¿Quiénes somos los (buenos, malditos) hispanos?

Por Jorge Majfud (*)

Este artículo le fue solicitado directa e insistentemente al autor por un medio para celebrar el “Mes de la Herencia Hispana en Estados Unidos”, pero luego rechazado por “razones de adecuación”. El autor resumió las ideas de un encuentro virtual, el que tuvo lugar exactamente un año atrás y fue promocionado por el Instituto Cervantes de Estados Unidos el cual, pese al reclamo del autor, el video de la conversación con otros destacados escritores y académicos nunca se hizo público. Debido a discrepancias con el criterio de la publicación, los colegas de la academia organizaron una jornada de desagravio del autor.

El Mes de la Herencia Hispana fue creado por el presidente Ronald Reagan, como forma de expandir la misma idea del presidente Lyndon Johnson de una semana a un mes y comercializado por los grandes medios estadounidenses. 

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¿Quiénes somos los (buenos, malditos) hispanos? 

La primera vez que visité Estados Unidos en 1995 debí llenar un formulario antes de aterrizar. En la sección “raza” escribí “sin raza”. Fue la primera vez en mi vida que leía semejante clasificación. Una década después, luego de viajar y vivir en medio centenar de países, volví para sentarme en un salón de clase. Con el tiempo, comprendí que había que jugar el juego: cuantos más “hispanos” marcan “hispano” en lugar de “blanco”, más fuerza política les reconoce el gobierno. La lógica es antigua: los grupos subalternos aceptan ser confinados a una cajita con una etiqueta conferida por el grupo dominante. Por compartir un idioma, una historia y una “otredad”, queriendo y sin querer, a mis cuarenta años me fui convirtiendo (entre otras cosas) en “hispano”.

Como todo grupo social, somos una invención, una construcción simbólica y política. De hecho, las calificaciones hispano latino son inventos del gobierno de Estados Unidos. Nada raro, considerando la obsesión racial que ha sufrido este país desde antes de su fundación. Como invento, somos una realidad y, como realidad, muchos quieren salir de la cajita, no por rebeldía sino por sumisión. Un “z” que necesita ser aceptado por el grupo A debe ser doscientos por ciento “a” para ser aceptado como un “casi-a”.

En una sociedad civilizada es lícito cambiar, pero nadie necesita olvidar quién fue y quién es para ser integrado o aceptado (dejo de lado el requisito neo esclavista de la asimilación). Es más: “ser aceptado” es otra necesidad inoculada. ¿Qué carajo me importa que los demás no me acepten como soy? Cuando alguien en un supermercado se molesta porque “un-otro” le habla en español a su hijo o a la cajera, dictando sus propias leyes sobre “el idioma que se debe hablar en este país“ está violando las mismas leyes que dice defender, ya que todo aquello que no está prohibido por ley está permitido.

Como lo demuestra la historia, ningún progreso hacia los “iguales derechos” procedió de los grupos en el poder sino de la resistencia organizada de los de abajo. En este sentido, los “hispanos” de Estados Unidos tenemos una deuda histórica. Sí, tuvimos un César Chávez, pero hemos sido demasiado complacientes con una lista obscena de injusticias. No hemos tenido un Malcolm X que se atreviera a hablar de frente al poder de una forma radical, no edulcorada. Peor que eso: no pocas veces hemos traicionado la heroica lucha de otras minorías. Por dos razones: una, porque los inmigrantes privilegiados no han resistido la tentación de pasarse por blancos; otra, porque los latinoamericanos también hemos sido corrompidos por siglos de intervenciones y dictaduras promovidas por Washington y las corporaciones  que ponían y sacaban títeres como presidentes o dictadores, que exigían leyes y privilegios para sus negocios, que destruyeron democracias dejando millones de masacrados y exiliados,  primero bajo la vieja excusa racial de que éramos mestizos corruptos (porque no considerábamos a los negros como una raza inferior) o que no sabíamos gobernarnos porque éramos indios o negros.

Luego de la Segunda Guerra Mundial apareció la maravillosa excusa de la lucha contra el comunismo para continuar haciendo lo mismo que se había hecho desde principios del siglo XIX. Los proesclavistas estadounidenses expandieron la esclavitud sobre los territorios indios y la reinstauraron sobre los territorios mexicanos, todo bajo el repetido discurso de “promover la libertad y la democracia”.

Esa práctica nunca cambió, aunque se volvió más sofisticada, con las multimillonarias y secretas intervenciones de la CIA y de las ricas elites criollas en nuestro continente.

También hemos traicionado a nuestros hermanos del sur, al negar esta realidad racista y clasista de la arrogancia imperial de Washington. Por ser una potencia hegemónica, con la capacidad de imprimir trillones de la divisa global y con cientos de bases militares por todo el mundo, Estados Unidos tiene la capacidad de hacer muy buenos negocios torciendo el brazo de aquellos pueblos “desalineados”.

