Sin haberlo conocido personalmente, bastante sabía de su vida y su obra, por sus trabajos sobre la enseñanza y sus magníficos artículos en la Revista “MARCHA”. Pero hoy, gracias al “Negro” Celio Ferreira, conozco al Julio Castro rural, campero y conocedor de todas las tareas de campo. Debajo de un gran paraíso, el Negro cuenta que él era un muchacho joven, cuando se trasladaba en camioneta a Tacuarembó, para levantar de la ONDA al maestro Julio Castro y llevarlo a la estancia “El Pajonal”, unas 5 hectáreas allá en Las Veras, sobre el Tacuarembó Grande. “El Pajonal” era una unidad rural que explotaban en sociedad el Maestro, don Carlos Quijano y don Pedro Emilio Ríos (casi nada de patrones, comenta cabizbajo el Negro).
Y continúa con su jugoso comentario: el maestro Julio era hombre realmente sencillo, que hablaba con todos y que tenía la virtud de ponerse a la altura de cada interlocutor. Mantenía una charla sumamente amena, con una rara condición, como que iba adivinando lo que el otro pensaba. Aparentaba ser serio, pero su charla era coloreada por un fino y gran sentido del humor.
La misma noche que llegaba, se instalaba en su dormitorio. Una pieza grande con un gran ventanal hacia el monte. Sobre el gran escritorio que tenía instalado allí mismo, ponía sus lapiceras, lápices y una pila de hojas y cuadernos. También llevaba libros y revistas de todo el mundo. Sobre todo de América Latina. Al otro día temprano, ensillaba su oscuro tapado con una estrellita en la frente, colocando en los tientos, su fino e infaltable lazo de seis tientos. Usaba botas y espuelas medianas caladas. Un sombrero de alas anchas. No era muy enlazador pero sí, gran pialador de volcado. Para ser un hombre prácticamente de pueblo, era gran conocedor de los trabajos de campo. Tenía la costumbre de separarse a conversar con cada peón, como para saber de sus gustos y necesidades. Sabedor de que cada trabajador de campo le gusta tener su propio caballo, un buen día hizo separar algunos de los mejores potros y se los regaló para que de ellos, cada colaborador domara y modelara a su gusto, su propio pingo.
Cuando regresaba del campo (sigue contando el Negro Ferreira), desensillaba y se sentaba en el amplio patio, o en la gran cocina a hablar con la gente. Hombre de una gran sencillez de palabras y conceptos. Tenía un don especial para comunicarse, dejando sobre los que con él hablaban, una sensación como de que todo sabía y que además lo explicaba e tal forma, como para que sus conocimientos fueran compartidos. Luego de la cena el maestro Julio Castro se encerraba en su dormitorio a escribir. Era común que si alguien se levantaba de madrugada, viera al ventanal del maestro iluminado, señal que estaba escribiendo y escribiendo. Cuando se ponía a escribir artículos y se dormía tarde, al otro día aprontaba el mate, y tomando sus mates medios fríos, continuaba con su empecinada labor de escribir y escribir. Siempre dejaba por allí, algún artículo a la mano de quien quisiera leerlo, sobre temas de gran valor formativo, de su autoría o de alguna revista especializada. Era un Maestro, por formación y por natural condición.
Coincidíamos con el “Negro Ferreira” en una cosa: ¡Qué pena, que hay hombres serviles e ignorantes, que cortan a hachazos, al árbol que les da protectora sombra!
GUITO MARRERO
Foto: Una flor para Julio Castro en Tacuarembó
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