En “Como esperando la noche”, Fidel Sclavo, artista plástico y diseñador gráfico, recrea historias de quien fuera su amigo desde la juventud como del emblemático disco “Zurcidor”. Infobae Cultura publica un adelanto
Eduardo Darnauchans Miralles (Tacuarembó, 1953 – Montevideo, 2007) es una de las tantas joyas ocultas que la historia de la música popular uruguaya no se cansa de incubar. Pensemos en los casos de Eduardo Mateo, El Príncipe o Fernando Cabrera, quien felizmente disfruta en tiempo real de cierto reconocimiento en Argentina.
Por su parte, Darnauchans es el prototipo casi perfecto del artista de culto, un secreto que lentamente está saliendo a la superficie gracias a colegas que lo veneran (el propio Cabrera, por ejemplo), periodistas y escritores que conocieron su obra y se volvieron fans (Fabián Casas) y libros como Como esperando la noche (Memorias sobre Zurcidor y Eduardo Darnauchans) de Fidel Sclavo, en el que recrea el clima en que el artista concibió y grabó su cuarto y fundamental álbum, el ya mencionado Zurcidor.
Fidel Sclavo Fernández – artista plástico y diseñador gráfico de renombre internacional, discípulo de Milton Glaser – fue amigo desde la juventud de Darnauchans y su libro es un prodigio de la ya célebre “literatura del yo” aplicada en este caso a la música.
“Como esperando la noche” fue publicado en Argentina por la editorial Vademécum y a continuación se reproducen sus párrafos iniciales:
En la esquina de 18 de Julio y Cuareim, en Montevideo, se encuentra el Palacio Santos, uno de los pocos edificios históricos antiguos que se mantiene en pie. Desde hace años es sede del Ministerio de Relaciones Exteriores. Durante mucho tiempo su fachada estuvo pintada de rosado y blanco. No sabría decir si ahora mantiene esos colores, pero creo que sí. Al menos así lo continúa siendo en mi memoria. Es la única construcción baja, de una sola planta, que existe en 18 de Julio, desde Plaza Independencia hasta el monumento al gaucho, donde nace Constituyente. No es un dato que sea demasiado relevante para este libro, pero quizá sí, en otro sentido. Nunca se sabe del todo.
Era en esa esquina, donde tiempo atrás, cada día estaba el verdadero zurcidor. El personaje original, que inspiró la canción. Un señor bastante mayor que tocaba el violín, algo rudimentariamente, en parte por la precariedad del instrumento y también debido a su estado, que ya no era el que seguramente en otro tiempo fue. Allí, con un sombrero dado vuelta en el piso, recibía las monedas de los que pasaban por la vereda y tuvieran a bien colaborar con aquel buen hombre de un traje venido a menos.
Su historia no se sabía, pero no era difícil imaginarla. En algún momento su vida se quebró y lo poco que quedó fue su violín, un sombrero y un sobretodo largo que conoció mejores épocas, como él mismo. A veces usaba una camisa negra y corbata de rigor, bajo el saco. Víctor (Cunha) tomó alguna fotografía que registra su presencia en aquellos años.
“Tristezas del zurcidor” abre el lado b del disco, en homenaje a quien cada día zurcía en el aire el despojo de una melodía que por un instante volvía a ser construida frágilmente. En el viento del sur, evocando algo de un baile que en vano la tarde intenta acallar.
«Como esperando la noche»
No recuerdo que hubiese un gato en la escena original. Creo que eso fue un agregado de mi parte al dibujar lo que luego se convertiría en casi un logotipo recurrente de programas, afiches y libros: el violinista con bufanda y un gato mirando a cierta distancia. Seguramente una invención. Acaso puse el gato en un callado intento de acompañar de alguna manera a ese digno solitario que pagaba cada día su renta en esa esquina y se sumaba al mapa de desconsolados, más aquí y más allá.
No en vano el violinista eligió esa esquina y no otra. En un edificio que recuerda lo que fue y ya no. Un lugar que se mantiene en pie pese a que le pongan otro nombre y actividad, o vistan de rosa.
Resiste y se queda parado frente al viento y la gente que pasa, sin que en apariencia le importe nada. Sus días han sido otros, pero sigue estando acá. Atrapando peces en el aire con una débil caña de pescar.
Darno siempre puso el foco e iluminó allí, en quién mira desde la calle una cena de Navidad, qué ocurre en el interior de la casa iluminada, el vagabundo que busca en la basura, el ciclista estrellado en la ruta, en quien baila su última danza con desenfado antes de morir, quién busca la luz en la oscuridad o donde no hay, el propietario de botellas vacías, en el dejado de lado, el olvidado, el no querido, el que esperaba otra cosa, el que no tiene o no tuvo, el desconsolado, el que no.
