Las noches anteriores a subir una montaña siempre son especiales. Es uno de los picos de emoción. La ansiedad, las dudas, los miedos casi no dejan descansar. En un motel barato, al lado de un grupo de borrachos amistosos que venían caminando el pacific rim -el que hizo Reese en «Wild»-, hicimos una pizza party con un lote de coronas, y a las 6 de la tarde nos acostamos a dormir. A la 1 despertador y el equipo, muy profesional, he de reconocer, en minutos estaba sentado en el Sienna alquilado. Una noche hermosa, de esas anchas e ilimitadas. Manejamos media hora hasta el portal Withney, comienzo de la caminata. Una última chequeada del equipo y el espíritu y la noche fría y helada abre una hendija y largamos con pasos tan cortos como lentos y ansiosos.
Todo es subida, pero subida amistosa, vemos a la distancia algunas linternas mineras adelante y atrás., por ahora el sendero es claro. Llegamos a una cañada y sin otra opción para cruzarla, nos descalzamos y el agua helada nos calienta los pies. Luego de un par de horas subiendo ya empiezan a verse las primeras consecuencias. A Victoria se le «recalientan» las piernas; será por eso que en todas y cada una de las otras 5 cañadas del camino resbala y casi termina nadando. A Sol le duele el «fémur»; dolor extraño si los hay… A Rodrigo le duele la barriga. A mí tu silencio…
En la noche no se tiene casi conciencia de las distancias caminadas. La senda es entre pinos gigantes hasta que cruzamos un par de lagos y una catarata luego de lo cual vienen subidas permanentes y exigentes en piedras gigantes -e interminables-. Luego de 5 horas caminando una luz tímida al principio empieza a teñir de un gris transitorio todo el trayecto. Hace mucho frío, hacemos una parada por agua y galletas y seguimos. Cuando el sol muestra sus primeras hilachas nos detenemos, mirando hacia atrás hay un paisaje de película, un valle, desierto y un horizonte interminable. Hacia adelante, no menos mágico, nuestro destino: el monte Withney, la montaña más alta de los USA -4.450m-; pero con un detalle inesperado: llena de nieve por doquier. Detalle con el que no contábamos a tal extremo. Pero ya habíamos cruzado el punto de retorno…
La altura ya empezaba a hacer efecto en el aire inspirado, que nunca parece ser suficiente, y ese dolor de cabeza ubicuo e indefinido. Luego de otras 3 horas ya el sol nos ataca a pleno, impiadoso. El sol en las montañas, cuando hay nieve, quema también desde abajo. Y no hay manera de estar confortable, si nos dejamos las camperas morimos de calor, si las sacamos, de frío. Cruzamos una pareja que venía de regreso ya, era imposible seguir, según ellas, por la nieve más adelante. Terminamos las rocas y se abre ante nosotros, lo advertido, un enorme e interminable valle nevado, con las montañas, destino al fondo. Más gente de regreso nos dicen que no se puede, lo que no ayuda en el espíritu del grupo. La parte inferior de los pantalones de Victoria están congeladas; nunca había visto algo así. Avanzamos lento hasta que la nieve es tanta que paramos a ponernos los crampones; con esos clavos en la suela la cosa cambia, lentes negros, gorros y un horizonte espectacular.
Hasta que empieza una pendiente interminable. Uno de los problemas de caminar en la nieve, de un espesor de más de 30 cm es el esfuerzo que demanda. Cada uno parecen 10 o 20 pasos normales. Y no hay donde sentarse a descansar. Y las distancias engañan enormemente; lo que parece a 100 mts, puede llevar más de una hora en llegar.
El cielo es de un azul oscuro sobrecogedor, el resto es todo nieve. Un par de puntos negros más adelante revelan los que lograron pasar lo peor. Otro lote queda quieto atrás de nosotros. Avanzamos contando pasos como metas, 20 luego 10, y así. Hasta que el mediodía, que era la hora límite para llegar a la cumbre -la que nos permitiría bajar con luz-, nos agarra extenuados a unos 400 mts de altura de distancia -mi reloj marcaba 3.950-, lo que serían unas 3 horas más, nos pone el límite. Llevábamos 12 horas caminando, y allí entendimos un cartel que había abajo: «recuerde que la cumbre es solo la mitad del recorrido»; faltaba el regreso…
Las montañas son algo raro, difícil de explicar si uno no está en ellas. Las sensaciones son encontradas, pues pronto se deja lo físico detrás y se sigue con arrestos espirituales, donde reside a la postre la experiencia última de las mismas. Y la que es intransferible. Regresamos lentamente, bajo un sol y un calor implacable en medio de la nieve; con una sensación de haber logrado algo importante, aún sin haber hecho cumbre. Y son acaso esos rincones del alma, que se expresan en las inmensidades omnipotentes de las alturas, las razones de los intentos. Acaso la vida reserve, en sus esquinas ignotas, huecos a llenar con las emociones que solo las montañas reservan…y eso, no hay manera de explicarlo.
Lone Pine, junio 14 del 2016
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