A países extremadamente pobres como Haití y Honduras nadie llama capitalistas, aunque sean más capitalistas que Estados Unidos. Así, la mayor expulsión de migrantes (negros, mestizos, pobres) procede de estos países capitalistas que no son bloqueados por Washington sino apoyados con millones de dólares y con la clásica narrativa moral y mediática.

Ahora los inmigrantes, quienes dependen de su trabajo para sobrevivir, deben seguir la ley de la oferta y la demanda de una forma más dramática que los capitales. Pero los capitales son libres; los trabajadores no. Ni siquiera son libres de decir lo que piensan. Las mismas leyes de inmigración (cualquiera que haya ido a una embajada estadounidense por una visa lo sabe) detestan a los trabajadores.

Entonces, cuando un “z-Hispano” llega a un país con esta fuerza hegemónica, muchas veces huyendo de la violencia, la corrupción y el caos organizado por ese mismo país, se trasviste en un “a-Hispano”. Muchos alegan venir huyendo de países donde no tienen libertad de expresión, pero apenas escuchan una opinión diferente vomitan el viejo mito del grupo A: “si no estás de acuerdo, vete a otro país”. Como si la adulación al poder, como si la confirmación de los mitos nacionales fuese una obligación moral y constitucional. Como si los países tuvieran dueños, como si fuesen sectas, ejércitos, equipos de fútbol, partidos políticos. Como si la crítica y la búsqueda de la verdad fuesen antiestadounidenses…

En 2019 un fanático masacró 23 hispanos en un Walmart de Texas  alegando que éstos estaban invadiendo su país. Una copia de la vieja inversión lingüística de Andrew Jackson quien, luego de robar y masacrar a los pueblos nativos, los acusó de agresión sin provocación; o la de James Polk, quien inventó una agresión de México “en suelo estadounidenses” para tomar la mitad del territorio del vecino. El viejo recurso de “fuimos atacados primeros y debimos defendernos” (como en El Maine) y tantos otros casos de falsa bandera) vive en el ADN de los fanáticos nativistas, algunos de ellos “a-hispanos”, monumentos a la ignorancia.

El profundo racismo de políticos y ultra religiosos simpatizantes del KKK, inspiradores de Hitler  (según sus propias palabras) renació como un triunfo ideológico luego de que la Confederación fuera derrotada militarmente. No sin ironía, el actual México y todos los países del Caribe y de América Central no son estados de Estados Unidos porque los mismos invasores descubrieron que esos países estaban llenos de negros. Cuando Lincoln terminó con la larga dictadura estadounidense, los ex esclavistas impusieron las leyes Jim Crow por las cuales los cubanos de Florida (que en sus clubes, industrias y hospitales no discriminaban blancos de negros) debieron separarse a la fuerza y adoptar las costumbres de los exitosos anglosajones.

Nuevo México y Arizona no se convirtieron en estados plenos con derecho a voto hasta 1912, cuando Washington pudo verificar que la mayoría hispana había retrocedido desde 1848 hasta convertirse en una minoría. Desde 1836, los hispanos que quedaron de este lado de la frontera se convirtieron en los “los bandidos invasores” (romanizados por Hollywood en El Zorro) y los que llegaron debieron luchar en las cortes hasta principios del siglo XX para demostrar que eran blancos. Durante la Depresión de los 30s, medio millón de estadounidenses fueron deportados a México porque tenían caras y acentos mexicanos, por lo cual muchos continuaron luchando por blanquearse.

Esa psicología del colonizado, del desesperado por ser aceptado a fuerza de travestismos, continúa viva, por lo cual el mayor servicio que cualquiera puede hacerle a este país no es ir a la playa con la bandera de las barras y las estrellas estampada en el short de baño, sino decirle la verdad. Sobre todo, aquellas verdades inconvenientes, aquellas que han sido sepultadas por la fuerza ciega de la barbarie en nombre de la civilización.

Hasta entonces, seguiremos siendo cómplices de mitos imperiales. De la misma forma que para no desentonar mantenemos esos inútiles plantíos de césped frente a nuestras casas (perfectamente geométricos y sin vida humana alrededor; expresión neurótica de control anglosajón), igual procedemos con los mitos. Este país nunca superará el trauma de su Guerra Civil ni hará grandes progresos sociales hasta que no deje de mentirse. Los hispanos podemos contribuir a un cambio valiente o sumarnos a la cobardía de la autocomplacencia y la

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(*) Jorge Majfud Albernaz, nació en Tacuarembó (Uruguay) el 10 de setiembre de 1969. Se graduó en Arquitectura en la Universidad de la República de Uruguay, y se doctoró en Literatura Hispánica en la Universidad de Georgia en Estados Unidos. Desde el año 2003 reside en Estados Unidos donde es profesor de Literatura latinoamericana y Estudios Internacionales en Jacksonville University.

 

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