La fotógrafa realizó un taller de fotografía con presas de la Unidad V de la Cárcel de Mujeres. Para comprobar si sobrevive una estética femenina en la cárcel. La piel como materia sensible donde se dibujan vivencias y que deviene mapa receptor de estímulos, como la emulsión de una película fotográfica o el sensor digital de una cámara. Pero no es una epidermis cualquiera. Es la piel de las mujeres recluidas en prisión. Sobre ese material sensible quiso trabajar la fotógrafa Manuela Aldabe Toribio, madre joven de complexión menuda, mirada firme y sonrisa permanente.
Corría 2013 y su muestra itinerante de fotografías «Ariadna un laberinto contra la violencia de género» sobre abuso sexual llegó a la Cárcel de Mujeres Unidad V del Instituto Nacional de Rehabilitación, en el barrio Colón de Montevideo. Allí le propusieron hacer un taller con las presas. Aceptó durante 3 meses que terminaron siendo dos semestres en 2013 y 2014.
Las participantes, provenientes de varios pabellones de celdas, aprendieron técnicas de revelado, manejo de cámara, búsqueda de motivos y a evaluar de forma crítica los resultados. No para contar lo obvio, sino para ir un poco más allá. «No es una experiencia que intente contar la cárcel. Es una experiencia que se pregunta sobre si existe una estética femenina en la cárcel» cuenta Manuela. Eso fue lo que se vio en la muestra de fotos de la sala del Ministerio de Educación y Cultura de la calle San José («Brujas. Mujeres entre luces y sombras») que estuvo abierta al público y que las propias presas visitaron.
Replanteando el contexto – Aún así todo ocurre en un terreno límite. Han cometido diversos delitos, algunos muy graves, y conviven con sus demonios. La mayoría elige fotografiar alguna parte del cuerpo, suyo o de alguna compañera. Sobre todo la piel, con vello o depilada, a veces muy cuidada, otras no tanto. Es el lugar donde la sensibilidad femenina parece expresarse a gritos. Las del taller «le preguntaban a las otras presas qué parte del cuerpo querían mostrar. Ellas decían mi rodilla, o mi pelo. Es decir, evitaban ir directo al tatuaje, o al corte carcelario con todo lo que ello significa. Cada mujer tuvo la libertad de mostrar lo que quería». En una aparece el 2004 grabado en la piel: es el año cuando entró a la cárcel, tenía 19.
Otra registra un lunar, un exceso de vello, una piel cuidada, pero resulta imposible a primera vista determinar qué parte del cuerpo se retrató. Para un observador masculino, claro. Pero no para una mujer: es la nuca que queda a la vista luego del muy femenino gesto de recoger el cabello por detrás. «Esta chica estaba sufriendo mucho. Hacía poquito que había entrado… es una primaria que ya salió».
Lo femenino en un contexto agresivo, violento, de insultos durante los traslados al juzgado con pesados grilletes con los cuales es difícil caminar. Un entorno que desde el ingreso las niega como personas. «Llegan y no saben lo que les va a pasar. Se anula todo. Sólo tienen la ropa puesta. Todo es pérdida. ¿Quién soy?, se preguntan. Qué hice. Comienzan a negar lo que son, pues eso las ha llevado a esa situación. Empiezan a construirse de nuevo. A buscar referentes, a encontrarlos. Hay un abanico de referentes positivos. Los educadores ayudan».
Es fundamental esquivar los estereotipos. Por eso Aldabe Toribio mostró en los talleres obra de la fotógrafa Francesca Woodman, por su forma de trabajar el cuerpo, el autorretrato. Para romper con la estética de la seducción, con el clisé, les propone llegar al sentimiento, a la imagen como un dibujo de luz en materia sensible. Les sugiere que se apropien del lenguaje, lo proyecten, busquen los elementos, y hagan la foto.
