Vamos a comenzar repitiendo algo que tiene décadas: la definición de “pro vida” no sólo es profundamente hipócrita sino que asume que los movimientos pro aborto son “anti vida”. Ni aquellos que se definen como “pro aborto” consideran que un aborto es algo bueno o divertido sino, en circunstancias especiales, un mal menor, resultado de problemas estructurales, sociales, culturales e individuales.
En este sentido, podemos decir que la reciente decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos contra el derecho al aborto en circunstancias especiales (dejado a discreción de los estados) es sólo una parada más en el camino de regreso hacia el Medioevo. No se trata solo de un cambio cultural (muy probablemente, una reacción a un movimiento progresivo de mayor escala histórica, hacia la expansión de la “igual libertad”) sino, como siempre, parte de una estrategia que protege las micro minorías económicas, las que en algún momento serán el centro de conflictos y reivindicaciones de las nuevas generaciones.
Ellos lo saben y necesitan distraer el problema creando combos políticos donde sus programas político-económicos vayan de la mano de algún dios popular o de algún fanatismo de moral privada, arraigado en la sociedad. En el mundo anglosajón, protestante, ese elemento debe tener algo de sexual y de puritanismo. Las cruzadas bélicas que dejan millones de muertos en nombre del amor cristiano, están bien.
El año pasado, el gobernador de Florida, Ron DeSantis, principal aspirante a la Casa Blanca en 2024, ocupó los titulares con la decisión de prohibir libros de historia y de matemática que hicieran referencia a la Teoría crítica de la raza y a cualquier otro cuestionamiento o revelación sobre el racismo endémico de su país en las escuelas primarias y secundarias. De la misma forma, logró que se aprobara la ley conocida como “No digas gay”, según la cual los jóvenes de este país pueden hablar de guerras, drogas y violaciones, pero no de la mera existencia de gente extraña, un poquito diferente a nosotros.
Como ellos, los raros, no se meten en nuestras vidas privadas, nosotros nos metemos y legislamos sobre las suyas convirtiéndolos en tabúes que no sólo destroza la psicología de los jóvenes gays, lesbianas y transexuales sino que vuelve a poner a nuestros hijos heterosexuales en la maldita jaula represiva y temida del machismo tóxico que sufrimos nosotros.
En el mismo sentido y dirección se encuentra la Corte Suprema. Aunque nunca se lo reconozca abiertamente, la Suprema Corte es un organismo altamente político, razón por la cual cada vez que muere o se retira uno de sus nueve miembros comienza una desesperada batalla en el Congreso para nombrar al nuevo juez según su orientación ideológica y en base a disputas sobre su sexualidad o sobre otras distracciones. La mayoría de sus miembros (6 en 9) fueron nominados por presidentes conservadores del Partido Republicano. Cinco de ellos elegidos por los presidentes George W. Bush (2) y Donald Trump (3), ambos llegados a la Casa Blanca luego de haber perdido el voto popular en las elecciones generales y gracias a un sistema electoral que fue diseñado para proteger el sistema esclavista del escasamente poblado (por blancos) pero poderoso sur en el siglo XIX.
Poderoso por su fanatismo. Ese mismo que en junio de 2020 enfrentó con un cuerpo de policía militarizado a una manifestación pacífica de ciudadanos negros que protestaban contra el racismo de la policía y seis meses después, el 6 de enero de 2021 enfrentó con palitos a los neoconfederados blancos, armados hasta los dientes con armas de fuego, otra tradición del temeroso y temido sur esclavista, con el objetivo conocido por el FBI de dar un golpe de Estado asaltando el Congreso e impidiendo la confirmación del nuevo presidente demócrata.
Este poder basado en “derechos especiales” de un grupo que en gran medida está compuesto por los admiradores y auto victimizados confederados y supremacistas blancos, el único grupo que puso en peligro real la existencia de ese mismo país que ahora dicen defender como ningún otro. Los mismos que se llenan la boca con el patriotismo y estratégicamente acusan a los críticos, la esencia de cualquier democracia, de ser “antiamericanos”.
