Decidir cuesta. Dejar el confort de la casa y esa vida que funciona de modo más o menos previsible y el trabajo, cuesta. Pero una vez que conocemos algo de este casi infinito mundo y las incertidumbres nos generan adrenalina, ya no se puede decir que no. El viaje se convierte en una adicción que no queremos eliminar, ni siquiera aletargar ni disminuir. El viajero casi en forma inconsciente guarda rostros, escenas, plazas, olores, comidas, música, que son como cuadros que adquieren vida.
Se valora beber un simple vaso con agua potable, y el acto de bañarse luego de atravesar océanos y mares se convierte en un acto casi mágico. El viajero curioso » que se permite» perder y sobre todo » el que se concede sorprender» está siempre dispuesto y necesariamente cansado, juas.
Una pasada por Estambul es eso: guardar mares y tulipanes de ese rincón donde confluyen cierta modernidad de occidente con ese touch de fe solo asiáticamente posible o probable (que no es lo mismo). El turkish coffee y su borra bien valieron esta parada en Sultanahmet.
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