El sentimiento que prevalece es el materno. «El tema de los hijos es todo. La cárcel grita maternidad. Esa necesidad de los hijos. A veces llegan a la cárcel en defensa de esos hijos. No hay capacidad para comprender lo que está bien o mal a la hora de cuidar a esos hijos». Una chica muy joven está presa por usar una carta de crédito ajena para pagar el colegio atrasado de su hija de 5 años. Otra, que fue abusada sexualmente cuando niña, también tiene un hijito. «Es cien por cien mamá, y también es el cien por ciento mamá que le faltó en su momento a ella para que la cuidara como niña».
Olor a cárcel. – Sobre el final de la entrevista Manuela manifiesta cierta incomodidad. «Todavía tengo olor a cárcel, vengo de allí y no me pude cambiar». Es olor a grasa de cocina y a los desinfectantes de limpieza. «Pero ellas no huelen así. Se limpian, se perfuman, se cuidan. La femineidad está desde que se entra, pues donde hay mujeres hay femineidad. A mí me interesaba que ellas pudieran descubrirlo a través de las fotos, y darse algunas respuestas. Leerlo, y encontrarlo».
El lugar habitual de trabajo es el gimnasio. No se puede entrar a las celdas, es su espacio, su intimidad. Una vez salieron al patio. Estaban charlando sentadas al sol junto a la huerta. De pronto, en el celdario, una mujer desde una celda alta se ata una sábana al cuello y salta. «Y yo diciendo, ¿pero esto está pasando de verdad? Yo no podía creer que estaba viendo a una mujer anudarse una sábana al cuello, y que luego saltaba. Y después veíamos la sábana tensa que se movía. Todas entonces gritaban, corrían, y desde el celdario gritaban que la salven, que no es un animal. Pero a esa chica no le pasó nada. Nosotros no veíamos que, luego de saltar, tocaba el piso con los pies. Era una persona con problemas psiquiátricos. Y nosotras quedamos de psiquiátrico ese día. Me las llevé a todas al gimnasio, y lo único que pude hacer fue decirles bueno, ahora, todas sentadas en el piso. Vamos a respirar cinco minutos, a meditar. Una suerte de hasta acá llegó, y a partir de ahora somos nosotras».
Discípula de la fotógrafa Adriana Lestido, Manuela se traslada habitualmente a Buenos Aires para participar en sus talleres. Antes había estudiado fotografía en Roma, y luego trabajó para Associated Press en la mesa de edición de esa ciudad. Volvió en el 2007 al Río de la Plata donde trabajó como freelance para diversos medios, y también a nivel artístico explorando el universo femenino y materno en el contexto del embarazo y el parto.
El proyecto de la cárcel produjo tres mil fotos. Hacía falta un proceso de selección. «Pusimos todas en el piso del gimnasio, fuimos haciendo una selección. Luego hicimos otra, y otra. Hasta que me di cuenta de que no íbamos a poder avanzar más. Ahí partí para Buenos Aires a hacer la última selección».
Pero lo que más recuerda Manuela es cómo el taller las cambió. Se dio un proceso íntimo, complejo, donde el disfrute de la libertad con responsabilidad las hizo crecer. «Desde meterse en un cuarto oscuro de revelado donde alguien debe controlar que no se abra la puerta para que no se vele el papel fotográfico, o la tarea de hacer firmar a las compañeras las liberatorias para poder usar las fotos, hasta el hecho de decidir qué parte del cuerpo mostrar, todo eso requiere de mucha responsabilidad».
Una vez estuvo encerrada con 30 mujeres en el cuarto oscuro; había productos químicos y tijeras. Era la primera vez. Tuvo necesidad de cortar el papel pero la tijera no aparecía. Hubo silencio; todas se dieron cuenta de la situación, y comenzaron a reír. «Les dije, chicas, pórtense bien porque esta es la primera experiencia que estamos haciendo en una cárcel en el Uruguay, y depende de nosotras que otras mujeres también puedan participar. Todas contestaron sí, profe, claro que sí. De hecho la tijera estaba ahí, a un costado, sólo que no se veía».
De László Erdélyi. Extraído de www.elpaís.com.uy (7/8/2015)
Manuela Aldabe Toribio, es hija de los tacuaremboenses Luis Aldabe Dini y María Zenia Toribio Viñas.
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