Ese poder especial de una minoría que asume como un dogma ser mayoría, se encontró con una vacante en la Corte Suprema en febrero de 2016, cuando murió el juez liberal (izquierda, en el lenguaje estadounidense) Antonin Scalia. Correspondía al presidente demócrata Barak Obama nominar un reemplazo el que, obviamente, sería de su línea política. Los republicanos bloquearon esta nominación por casi un año hasta que el nuevo presidente republicano, Donald Trump, estuvo en la Casa Blanca y pudo nominar al conservador Neil Gorsuch.
El último miembro ingresado a la Corte Suprema confirma este razonamiento. El 18 de setiembre de 2020, a poco más de un mes de las elecciones generales que ganaría Joe Biden, murió la jueza liberal Ruth Ginsburg. Los republicanos lograron nominar y aprobar en tiempo récord a su candidata conservadora Amy Coney Barrett, el 27 de octubre de 2020, días antes de las elecciones.
Debido a esta decisión de la Corte (grupo altamente político y mayoritariamente compuesto por hombres) el CDC, organismo del gobierno, calcula que las mujeres negras sufrirán un incremento del 33 por ciento de muertes relacionadas a sus embarazos. Para miles de mujeres, un embarazo significará una sentencia de muerte.
¿Qué sigue en este camino hacia el Medioevo? Uno de los miembros de la Corte Suprema, el juez ultraconservador Clarence Thomas, lo dejó claro por escrito: “En casos futuros, debemos reconsiderar todos los precedentes sustantivos del debido proceso de este tribunal, incluidos Griswold [1965, por el uso de anticonceptivos], Lawrence [2003, contra la criminalización de la homosexualidad] y Obergefell [2015, en favor del matrimonio igualitario]”.
En otras palabras, el veterano conservador de la Suprema Corte afirmó que los próximos pasos hacia este neomedievalismo será prohibir los matrimonios del mismo sexo, criminalizar las opciones sexuales diferentes y el uso de pastillas anticonceptivas.
Si continuamos por esta línea de regresión histórica, nos encontraremos que el próximo paso sería la prohibición del divorcio y el matrimonio interracial, el cual fue ilegal hasta que la Suprema Corte levantó su prohibición en 1967, cuando el juez Thomas tenía 19 años.
Claro que este objetivo de savonarola converso podría encontrar un obstáculo. El juez, héroe de los conservadores protestantes, católicos y supremacistas blancos, es un hombre negro (o “afroamericano”, aunque en los hechos sea menos afroamericano que el blanco Elon Musk) y está casado, en segundas nupcias, con la activista conservadora Ginni Lamp, una mujer rubia, miembro del Tea Party y fundadora del Liberty Central y del Liberty Consulting.
Ahhh… la palabra liberty es tan bonita. Siempre y cuando no se trate de la libertad ajena, claro.
JM, junio 2022
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Jorge Majfud Albernaz, nació en Tacuarembó (Uruguay) el 10 de setiembre de 1969. Se graduó en Arquitectura en la Universidad de la República de Uruguay en Montevideo, y se doctoró en Literatura Hispánica en la Universidad de Georgia en estados Unidos. Ha sido profesor en la Universidad Hispanoamericana de Costa Rica, de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Georgia y en la Universidad Lincoln de Pennsylvania. Actualmente es profesor de Literatura latinoamericana y Estudios Internacionales en Jacksonville University (EE.UU). Ha escrito varios libros que fueron traducidos a varios idiomas. Colabora en numerosos periódicos y emisoras de radio a ambos lados del Atlántico así como diversas cadenas televisivas norteamericanas. Reside en Estados Unidos desde 2003. Es habitual colaborador en diferentes medios internacionales.
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