Un nombre raro para un pueblo de cincuenta habitantes, una escuela invadida por las abejas, unos cazadores de chanchos jabalíes y peones que hacen respetar sus derechos. Además de estar bastante recortado en el mapa rural de Tacuarembó por unos caminos imposibles, este lugar pareciera estar detenido en el tiempo. – Chiquito” se pone ansioso –o no– y pide la próxima vuelta de “vino con esprai”. Los ojos se le van poniendo cada vez más duros y saltones, la prosa cada vez más suelta. Renée “la Nenita” Vidarte sale con el trago cortado y se sienta de nuevo en la puerta del boliche esperando el desenlace del cuento del día.
El sol está bajando pero aún encandila, y no deja ver si el veterano que jura haber cazado dos chanchos jabalíes de 220 quilos cada uno está diciendo la verdad, o si le está poniendo color para provocar la boca abierta de los parroquianos. Se desaparece medio ofendido ante la incredulidad de los forasteros, pero dos minutos más tarde vuelve para enseñarles el colmillo de unos diez centímetros, que trae bien en alto y al que le falta un pedazo. Y si así era el colmillo, imagínate el chancho. Ante la prueba irrefutable, la Nenita entrecierra los ojos y asiente con la cabeza como corroborando la historia.
Dicen que es el día más frío del año, pero el trago disimula. Otro campechano de nombre Walberto Duarte y de oficio alambrador entra con la excusa de comprar alpargatas de cuero, pero ante la falta se queda a tomar una y escuchar la historia. La dueña del boliche deja sola a la clientela bebiendo y conversando mientras va al fondo del rancho para supervisar la cabeza de jabalí que, vuelta y vuelta, ya hace cinco horas que hierve sobre el fuego a leña. Allí gira otra vez la cabeza del chancho malo que se resistió a los perros, hasta que uno se le prendió del cuello para cortarle la respiración.
Fue más fácil cuando llegó el hombre con escopeta a terminar la agonía. Es la cabeza de un jabalí que dio pelea y unas cuantas historias de boliche, pero ahora terminará en el queso de chancho que la Nenita va a picar sin mucha espera a la mañana siguiente, no sea cosa que el fiambre y el antojo se reposen demasiado. El Chiquito, la Nenita y los más veteranos del boliche pisan los 70 o 75 años pero pareciera no interesarles demasiado ese tema de envejecer. Hoy son unas 50 personas en el pueblito, en su mayoría jubilados y más bien pobres. La población más joven y activa se mudó un quilómetro más arriba, a Rincón de Pereira, cuando en 1998 se inauguraron las viviendas de Mevir.
Allí también está la escuela –número 79 de Rincón de Pereira–, la policlínica y la seccional de Policía. El médico viene sólo una vez por mes, al igual que el sacerdote de la capilla católica que hay a la entrada de Los Feos. En el pueblo hay unas 20 casas, 5 almacenes (8 contando los de Paso Pereira), dos iglesias evangélicas (la Nenita es la responsable del “Anexo Evangélico Perla de Jehová”, pegado al boliche), una central telefónica de Antel y poca cosa más. Pasando el pueblo, están los dueños de estancia y por lo tanto, los de mayor nivel socioeconómico de la zona.
El INE los consideró poblado rural hasta el censo de 1975 y luego de un cambio de criterio les bajó la categoría a localidad rural. Cuentan que llegaron a ser unos 200 habitantes en los tiempos de esplendor laboral en el frigorífico Modelo, ubicado a 13 quilómetros de allí, pero según el último censo de 2011, oficialmente viven en Los Feos 48 personas: 25 hombres y 23 mujeres. El pueblo está a 160 quilómetros de la ciudad capital de Tacuarembó. Desde Montevideo se llega por la ruta 7 hasta poco antes de Tupambaé, allí se toma un camino secundario y 60 quilómetros después se cruza el río Negro, a la altura de Paso Pereira; luego se continúan unos cinco quilómetros más hasta llegar; eso siempre y cuando el río no esté crecido y la balsa dé paso.
