ONETTI y LA MAGIA DE EL MAGO / Por Alfredo Zitarrosa (*)

“Decí que lo más importante que ha sucedido en el Uruguay en materia artística, se llama Carlos Gardel” – Hay toda una mitología preparada para sostenerlo. Vive en un apartamento de la calle Gonzalo Ramírez, donde toma cerveza, ciñéndose los pantalones por debajo del abdomen. Su impermeabilidad mítica, su «aspereza», si no bastaran la fama y el malentendido para dotarla de significados que se renuevan, a despecho o a favor de la realidad, viéndolo a él y hablándole, parecen solo unos signos y unos gestos más, manejados a conciencia, una parte significativa de su lenguaje (¿medios o fines del arte?), que apenas alcanzan a encubrir el poco enigmático estrabismo, la ternura y la hombría dulce de este hombre con lentes que es Onetti. En fin, hay que averiguárselas para presentarlo en términos que justifiquen un reportaje más, con un preámbulo completo que lo ponga al alcance de la mano, porque está vivito y coleando, hay que decirlo. ¿Y quién no le teme a Onetti, quién le conversa de algo a ese triste apasionado, aunque se trate de conversar sobre Gardel?

Menuda tarea le tocó, ir a ver a Onetti, escribir sobre tamaña cosa. Cuando le encargaron la nota, primero no contestó; la cabeza le trabajó de varias maneras, y, después que compuso unos razonamientos adecuados, aceptó. Pensó en «la fuerza de realidad que tienen los pensamientos de los que piensan poco, sobre todo cuando no divagan…» (El Pozo. Onetti. Mont. 1939, p. 40). Después quiso recurrir al mismísimo Gardel, pero no pudo evocar ningún tango apropiado para esa circunstancia. Llamó un taxi mientras se autosugería otras frases reguladoras, éstas de su propio ingenio, tales como «ahora sí que estás frito», etc., y con aquella disposición de espíritu indicó la dirección dudosa que le habían dado. Tuvo suerte porque se equivocó y se bajó mal. Estaba oscuro como se debe, prendió un fósforo y tocó el timbre de la primera portería del primer edificio grande que vio, preguntando si ahí vivía Onetti. Cosa sorprendente, vivía ahí. Entonces subió al sexto piso. Verdaderamente, dice que sucedió de esta manera:

Cuando después de varios minutos se abrió la puerta, apareció un individuo alto, idéntico al retrato de Sabat, ése donde parece un pez-martillo. Me miró como a un germen, con leve fastidio y con curiosidad implícita.

— ¿El señor Juan Carlos Onetti?

Tal vez para emplear una frase amenazadora, hizo una pausa y me contestó:

—Onetti.

Yo hice otra pausa, tragué saliva y empecé a explicarle que venía a molestarlo para hacerle unas preguntas sobre Gardel. Creo que seguí hablando sobre la molestia, aunque él ya me había hecho entrar —a veces me paso de sensibilidad—, pero estoy seguro de haberme referido también al honor que representaba para mí. Lo cierto y sin embargo es que, cuando quise acordar estaba solo y él se había ido para la cocina. En la pared había pegados numerosos recortes, fotos y una cédula de identidad que me llamó la atención, pinchada encima de una descripción tipométrica del rostro, con la interpretación científica de la descripción, escrita a máquina; era una cédula de Onetti.

Cuando escuché que volvía, aquel silencio ya era insoportable. Tal vez me imaginaba (y quería ahuyentarlas), unas dificultades enormes para hablar; o tal vez estuve atribuyéndoselas a él, por esos movimientos lentos que hace, ceremoniales, o por aquel ritmo reflexivo de sus frases cortas, las pocas que había dicho. Le pregunté sin preámbulos por qué era tan famoso; sin alcanzar a ver lo indecoroso de aquella cuestión, vi que se sentaba, y dijo:

—Porque la fama es puro cuento, botija.

Sobrevino el silencio otra vez. Irremediablemente yo habría quedado bajo los efectos de mi torpeza, si no hubiera sido porque él consiguió lápiz y papel, abrió una botella, me invitó a sentarme y me explicó lentamente, para empezar, qué difícil nos iba a ser, hablar de Gardel.

Lo conocí en el teatro 18, cantando. Después lo vi varias veces, de mesa a mesa, en aquel café donde se comían unas milanesas redondas, al lado del Tupí Viejo. «Hoyos de Monterrey»; vos no lo conociste. Era en aquella época de la zarzuela (no puede afirmarse que haya dicho exactamente eso; probablemente se refirió a «la compañía de zarzuela en la que actuó Gardel»; años 30), un desastre de compañía, y la gente llegaba al final, para oírlo cantar; a esa hora había un repunte bestial en la venta de las entradas. La temporada iba mal; Gardel entraba como fin de fiesta. (A una pregunta sobre si Gardel, a su juicio, era un hombre triste): Tenía esa clase de tristeza que sale de adentro, que surge de un problema interior, aunque el problema interior no se sabe nunca de donde viene. Nunca hablé con él, solamente lo veía, de vez en cuando (Onetti tenía unos veinte años) en ese café que te digo, de madrugada. Hablaba poco, era cortés y retraído y daba la impresión de ser tímido. Tenía una gran cordialidad; yo lo veía escuchando a todo el mundo con verdadera atención y siempre sonreía.

