Las raíces americanas del nazismo / Por Jorge Majfud (*)

Si eres rubio, perteneces a la mejor gente de este mundo. Pero todo se terminará contigo. Tus antepasados han cometido el pecado de mezclarse con las razas inferiores del sur. Como resultado, las mejores cualidades de los rubios, pertenecientes a la raza creadora de la mejor cultura, se ha ido corrompiendo, sobre todo aquí, en Estados Unidos”.

Así comienza el New York Times su artículo destacado del 22 de octubre de 1916 basado en el nuevo libro de Madison Grant The Passing of the Great Race (El final de la Gran Raza) quien, “en palabras mucho más científicas”, alerta del fin de la raza rubia a manos de los blancos de pelo castaño y, peor, de los de pelo castaño de piel oscura. Según el autor, el problema de los nórdicos era que no disfrutaban del frío y preferían el calor y la calidez soleada del sur, pero sólo podían subsistir en estas regiones tropicales como dueños de las tierras sin tener que trabajarlas.

Los habitantes de India hablan la lengua aria pero su sangre ha perdido la calidad del conquistador. El autor, en una de sus conclusiones más moderadas, descubre que la solución está en las prácticas del pasado. “Ninguna conquista puede ser completa si no se extermina a las razas inferiores y los vencedores llevan a sus mujeres con ellosPor estas razones, los países al sur del cinturón negro de Estados Unidos, y hasta los estados al sur de Mississippi deben ser abandonados, es decir, libres, dejados a la suerte de los negros”.

Las ideas de superioridad de la raza blanca para explicar y justificar el imperialismo moderno fueron moneda común durante el siglo XIX en ambos lados del Atlántico, generaciones antes que apareciera la excusa del comunismo. En Estados Unidos, las justificaciones científicas eran necesarias para mantener a su numerosa población negra (primero como esclavos y luego como ciudadanos segregados) en el lugar que supuestamente les correspondía según las reglas del orden, la civilización y el progreso.

Ya avanzado el siglo XX, los memorandos y los  informes de diferentes políticos, senadores y embajadores continuaron con esa tradición. El jefe para América Latina y eventual embajador, Francis White, durante décadas escribió reportes y dio conferencias a futuros diplomáticos explicando que “con algunas excepciones, los gobiernos de América latina, sobre todo aquellos en los trópicos, poseen muy poca sangre blanca pura y mucha deshonestidad”.

Para White, Ecuador era un país retrógrado porque tenía “apenas cinco por ciento de sangre blanca; el resto son indios o mestizos”. Su consejo a los futuros cónsules y embajadores que lo escuchaban en una conferencia en 1922 fue: si les toca un país de indios, sepan que “la estabilidad política está en proporción directa a la cantidad de blancos puros que ese país posea”.

Según Grant, y según muchos otros, la raza blanca ha sobrevivido en Canadá, en Argentina y en Australia gracias a que ha exterminado a las razas nativas. Si la raza superior no extermina a la inferior, la inferior vencerá. “Por mucho tiempo, América se ha beneficiado de la inmigración de la raza nórdica, pero lamentablemente, en los últimos tiempos también ha recibido gente de las razas débiles y corruptas del sur de Europa. Estos nuevos inmigrantes ahora hablan el idioma de la raza nórdica, usan la misma ropa, han robado sus nombres y hasta comienzan a aprovecharse de nuestras mujeres, aunque apenas entienden nuestra religión y nuestras ideas.

The Passing of the Great Race no se convirtió en un best seller inmediato, pero sí en uno de los clásicos del racismo científico del siglo XX que encontrará eco fácil en las élites económicas y en sus aspirantes pobres de raza blanca. Entre sus ávidos lectores se contarán Theodore Roosevelt y Henry Ford, futuro admirador y colaborador de Adolf Hitler, quien lo recomendará. The Boston Transcript publicará que todas las personas pensantes (es decir, blancas) deberían leerlo.