Porque muchos podrán ser los músculos y la voluntad del balsero de apellido Gadea, pero el dispositivo –que cuenta sólo con una linga de acero de lado a lado y la fuerza del hombre que mueve la balsa con una palanca a mano– se abandona ante las lluvias del último mes y la crecida del gran río. El camino será más largo entonces y habrá que dar marcha atrás por Arévalo, seguir a Tupambaé, Fraile Muerto, Caraguatá y ahí tomar la ruta 6 hasta Los Feos. Antes de llegar al pueblo –pasando por Pago Lindo y dejando atrás las paradojas del mapa y de los nombres– se ve un cielo bien celeste y unas colinas bien verdes. El vehículo deberá superar 50 quilómetros de un camino rural donde un pozo se junta a otro pozo, y a su vez los dos mueren en uno más ancho y profundo. Ningún cartel indica con certeza la entrada final que se debe tomar hacia el pueblo, pero pensándolo bien, con ese nombre cualquiera dudaría de andar poniendo mucho letrero.
Allá por los tiempos de la fundación del pueblo dos hombres salen del boliche, la caña en el cuerpo les altera el ánimo y las ganas de pelear brotan como vapor: se disponen medio borrachos, con el facón en la mano, y uno le lanza al contrincante: “Mirá que sos feo”, mientras que el otro le contesta “¿Y te viste en el espejo? ¡Más feo serás vos!”. Y a las manos. Según contó la maestra Myriam, esta contienda casi infantil es una de las historias favoritas de los niños en la escuela para explicar el origen del nombre Los Feos. Es que existen varias versiones para un mismo nombre, casi tantas como personas en el pueblo. En el boliche bromean que para explicar el nombre basta con mirarlos a ellos, y advierten que serán feos, ¡pero firmes! dice la Nenita. Algunos se avergüenzan de la nomenclatura que les ha tocado en suerte y prefieren llamarse Rincón de Pereira, aunque no lo sean. Otros mencionan la historia de un hombre de apellido Feo que dio lugar al nombre de la zona y fue parte de las familias fundadoras, pero no queda descendencia alguna de ese apellido ni de esas primeras familias.
Las historias de algunos tacuaremboenses de la capital son también asombrosas: “Se llama pueblo Los Feos porque en 1814 un barco de esclavos dejó allí una chalana con leprosos, quienes fundaron el pueblo. Se casaron entre familiares y así es como sobrevivieron hasta hoy”, contó a Ajena un periodista de la ciudad de Tacuarembó antes de que iniciáramos el viaje. El pueblito donde los niños nacen con cola de chancho seguirá siendo el rumor en la gran ciudad.
Cuentan los mismos pobladores que los líos de boliche son comunes, pero los de antología eran los de hace unos 40 años atrás, cuando los contrabandistas aparecían a caballo desde Brasil con los barriles de caña de dudosa calidad. La gente “peleaba descansando”, como dicen por allá. Ahora a los parroquianos se les templó un poco el espíritu camorrero porque se cambiaron a bebidas “más suaves” como el vino, según interpreta el agente de primera Wilson Pereira, el único policía encargado de mantener el orden de la zona desde hace cinco años. Es un pueblo tranquilo, agrega, pero en algunas ocasiones ha tenido que pedir refuerzos a la policía de Caraguatá. Algunas declaraciones más tarde los involucrados vuelven a su casa porque, a pesar de la mala fama, ningún poblador de Los Feos jamás ha marchado preso.
Mientras, en el boliche de Renée:
Arturo — Éramos como 20 en aquella estancia, dormíamos en el galpón y esa noche nos comieron las pulgas. Y al otro día, yo era el cocinero, fui de tarde a una quinta de eucaliptos y corté varas. Fui, y corté varas, y las puse arriba del alambre, y allí hice una “tarimba”, agarrada en las tijeras del techo, porque me habían comido las pulgas. Tenía 15 años. Y vinieron los viejos alambradores, medio borrachos (gesto de pulgar empinando para adentro), y a mí, que era el cocinero, me empezaron a dar caña en botella. Y el cocinero se mamó, y cuando se fue a acostar no pudo subir pa’ la tarimba y me quedé en el suelo: ¡me comieron las pulgas de nuevo! (risas)
La Nenita — Ah sí, él es muy experto en la comida… (les dice a los forasteros).
Arturo — En esos años había que trabajar, la pobreza era grande. A veces iba con una bombacha con un remiendo de gran tamaño. Ahora no, ¡quién se va a poner con remiendos! Si ganó el Pepe Mujica. El Pepe que dice “ese abombao”, “dale, abombao”. Y me da una tentación.