(Sobre las mujeres de Gardel). Nunca lo vi con ninguna mujer y se sabe que no era hombre de hacer alardes. (Juanita Larrauri). Hubo sí, una tal Juanita Larrauri, que fue diputado peronista y que publicó una serie de notas en uno de esos pasquines, diciendo que Gardel estaba loco por ella. Pero era vanidad femenina, y para peor póstuma. (Se conversó un poco de ese tema, queriendo vincularlo con algún parecer personal de Onetti sobre lo legendario en general, sobre el olvido o sobre Artigas). Yo vinculo el protectorado de Artigas a las semejanzas espirituales notorias entre el hombre de las Misiones, de Corrientes y Entre Ríos con nuestro hombre. Aunque ahora, el montevideano en particular, venga a ser, en lo referente a esa espiritualidad y comparado con el hombre del campo, algo así como el porteño para nosotros. Artigas forma parte de una genealogía que se dan los pueblos, obligatoriamente, como se la dan las familias pobres, y en las que son necesarios tanto el héroe nacional como el poeta nacional. Si ustedes tienen a Napoleón nosotros tenemos a Artigas, si ustedes tienen a Baudelaire nosotros tenemos a Zorrilla. Gardel es parte inseparable de la genealogía de los pueblos del Plata. (Sobre la verdadera nacionalidad de Gardel): Para mí era francés.

(¿Cuál tango de Gardel le gusta más?) ¿Te das cuenta que siempre se dice «los tangos de Gardel? Y sin embargo no hay ningún tango de él. ¿Te das cuenta que Gardel es el tango? A mí me gustan todos. No sé, podría indicarte que me gusta «Mano a mano». (¿Cuáles serían los tangos que él cantaba con más «sentimiento»?). Él sentía más ese tipo de tango melancólico y cínico: «por qué me das dique señora de grupo». Y aquel otro, «Tortazos»: «qué haces tres veces qué haces… No te rompo de un tortazo por no pegarte en la calle…». La mejor postura que tenía era la del «fioca» postergado, la que le cuadraba mejor; para mí el Gardel más auténtico es ése.

(¿Se puede comparar a Gardel con otros cantores?) ¿Vos estás loco? Yo tengo una radio piojosa y escucho solamente Sodre y Gardel. (Con guitarra o con orquesta). Me gustan más los tangos con guitarra. (¿Era buen actor? ¿Qué opina de sus películas?). Horrorosas. ¿Cuál es una en la que engancha a una mujer con el lazo? Era cantor, ¿entendés? Hasta cuando hablaba cantaba; no hay más que escuchar las grabaciones de algunas películas: «Margarita…». (La charla sobre Gardel, que «iba a ser difícil», a medida que transcurría se hacía más fluida y personal. Onetti cantaba o recitaba las letras todo lo que quería, a veces eludiendo las preguntas. A menudo dijo cosas que habría sido necesario transcribir exactamente, pero acaso lo más importante fuese consignar el «como» —cerraba los ojos y cantaba— y el «porqué» —para quien tenía que escucharlo forzosamente, admiración y curiosidad mediantes— de aquella fluidez repentina que cobró la conversación.

—Onetti, ¿alguna vez le dio por cantar a usted?

—Sí, me dio y me dieron — (había dos estuches de violín cerca de la mesa).

— ¿Usted toca el violín?

—Sí, toco. Lo que más me gusta tocar es «Amurado». (Por supuesto, nunca tocó el violín).

— ¿Y qué habría opinado Gardel, si hubiera leído «El Pozo»?

—Yo no sé sí sabía leer (transición y agarra el tono otra vez) «Como se pianta la vidaaaa…», etc.

— ¿Le habría gustado que Gardel cantara alguna cosa que no cantó?

—Sí. «La Berceuse bleu» de Julio Herrera.

— ¿Gardel era inteligente, Onetti? —volvió a cerrar los ojos, pensó un poco, los abrió, me miró con la misma mirada aquella, remitiéndome al porta-objeto y dijo:

— ¡Sí…! ¡Y chau!

Yo ya me iba. No sabía cómo hacer para despedirme, para abrirme camino y salir de aquel apartamento, con Gardel muerto hace 30 años sobre mis propias espaldas, con Onetti cantando y observándome cada pelo a ver cómo hacía para saludar. Se ve que notó todo, incluidas mi tribulación y mis dudas sobre el éxito del reportaje y me ofreció una respuesta más, sin pregunta previa, cosa de darme ánimo:

—Decí que lo más importante que ha sucedido en el Uruguay en materia artística, se llama Carlos Gardel.

Cuando llegué a mi casa y me puse a revisar las notas de la entrevista, me encontré que en una de las hojas, misteriosamente —y no sé cómo se las habrá arreglado para eso—, Onetti había escrito bien claro, con tinta azul: «Oh, tú, joven tarado, ¿qué piensas de Gardel?».

(*) Publicado en Marcha, 25 de junio de 1965.

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