El libro produjo un fuerte impacto en la clase dirigente y ayudó a definir las categorías que los elegidos usaron luego para redactar las leyes de inmigración en Estados Unidos en 1924: arriba se ubica la raza nórdica, más abajo los judíos, españoles, italianos e irlandeses y, aún más abajo, todo el resto de apariencia oscura. Según el autor, “la capacidad intelectual de las razas varía como varían los aspectos físicos de cada una… A los estadounidenses les ha llevado cincuenta años para comprender que hablar inglés, usar buena ropa, asistir a la escuela y a la iglesia no transforma a un negro en un blanco”.

El autor no aclara si los racistas procedentes de las razas superiores no son las inevitables excepciones a la regla, ya que es bien sabido que entre los blancos también existen los integrantes con agudo retardo mental que, por obvias razones, no se consideran como tal y son los primeros en adoptar esta teoría de la superioridad por asociación que no requiere méritos individuales.

Unos años después, en 1924, del otro lado del Atlántico, un soldado en su celda llamado Adolf Hitler leerá con pasión el libro de Madison Grant y comenzará a escribir Mi lucha. Hitler reconocerá The Passing of the Great Race como su biblia.

Cuando Hitler se convierta en el líder de la Alemania nazi, su ministro de propaganda, Joseph Goebbels, leerá con la misma pasión el libro Propaganda, del estadounidense judío, doble sobrino de Sigmund Freud, Edward Berneys. Berneys no inventará las fake news pero las elevará a la categoría de ciencia. Diferente a su tío Freud, probará que estaba en lo cierto cuando, en 1954, por pedido de la CIA, logre hacer creer al mundo que el nuevo presidente de Guatemala no era un demócrata sino un comunista. Como consecuencia de esta manipulación mediática, cientos de miles de muertos alfombrarán los suelos de Guatemala en las siguientes décadas.

El soldado Adolf Hitler no tenía ideas radicales. Tampoco era un pensador radical, sino todo lo contrario: sus ideas y su pensamiento eran de uso común en su época, sobre todo del otro lado del Atlántico.

En Estados Unidos, la idea de una gloriosa raza teutónica y aria amenazada de extinción por las razas inferiores eran moneda en curso durante el siglo XIX, desde los encapuchados del Ku Klux Klan hasta para presidentes como Theodore Roosevelt, pasando por marines y voluntarios que cazaban negros por deporte, violaban a sus mujeres y se divertían justificando las violaciones como forma de mejorar la raza de las islas tropicales. Es muy probable que el nazismo hunda algunas de sus raíces en el sur de Estados Unidos, mucho antes de perder la memoria durante la Segunda guerra mundial.

Diez años más tarde el zoólogo de la Universidad de Berkeley Samuel Holmes propondrá la esterilización forzada de los mexicanos en Estados Unidos (de la misma forma que se había esterilizado a diez mil idiotas sólo en California) para resolver el serio problema racial que significaba disminuir la calidad de la raza estadounidense. “Los hijos de los trabajadores de hoy serán ciudadanos mañana”, afirmaba Holmes.

En artículos sucesivos, repetirá la advertencia hecha por Theodore Roosevelt sobre el “suicidio racial” que encontrará eco no sólo en los miembros del Ku Klux Klan sino en una vasta masa de ciudadanos anglosajones, la que derivará, durante la Gran Depresión, en la persecución de mexicanos y en la deportación de medio millón de ciudadanos estadounidenses con aspecto de mestizos.

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(*) Jorge Majfud Albernaz, nació en Tacuarembó (Uruguay) el 10 de setiembre de 1969. Se graduó en Arquitectura en la Universidad de la República de Uruguay, y se doctoró en Literatura Hispánica en la Universidad de Georgia en Estados Unidos. Desde el año 2003 reside en Estados Unidos donde es profesor de Literatura latinoamericana y Estudios Internacionales en Jacksonville University.

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