo (enero); mers en Emiratos Árabes, fiebre lassa en Nigeria, fiebre amarilla en Uganda, dengue en Chile, paperas en Arabia Saudita y dengue en islas francesas caribeñas (febrero); paperas en República Centroafricana, mers en Qatar, sarampión en República Centroafricana (marzo).
¿A alguien le importó? ¿Hubo alguna prensa global que focalizara en estas epidemias a veces mucho más riesgosas y letales que el coronavirus de moda?
El negocio sucio del pánico
El científico argentino Pablo Goldschmidt reside desde hace 40 años en Francia y recorre el mundo como voluntario de OMS. Autor de La gente y los microbios. Seres invisibles con los que convivimos y nos enferman (2019), es diplomado en farmocinética, farmacología clínica, neuropsicofarmacología, farmacología de antimicrobianos, virología fundamental y biología molecular.
¿Qué es lo que dice este especialista sobre el coronavirus? Ni más ni menos que se trata de un pánico infundado, innecesario y contraproducente, cobardía de políticas públicas. Dice que todos los años hay miles de muertos por neumonía y que muchos de ellos pueden haberse debido al nuevo coronavirus, ya que no se había testeado hasta 2020 en China esa posible causalidad. Por ende, epidemiológicamente, no se posee una línea de base contra la cual medir la evolución de la infección. Y agrega que lo que hay es un ‘acoso científico-mediático’ que produce miedo útil psicopolítico y abre campo para futuros lucros terápicos diversos.
Dice que el virus, en cuanto tal, es lo de menos; que lo que más pesa para las consecuencias en la transmisión, morbilidad y mortalidad son las ‘cerraduras’ celulares donde se prende el virus y los reactomas de defensa, ambos genéticos; en segundo lugar el estado sanitario de los posibles receptores del virus; y en tercer lugar el equipamiento y la formación de las instituciones y personal de atención a los casos. Y que estos tres factores deberían ser el centro y no protocolos aterrorizantes que pueden poco.
Dice también que la saliva es mucho más responsable de la trasmisión de meningitis y sarampión. Que el pánico es porque los decisores políticos no quieren arriesgar la minimización de las medidas porque los pueden acusar de insensibles, inactivos y pasivos; “porque si usted no hace lo que supuestamente tiene que hacer, hace un disparate, que puede ser hasta delito, que le cuesta político-administrativamente; pero si abusa de las medidas, no importa”.
Adelantemos, antes de pasar al subyugante científico británico Francis Boyle, que las únicas cosas que justifican en parte el pánico social, la monotematicidad mediática y los ceños fruncidos políticos son: la alta tasa de contagio posible, que es casi todo lo que se puede prevenir; la transmisión por portadores asintomáticos; la novedad del virus, que reina ante la inexistencia de vacunas (aquí una de las madres del borrego) y de protocolos de atención probados; y por último la inexistencia de anticuerpos naturales para un virus de origen animal, aunque sintéticamente ‘tocado’ para volverse arma bioquímica, que, robada o escapada, constituye todas las últimas pandemias según nuestro próximo especialista transgresor, el Dr. Francis Boyle.
Pandemias virales y testeadas
Doctor en Ciencia Política por Harvard y en Derecho Internacional en Chicago y Harvard, Francis Boyle publicó Biological Warfare and Terrorism (2019) y había escrito el ensayo best-seller The Great Bird Flu Hoax (2009), en el cual relata cómo George Bush Jr. alertó sobre que la gripe aviar tendría entre 200.000 y 2 millones de víctimas en Estados Unidos. Finalmente no hubo ni una sola, pero se compraron 20 millones de Tamiflu, medicamento fabricado por un laboratorio del cual era parte su secretario de Estado, Donald Rumsfeld.
Boyle presidió en 1972 la Comisión de Armas Biológicas de Estados Unidos, con especial énfasis en la inclusión de armas bioquímicas sintéticas o modificadoras mejor transmisibles o más letales que las originales orgánicas de base. Redactó en 1989 la Ley Antiterrorista de Armas Biológicas. Pues bien, opina que todos los surtos (ébola, sars, ántrax y también el coronavirus) son producto de fugas o robos de los laboratorios de máxima seguridad donde se fabrican, modificando virus animales, armas bioquímicas bélicas o terroristas.
Concretamente, en cuanto al coronavirus, dice que fue descubierto en Arabia Saudita, exportado por consejo americano al laboratorio canadiense de armas bioquímicas de Winnipeg, donde investigadores chinos lo habrían robado y llevado al principal laboratorio chino bioquímico, el de Wuhan (¿les suena?). Ahí apareció el coronavirus públicamente reconocido, que investigadores indios, junto a Boyle, describen como cepas sintéticamente alteradas del virus animal, pero mezclado con VIH y mejorado en su transmisibilidad aérea y su supervivencia en superficies.
Lo del título: el coronavirus tiene un riesgo cierto, pero débil y mucho menor que tantos otros presentes en el mundo, con pánico injustificado. La acción de los diferentes estados es parte del mecanismo de control sociopolítico comandado por la psicosis de inseguridad y la sanitaria: el miedo aísla, reduce solidaridad, clama por supermanes autoritarios y por legislaciones y ejecuciones marciales.
Además, es un gran negocio de especialistas, políticos y quizás periodistas que juegan el papel de Bush con la gripe aviar. A prevenir, pero sin pánico, que la probabilidad de tener síntomas superiores a los de gripes comunes es bajísima, la de precisar atención, menor aún, y la mortalidad alcanza el 2% promedial y entre gente con predisposición genética (cerraduras, reactomas), o con debilidades orgánicas fuertes coyuntural o estructuralmente, o que haya sido mal atendida por déficits de equipamiento o formación del personal.
Nada de pánico, entonces. A no tragarse la pastilla; a usar la viveza criolla para no comerse todas las pastillas que la prensa nos ofrece para su lucro; a informarse más allá de lo que nos meten. El riesgo es real pero débil, y el pánico facilita controles antidemocráticos y negociados con su bolsillo. Ojo.
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