El martes 25 de junio, en ocasión de pronunciar un discurso en los festejos del bicentenario de la fundación de la ciudad de Paraná, capital de Entre Ríos, y muy probablemente al ver ondear ante sus ojos la bandera provincial, que es una réplica exacta de la más difundida de las banderas artiguistas, la presidenta Cristina Fernández dijo: “Esta bandera de Entre Ríos, cruzada por esa franja roja es el símbolo de Artigas vivo en la tierra. Ese Artigas que quería ser argentino y no lo dejamos, ¡carajo!, ¿Cómo pudo haber sido posible? Ay, se me fue. Perdón, se me fue. Pero me da bronca que cuando uno lee la historia ve que desde Buenos Aires le rechazaron los delegados a la Banda Oriental y por eso hoy no somos una sola nación”. Añadió: “¡Cómo tantas cosas que nos pasaron después nos dividieron y nos separaron!”. Y concluyó: “Uno entiende que tenemos que recorrer el camino inverso hacia adentro y hacia afuera”.
Estas declaraciones, que implican un tardío pero justo reconocimiento de la figura de Artigas como prócer argentino y referente primordial de lo que pudo y debió ser su organización nacional, tuvieron una inmediata e intempestiva reacción adversa en personalidades destacadas de la nueva generación de los partidos de nuestra oposición, quienes no se detuvieron a apreciar el valor latente en ese reconocimiento, por lo menos verbal, de que la Argentina debe cesar en su divorcio de la propuesta artiguista.
Entre los críticos de la declaración de la presidenta argentina, figuran algunos precandidatos presidenciales, presidentes de Directorio y legisladores de peso en uno u otro partido.
El diputado Luis A. Lacalle Pou replicó: “No, señora, con todo respeto, pero firme: Artigas es el jefe de los orientales; pensó una Patria Grande, no en ser argentino”.
Otro precandidato, Pedro Bordaberry, objetó: “Artigas no quería ser argentino: quería Provincias Unidas del Río de la Plata, que es algo muy distinto”. Y juzgó oportuno recomendar: “La señora tendría que leer las Instrucciones del Año XIII”.
Como si deseara precisar la falencia en la que concentrar su censura, el senador Alfredo Solari se preguntó a sí mismo y a la opinión pública: “¿Cinismo o ignorancia?”. Al no plantear matices, los extremos entre los que oscila su duda son marcadamente duros con Cristina Fernández.
Luis Alberto Heber, presidente del Directorio del Partido Nacional, asoció esa declaración de Paraná con un contumaz desconocimiento argentino de nuestra soberanía: “Los argentinos nunca admitieron nuestra independencia, desde Artigas hasta nuestros días”. Lo cual le sirvió para denunciar, acto seguido, la causa de nuestras desavenencias actuales: “Esa actitud es la que genera problemas hoy en día”. También dijo que es una sostenida voluntad uruguaya, surgida precisamente con Artigas, que no nos confundamos con los argentinos: “Desde Artigas hasta nuestros tiempos, ningún uruguayo quiere ser argentino”.
El diputado nacionalista Jaime Trobo asoció la supuesta ofensa al patrimonio nacional con las disputas acerca de la argentinidad o uruguayidad de destacadas figuras como Gardel, Onetti y Quiroga. Defendió la orientalidad de Artigas clamando: “¡Basta de zonceras con Uruguay!”. Y, como si no acatara su propio pedido, acto seguido echó un animoso retruco, afirmando que al único héroe nacional rioplatense al que hay que rectificarle la nacionalidad es al argentino: “¿Sabe que San Martín era uruguayo?”.
Hubo quien, ya no recuerdo dónde lo leí u oí, utilizó la expresión ‘delirante’. Los pocos historiadores consultados no acompañaron la tesitura asumida por los legisladores.