Walberto — Van a ganar los colorados. ¡Abombaos van a ser ustedes que van a votar por esos otros! Yo soy colorau y esta vuelta voy a votar.
Arturo — Yo no tengo color. Tengo cerca de 70 años y nunca voté. Le voy a hacer otra historia, porque yo tengo años m’hija: yo había sacau en el año 66, en Las Piedras, la credencial. Me hicieron sacar, mejor dicho, porque yo era más bruto que el tren. Mire, y vino una votación y teníamos que ir a Las Piedras a votar, fui allá y yo no conocía mucho, me bajé del tren, en los tiempos del tren, y agarré pa’l centro y digo, ¿dónde estarán? Yo iba pa’l club de los blancos que me mandaban, y no hallé. Y digo, ¿qué voy andar buscando yo que no conozco nada? Y hallé un club de la 115, de los colorados y ¡me mandé pa’ dentro! Dije, qué voy a andar caminando, y digo: ¡bueno, yo vine a votar! Me subieron a un cachilo viejo, me llevaron a una escuela y voté. Y era la 115 del finado Gestido, que era militar. Y voté. Pero pasé todo el día sin comer y dije, ¡no voto más nunca! Y es cierto, no voté más nunca. (risas)
Renée — Arturo tiene más cuentos que…
Hace solo un año que tienen agua corriente y luz eléctrica en el pueblo, luego de que los vecinos organizaran una colecta para pagar juntos las obras del tendido eléctrico. Después de que se organizaran por segunda vez en realidad, porque el dinero de la primera colecta se la llevó una empresa que empezó las obras pero poco tiempo después se mandó a mudar dejándolos sin luz y en muchos casos sin ahorros. En la cotidiana, Arturo todavía prepara charque, y deja entrever que prefiere las fiambreras de campo colgando en el patio de la casa más que las nuevas heladeras eléctricas, o sacar agua de las cachimbas más que de las canillas con agua de OSE, corriente y sonante.
“Que la balsa da paso”, dice la Nenita, “¡Que le digo que la balsa no da paso!” replica Arturo, y así se contrarían varias veces. Discuten como si sus vidas dependieran de ello y la verdad que les afecta poco y nada porque no se mueven del pueblo salvo los días de cobro. Y ese día es todo un evento: los mismos almaceneros disponen de sus camionetas y vehículos para llevar y traer a los viejos hasta Caraguatá a cobrar la jubilación, todo por una módica suma de 200 o 300 pesos, dependiendo del chofer.
Silvia, la almacenera, tiene dos nenas en la escuela y un marido distribuidor de productos químicos agrícolas. La mujer atiende el negocio devenido en cantina para los que quieren unas cervezas al mediodía del sábado, y al mismo tiempo ofrece medialunas de jamón y queso y pastelitos de dulce de membrillo a los transeúntes.
Después de algunos silencios prolongados, suelta en catarsis las tantas dificultades que están teniendo con la educación de los niños; la escuela permanece cerrada hasta nuevo aviso por una invasión de abejas. Mientras, los 26 escolares de la zona están tomando clases en el salón de Mevir de Rincón de Pereira. Hay abejas entre los huecos de las paredes y también hay una arquitecta de Primaria que dice que no se puede perforar nada para fumigar porque después no hay dinero para cerrar el agujero. Hay también una inspectora que después de una visita y un iluminado razonamiento sugirió que debían esperar a que las abejas se fueran solas.
La lista de situaciones inconcebibles continúa: unas ceibalitas que no tienen Internet porque no hay antena en la zona, un niño en sillas de ruedas y un edificio inaccesible, los padres que se han organizado e incluso recolectado dinero y voluntad para hacer ellos mismos estas reparaciones –incluyendo el sacar a las abejas– pero Primaria les niega cualquier intervención que no esté aprobada por los arquitectos del ente (sólo podrá intervenir una empresa constructora habilitada por el organismo, pero ninguna llega jamás). Por lo que cuentan los vecinos, hay que aguantar otro poco más la depresión de la burocracia educativa: una experiencia piloto de liceo rural con docentes de la UTU se intentó este año y la idea se abandonó simplemente porque no había chofer para los ómnibus que traerían a los 60 adolescentes ya anotados de las zonas aledañas. De vuelta a lo de antes: las familias se tienen que mudar a Las Toscas o a Melo si es que quieren que sus hijos comiencen el liceo. Los jóvenes más valientes se mudan solos con 12 años en contra de la preocupación y el consejo familiar, y otros pocos se quedan en Los Feos trabajando en las estancias o en la tierra de la familia y se casan con sus ex compañeritos de escuela. Silvia, las dos nenas y el marido distribuidor de productos químicos agrícolas van a mudarse a Las Toscas dentro de unos cuatro años, cuando la hija más grande termine la escuela y comience el liceo allá.