El que una y otra vez no.
El suicida, el pobre Juan de Dios, el que perdió el splint, el juglar que pegó la vuelta y lloró sin ruido, Guillén Peraza sin escudo ni lanza.
Ya no soy del norte, ¿de dónde seré…? Más allá de ese norte, que es Tacuarembó, las referencias al norte siempre tuvieron varios referentes en la conversación que solían ser recurrentes. En primer lugar, “Girl from the North Country”, la bella canción de amor de Dylan donde le pide a quien va para el pueblo del norte, le mande saludos a alguien que fue su amor verdadero y todavía vive allí. Que se fije si todavía ella usa un gabán abrigado que la protegía del viento, si tiene el pelo largo y si todavía se acuerda de él.
El amor perdido, el que quedó allí, inamovible en el tiempo, para crecer apenas un poco más cada vez que es evocado. A dúo con Johnny Cash, cantaban una estrofa cada uno, abriendo el disco Nashville Skyline que al poner la púa en el vinilo, luego del segundo o tercer scratch te llevaba a las puertas mismas del Cielo.
Fidel Sclavo
En segundo lugar, Northern Songs, la compañía editora con que Lennon y McCartney firmaban y publicaban todas sus canciones, como registro para los derechos de autor.
La tercera que recuerdo tiene que ver con una de las primeras canciones de Belchior en Alucinação, su primer disco, donde a manera de presentación enumeraba una serie de rasgos personales, influencias y recorridos que lo habían llevado hasta allí. Entre otras cosas, decía: pela lei da gravidade caí do norte no sul.
Busqué una y otra vez una carpeta que tenía guardada con extremo cuidado; de tapa marrón y una tela símil arpillera en su lomo. Sigo sin encontrarla pero en algún lugar está. Allí había dos cosas particulares y muy queridas. La foto que luego fue contratapa de Zurcidor, de Víctor Cunha, que Eduardo me había mostrado y entregado una noche en el bar Facal, donde escribió en su reverso, a lápiz: a ver cuándo me haces una carátula, gran patán, big patán, Darno. Con esa letra tan suya, y ciertos puntos de contacto con la de Lennon.
La grafología existe por algo, como todas las cosas. Lo otro que estaba en esa carpeta era una colección de hojas blancas tamaño carta que recogían los cadáveres exquisitos que hicimos una larga noche en mi casa de Tacuarembó, junto a Darno, César Caorsi y Eduardo Lavadí, poeta. Estaban los originales con los dobleces del papel para que el otro no viera lo escrito, y también las páginas mecanografiadas luego, pasadas en limpio. En mi memoria, llovía aquella noche, pero puede ser un agregado para justificar que no salimos de allí por muchas horas.
Lo que no tengo dudas es que escuchábamos una y otra vez Evensong, el disco de Amazing Blondel que fue inspiración y alimento no solamente en aquellos días sino hasta hoy.
El disco lo había llevado a Tacuarembó, a lo de Benavides, Carlos Martins, y por diversos motivos terminó luego en mis manos, de manera legal, junto a otro grupo privilegiado en esa época: el segundo de Almendra, doble, que traía “Los elefantes” y “Vete de mí cuervo negro”, Canto Geral de Geraldo Vandré, Les fusils de Anne Vanderlove, ninguno de Branduardi pero sí Fabrizio d´André, el de Milton que trae “Para Lennon y McCartney” y un par del sello Archiv cuando editaba su colección con portada amarilla y tipografía azul: las Danzas de Terpsichore, de Praetorius y dos volúmenes de las Variaciones Goldberg, de Bach.
Escribimos mucho esa noche, donde sucedió eso que sucede a veces con los cadáveres exquisitos: la comunicación perfecta con los ojos cerrados. Nos reímos, abríamos los ojos así de grandes, quedamos mudos de a ratos sin poder creer lo que pasaba, y seguimos así toda la noche.
No encontré la carpeta, pero sé que está. En algún lugar está.
Mi hermana mayor, Silvia, hacía día por medio una tarta con gelatina roja y banana picada. Tenía 14 años y era la manera de recibir a su novio de entonces cada vez que venía a visitarla por las tardes. Se sentaban en un sillón de cuero negro a escuchar discos de Donovan, Moody Blues, Kinks, los primeros Bee Gees, cuando cantaban sobre el desastre minero de Nueva York, have you seen my wife míster Jones, o lo que cada cristiano corazón de león debería saber. El novio en cuestión era Eduardo.
Extraído de: https://www.infobae.com/ (31 de Agosto de 2021)
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