Me retumbó en el pecho la noticia en primera plana: “Joven de 17 años baleado y tirado en la calle; nadie sabe lo que pasó”.
De cara delgada y risa amplia aparecía todos los días corriendo hasta mi casa.
– Buen día. ¿Y mi leche, doña Elsa?
– Pasa, pasa – decía mi abuela -, pasa que el vago de tu amigo sigue durmiendo.
– ¡Pará de tanto grito! – decía yo con la almohada en la cara.
– ¿¡Qué te pensás, que estás en la cancha!?
– ¿Qué cara están las papas?, doña.
– Pasen, pasen, tengo baratos los huevos y el perejil.
Las risas recorrían el comedor; el abrazo y la pelota al medio.
Todo el día era “pum y pum”, los ladrillos de doña Julia iban cayendo desde el pretil, límite azul de nuestra gloria. Soñábamos tantas veces con ser campeón que con la fuerza de un huracán relatábamos los goles, mejor que el famoso Víctor Hugo.
Me acuerdo el gol que le metimos al barrio de abajo, “El pájaro” era el dueño del cuadro, la movía lindo. Gurises humildes y muy trabajadores, descalzos, con marcas en manos y pies, del horno de barro, ladrilleros; y nosotros dos de championes, sólo nosotros dos, por lo que esa vez nos descalzamos.
Ese día no importaba nada, ganábamos o ganábamos. El premio no era la copa Libertadores y nada por el estilo, el trofeo y qué trofeo, era un cajón de Pepsi-Cola. ¿Imagínate un cajón de Pepsi para todos los gurises?
Y fue el mejor gol del mundo y en la hora, como partido uruguayo.
En el medio del campito, sobre el brocal derrumbado de un aljibe, que los vecinos habían rellenado con escombros y pasto; levantó el centro “El gusano”, la paró de pecho, mi amigo y sin dejarla caer, de volea la pasó por encima de toda el área imaginaria de nuestra mente, la sabía de memoria por haberla dibujado mil veces; y yo de palomita, un cabezazo al ángulo y ¡Goooollll! Y el rayón en el pecho que me hizo aquel hueso que algún perro había dejado olvidado sin enterrar, justo en el área chica, también imaginaria.
Terminó el partido.
Yo no sabía si llorar por el rayón, por la pobreza o por la felicidad. Fueron las Pepsi más ricas de mi vida; y claro, las compartimos con los que perdieron, en esos tiempos había códigos.
Después no sé, seguí estudiando, mi amigo fue fusilero naval o se fue a alguna misión al Congo, lo cierto es que los desayunos no lo volvimos a compartir. Doña Elsa hoy ya no está. Tengo dos hijos hermosos y una compañera de oro.
En el diario, debajo del titular, la foto en primera plana de mi amigo con su hijo de 17 años, en los brazos, reclamando justicia, porque nadie sabía por qué lo habían matado.
Sentí que perdimos por goleada contra la vida, me hubiera gustado que aquella palomita hubiera sido eterna y nos hubiera llevado a la gloria para que esto no hubiera pasado; fuimos tan felices ese día.
Pero hoy, lamentablemente no hay códigos.
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