Entre campos arroceros, tierras obligadas a rotar entre la soja y el trigo, estancias ganaderas, la forestación y el cercano Frigorífico Modelo, la población activa de Los Feos trabaja. Otros tantos son laburantes zafrales que andan de paso con sus familias pero deciden no radicarse en la zona. Son nuevos peones que ya no duermen en las estancias como antes, sino que ahora regresan a sus casas por la noche. Obligan a sus patrones a respetar la ley de ocho horas y el pago doble en los feriados, y si no se mandan a mudar, porque estancias y trabajo no faltan. Son nuevos peones que andan con moto y teléfono celular, y que ahora les pica el bichito de la curiosidad por los partidos políticos de izquierda, o simplemente no se dejan embaucar como antes por ningún candidato que cae en paracaídas solo en tiempos electorales para cortar cintas de obras que no hicieron.
Juan, el bolichero de allá arriba en el repecho, atiende uno de los tantos negocios a unas cuadras del pueblo. Juan y su familia llegaron hace cinco años desde Melo porque a él le gusta vivir en el campo, le gusta vivir en Los Feos, pero más le gusta dormir tranquilo con la puerta abierta y tirar los anzuelos al agua cada tanto. Ahora que tiene electricidad en su casa recuerda el trabajo que pasó con la heladera a gas y el generador de 12 voltios que solo prendían de noche. A pesar de que no vuela ni una mosca por aquellos caminos, Juan asegura que el negocio del almacén anda de lo más bien. Desde este almacén y desde la casa de Myriam – la maestra del pueblo – ya hace un año que por la noche se pueden ver los puntitos de luz en el pueblo, allá abajo donde antes era solo campo oscuro con algún farolito parpadeante.
Myriam sostiene antes que nada que la gente de Los feos es muy solidaria y de gran corazón: recién operada de cáncer de mama, los vecinos le reacondicionaron la casa para su bienvenida. Pero reconoce que se ha perdido el valor del trabajo, sobre todo en los jóvenes: “¿Viste eso de cerrarse? ¿Eso de que el mismo lugar te condiciona? Bueno, acá pasa eso. El gurí de antes sabía que tenía que pasar trabajo para tener sus cosas, ahora los padres los acostumbran a no hacer nada. No conocen la dignidad del trabajo, y que las cosas no te vienen en bandeja de plata”. Su suegra Camila (65 años), que vive al lado de su casa, explica que “es la crianza en casa, ahora los van dejando y cuando quieren gobernar a los niños ya no pueden. Nosotros éramos diez hermanos y nos teníamos que arreglar como podíamos”. Tenían chacra y Camila después salía en un carro a vender lo cosechado a los almacenes. El dulce de leche lo preparaba “para el gasto” de la casa, pero igual vendía quesos caseros y lavaba ropa “para afuera”. Todo mientras era empleada de la cocina del Frigorífico Modelo. “Se ha perdido el valor del trabajo en las chiquilinas”, coincide con su nuera.
De la nada, Chiquito salta del cajón de madera donde estaba sentado para agregar que lo que falta en el pueblo son chiquilinas jóvenes y lindas, mientras tira una guiñada de ojo saltón. Por otro lado, la Nenita elabora una explicación de por qué la carne de las hembras jabalíes es más rica que la de los machos –y la catinga–, pero después admite que “todo va en gustos”.
En Los Feos, lo único que parece seguro es que dentro de diez o 100 años el tiempo se seguirá tocando con los dedos; otros personajes –tal vez los mismos– estarán sentados en los mismos banquitos de madera, picando el queso de la Nenita, hablando de los mismos chanchos y las mismas pulgas. No habrán envejecido ni una cana, hasta el más abombao lo sabe.
Por Tania Ferreira –Extraído de revista AJENA (28.8.2014) – Semanario Brecha
Fotos: Agustín Fernández
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