De visitas, olores y ómnibus…

El olor del queso que llevaba el abuelo en el ómnibus, mezclado con los olores de los otros quesos que llevaban otros abuelos, madres, padres, hijos y más…Mucho sueño, y el orgullo de estar despierto cuando aún era de noche en Avenida del Libertador… Solo recuerdo que hiciera frío, no recuerdo madrugadas calurosas. Un tándem de sillas contra la pared y yo incómodo recostado contra algún abuelo, o madre u otro, y el olor a mucha gente encerrada. El salón de la Cita repleto… ¿Por dónde empezar? Saltan iracundos por doquier, olores, imágenes, dolores, enormes alegrías, orgullos, y muchas madres, y abuelos, y gurisitos como yo, como mis hermanas, miles de pequeñitas gigantescas historias que hoy la Democracia sonrojada exige contar. Como homenaje sí, como memoria también, pero primero y principal como ¡Nunca Más!

Yo soy cinco meses más viejo que la dictadura. Pero mucho más bueno. Tengo la percepción, sin ningún argumento, que mi edad me favoreció en la coyuntura. Como que fue peor para los más grandes, que eran más conscientes, y para los más chicos, que eran más inconscientes. No sé. Pero bueno, este cuento un día tiene que terminar, como terminó un día (mentira, terminó muchos días) la dictadura de m…de militares y otros digo, entonces, vamos a acotar. Vamos a las visitas.

La previa – Nosotros ya no éramos de Montevideo, porque primero nos fuimos los tres solos, con abuelos y tíos a Tacuarembó, la chica con un año, los otros dos un poquito más, cuando Mamá también cayó. Mamá salió y volvimos a Montevideo, ya la Ruta 5 y los ómnibus estaban muy presentes en nosotros. Íbamos, y veníamos. Al año, sola, sin título, casi sin trabajo y con tres boquitas que alimentar, mamá se tuvo que ir con los tres a Tacuarembó. Nuestras visitas (en la práctica digo, porque en mi cabeza empezaban al subir al ómnibus cada vez que terminaba la anterior) empezaban uno o dos días antes.

Mamá tenía libertad condicional, entonces teníamos que pedir autorización antes en el cuartel local. Está a dos o tres kilómetros de la ciudad, por lo que íbamos en taxi. En un pueblo del interior en esa época no era muy común andar en taxi, así que ahí ya empezaba la aventura. A la noche tomábamos la Onda. Los olores eran parecidos pero no iguales a los de la Cita. Y el ruido de los General Motors era mucho más lindo que el de los otros. Bajábamos a veces en plaza Cuba. …Después de la tormenta, por mucho tiempo, hasta que los ómnibus dejaron de entrar a Montevideo por Agraciada, hace poco tiempo,  cada vez que volví a la capital me despertaba ahí, aunque no para bajar, mi sueño de cinco horas de viaje se interrumpía bruscamente ahí. Marcas de la memoria podría decirse…

Bajábamos ahí de madrugada para enganchar otro ómnibus o un taxi hacia alguno de los cuarteles montevideanos. También allí tenía que presentarse Mamá.  Todos con árboles de patas blancas, con bastante olor a cuartel. El que era el colmo de lo feo era el que queda frente al cementerio del norte. Una esquina con: un cuartel, un cementerio, marmolerías y florerías con flores con olor a cementerio, un despropósito de esquina. Lo único positivo era que el quiosquito precario y húmedo de la parada tenía Candel.

A veces mechábamos  mandados de Mamá, que siempre eran muchos y muy lejos para mí, bien bautizado «Juan Cansado» por mi abuelo, y alguna visita obligada (obligada por el corazón) a esa gente que siempre estuvo, en sus casas los años de la noche parecían menos oscuros. Y también salía algún paseo. El día de Mamá siempre tuvo bastante más de veinticuatro horas.

El día de la visita – Y más tarde de lo que yo quisiera, pero llegaba el día de la visita. Saltábamos de la cama, de noche aún, como ya conté, era un orgullo estar levantado cuando aún era de noche. En la Cita nos encontrábamos con el abuelo, y con otros abuelos, y madres y más. Esa era la gente que andaba en lo mismo que nosotros. En nuestro círculo en Tacuarembó éramos bicho raro, padre preso, ¿qué entenderían los otros niños? ¿a quién habría robado el padre de este amigo?. Pero acá éramos todos pares. Las familias de los presos políticos.

El control de ingreso – Como en la mayor parte de esta historia dramática, tampoco recuerdo como drama la “revisación”. Tal vez por aquello de la edad que les decía más temprano. Se repite en toda la escena, nosotros los niños vivíamos “casi” como normales, las miserias que nuestros mayores padecieron todo el tiempo. Una de las revisadoras de mujeres y niños, tenía parientes en Tacuarembó. En ese momento nada me decía su cara.