En suma: un abigarrado coro de políticos blancos y colorados, en general agrupables en generaciones de recambio, se rasgó con estridencia las vestiduras, compitiendo para ver quién rechazaba con mayor iracundia ese pasaje del discurso de la presidenta argentina en Paraná. No se ahorraron durísimos calificativos –‘cínica’, ‘ignorante’, ‘delirante’-; dieron una enésima y triste prueba de la secular animosidad –yo diría que mucho más montevideana que uruguaya- y trasuntaron estar bastante más alejados de la comprensión del artiguismo que la presidenta criticada.
Confieso que esta reacción me parece marcadamente inconveniente. No sólo porque se desaprovecha, por lo menos a nivel de la oposición, una buena oportunidad de acercamiento y de requerimiento de que, con hechos y no con palabras, se empiece entonces a desandar el camino y a asumirse lealmente emprendimientos de integración, sino también por el desconocimiento demostrado de la personalidad de Artigas y de la originalidad de su pensamiento. Se podría afirmar que las agraviantes expresiones usadas se vuelven, como un boomerang, sobre sus propias frentes.
Se mandó leer a la presidenta las Instrucciones del Año XIII, cuando este documento condensa el proyecto artiguista, centrado no en la independencia, sino en la autonomía de la Banda Oriental como una provincia más de las surgidas tras el derrumbe del Virreinato del Plata.
Se la acusó de no distinguir debidamente entre Argentina y Provincias Unidas, cuando en realidad son designaciones coincidentes de una misma entidad, como lo demuestran el propio texto de la Constitución de esa república y el uso de los dos vocablos que se hacía en la época.
Se le dijo que Artigas era el jefe de los orientales, pero no se atendió en qué calidad lo era, qué soberanía –si provincial o nacional- le había conferido tal jefatura.
Se afirmó que el mayor desvelo de Artigas era la integración de las patrias latinoamericanas en una Patria Grande, pero no hubo el menor intento de pensar cuál era para Artigas la patria a la que pertenecía y a la que quería unir con sus patrias hermanas en un único proyecto político.
Se le quiso enrostrar a la presidenta que Artigas fue el primer uruguayo en regarse a ser argentino.
En realidad, Cristina Fernández se quedó corta, y dos veces: Artigasno quiso ser argentino; lo fue. Buenos Aires no sólo le trabó el ejercicio de su argentinidad al vetar el ingreso de los delegados de 1813 a la Asamblea Constituyente, sino que además siempre pretendió, por las buenas o por las malas, hacerlo desaparecer del escenario político. Baste recordar que llegó a poner precio a su cabeza, tachándolo de ‘traidor a la patria’.
Pero ¿qué nos respondería sobre su argentinidad el jefe de los orientales? Nos dejó dos respuestas tácitas pero inequívocas, cuando rechazó el ofrecimiento de Alvear, primero, y de Álvarez Thomas, después, de convenir la independencia de la Banda Oriental y, por lo tanto, su segregación de las Provincias Unidas. Dos veces esquivó la trampa para sacarlo de Argentina.
Pero también nos legó dos respuestas expresas. Cuando se enteró de que la Convención Preliminar de Paz había acordado la independencia de Uruguay, comentó: “Mi nación ya no tiene a mi provincia y yo ya no tengo patria”. También disponemos de la nacionalidad que se adjudicó, como dato de identidad, al principio de su testamento: “Yo, Don José Gervasio Artigas, argentino de la Banda Oriental…”.
No podemos ignorar, por supuesto, los casi dos siglos que han transcurrido, gestando en la que fue provincia la identidad propia de una nación, pero tampoco podemos echar tierra sobre la verdad de un pasado que bien puede servirnos como un fuerte incentivo de integración.
Tal vez ya no nos sea posible –ni debamos- reconstituirnos como “la sola nación” que fuimos, pero quizá todavía esté a nuestro alcance concertar cada vez en más alto grado, para vivir nuestro destino como si todavía lo fuéramos.
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