Muchos años después, en un cumpleaños de quince, la volví a ver, no sé si era ella o su melliza, pero su imagen me hizo llorar un largo rato esa noche, nada concreto, imagen-ganas de llorar. Otra vez, no me dejaron pasar. Fui con un bucito que heredé usado de un primo mayor, decía “Nike” y tenía una onda parecida al palito de la eñe abajo. Podría tener un mensaje SS: subliminal y subversivo. Para atrás niño, venga dentro de un mes. Me recordó el caso de Milay, la niña que les metió camuflada entre las hojas de los árboles una bandada entera de pájaros libertarios subversivos, una “Crac” de aquellas Milay. Lo mío no era más que un buzo heredado que ni yo entendía. A llorar al cuartito.

La espera – Desde que llegábamos al Penal, hasta llegar al objetivo, pasaba siempre mucho rato. ¡Cuánto más parecía, en cuerpo y mente inquietos de un niño ansioso!

Un primer control a la entrada, otro al medio, largas caminatas adentro, la ya mentada revisación, hasta llegar al lugar de la espera. Una pieza grande, con un cuadro al centro y una leyenda, que reflejaba el carácter de víctima del Ejército de la época. El cuadro, la leyenda, los bancos incómodos y pocos, y el olor. Todo lo demás sería llevadero sin el olor. Antes de esa pieza, un patio. Bastante grande y vacío de todo contenido. Un par de bancos, unos fierros pasamanos, era todo.

Cuando no llovía los niños hacíamos la espera ahí. El juego por excelencia era “El Cartero”. Cada sílaba del nombre del origen de la carta generaba un paso, y cuantos más pasos mejor. Las selladas eran “Gro-en-lan-dia” o “Nue-va- Ze-lan-da”. Lástima no haber conocido en esa época, el “Pa-so-del-Po-tre-ro-de-A-re-run-guá”.

Una puerta que se abría poco seguido y poco abierta, conducía al lugar de las visitas de adultos. Siempre quise mirar para ahí, pero vi poco. Supe que tenía unos vidrios gruesísimos que separaban al visitado del visitante.

La Visita – Y allá a las cansadas, llegaba aquello que yo venía esperando hace un mes. Para lo que venía de ómnibus en ómnibus desde hace dos días. Más pasillos olorientos, más botas, mucho orden y filas, hasta llegar al patio. ¡Por fin! A lo lejos, veíamos venir una larga fila de palitos grises con un puntito blanco arriba. Daban chiquicientas vueltas con unos puntos verdes delante, detrás y a sus lados. Se acercaban. La ansiedad era incontrolable. Cada cual a reconocer al suyo. La tarea se dificultaba porque eran todos muy parecidos. Grises, flacos, pelados, medio encorvados, con las manos atrás…

¡Por fin!, el contacto físico era lo máximo para nosotros, no me quiero imaginar lo que sería para los palitos grises, no, no quiero. El mío era el 2075. Mío, de mi hermana mayor que lo adoraba tanto o más que yo, era dos años mayor, sentía más, veía más, soñaba más y le dolía más; y de mi hermana menor, para la que él era un desconocido, estaba ella en la panza cuando el cayó. Iba a verlo cada tanto, porque le venía fiebre casi siempre cuando se acercaba la fecha de la visita, no quiero imaginarme su sentir, el de Mamá, y el del palito, no, no quiero.

Volviendo a lo lindo, era un momento mágico. Nos sentábamos en un banco, nos tocábamos, charlábamos, nos hacía mil preguntas y orgullosos las contestábamos a todas. Yo le tocaba la bocha y me hacía pinchar la palma de la mano con ella, y le olía el cuero cabelludo, aún recuerdo ese olor, y los pinchacitos en las manos. Y es todo cuanto recuerdo, y tal vez cuanto quiero recordar de la visita. ¿La despedida? no recuerdo. No quiero recordarla, no, no quiero.

La vuelta – De la vuelta solo recuerdo el queso, que venía acompañado de Limol, agua, galletitas, largas charlas, compartir con los demás, orgullosos, cuando había algún regalito, las artesanías que hacían los palitos grises. Mimos de abuelos, mamás desarmadas que parecían súper felices, y mucho olor a queso. Y la Cita que pasa el último control y corre por la ruta uno rumbo a la capital. Y el sueño de volver pronto. Y el sueño de pronto no tener que volver.

Y se van – Y un día, estábamos solos Mamá y yo sentados en la Onda, con su olor y el ruido de los General Motors, nuestro coche ya encendido y haciendo una suave marcha atrás, cuando vemos subir a mi primo al ómnibus corriendo. “Bajen: Avisaron que lo sueltan”

Y se fueron. Y fuimos nosotros por última vez a Libertad a buscarlo. Y otras mil y una historias de gentes empezaron, otras gentes, no aquellas que separaron muchos años atrás. En nuestro caso, nueve años. Y cada uno a rearmarse como pueda, y qué rico que era el queso, y que la peor democracia es mejor que aquello, y qué feo el olor a Cuartel, y que me gusta más la Onda que la Cita, y que ¡nunca, nunca, nunca más!

PABLO VERA RIOS

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