Desde finales del año 2022, se hizo recurrente en los medios estadounidenses hacer una lista de todas las mentiras que el representante republicano por Nueva York, George Santos, había puesto en su currículum y había repetido en cada ocasión que tuvo oportunidad. Sin embargo, la frágil memoria popular no registra, o echa al olvido, que ésta ha sido una práctica bastante común, aunque pocas veces tan caricaturesca como la de Santos. Como todos saben, una de las formas más comunes es mentir ocultando una parte de la verdad. Una parte tan importante que merece ser ocultada o, en el mejor de los casos, reprimida.
En la publicidad política del estado de Florida, por ejemplo, abundan los candidatos posando con sus hijitos y afirmando que su padre “escapó del régimen comunista de Cuba buscando la libertad de este Gran País”.
Sólo esta frase oculta más de un siglo de intervenciones, dictaduras, racismo, crímenes de lesa humanidad, mafia, prostitución, embrutecimiento y bloqueos hambreadores de una vieja política imperial que no sólo controla los recursos ajenos, sino también las narrativas dominantes, es decir, el pensamiento y las emociones de sus más fieles servidores. Lo cual no es ninguna novedad, con diferentes grados de brutalidad, desde hace milenios.
Ninguno dice quiénes fueron sus padres, cómo se llamaban esos héroes que escaparon buscando la libertad. No lo dicen ni suelen aparecer en sus biografías o entrevistas. Muchos de ellos fueron detalladamente descriptos por la misma CIA para la cual trabajaban como mercenarios, como colaboradores de la dictadura de Batista y calificados por el FBI, sin eufemismos, como terroristas.
Según grupos estadounidenses desde diferentes universidades o grupos independientes no afiliados al gobierno ni a corporaciones con fines de lucro, como el Center for Justice and Accountability, cientos de criminales del Caribe, de América Central y de América del Sur lavaron su pasado de genocidios, estafas y tráfico de drogas, y hoy son respetables hombres de negocios viviendo libres en Estados Unidos.
No sólo cambiaron uniformes militares y sus abanicos oligárquicos por traje y calzas, sino también adaptaron sus viejos discursos de clase dirigente latinoamericana por eso de “huimos del comunismo buscando la libertad”, y ahora este país es nuestro. Quienes no estén de acuerdo, pueden irse a otro (es decir, el viejo complejo del hacendado dueño de tierras y vidas humanas). Nadie pregunta quiénes son de verdad esos amables viejitos. Ni sus propios hijos.
Mientras ellos presumen de la libertad (y la vida) que le quitaron a sus hermanos en países acosados, en Florida los profesores de secundarias han comenzado a rodear sus bibliotecas con las cintas amarillas que usa la policía para cerrar las áreas donde se cometió un asesinato. La cultura ya no es un campo de batalla sino la escena del crimen.
En algunos casos, antes de ser removidas, las bibliotecas son cubiertas con cartones para evitar que algún joven estudiante acceda a algún libro prohibido por la nueva inquisición estatal liderada por el gobernador y serio candidato a la presidencia de este país en 2024.
Una larga lista de libros ha sido prohibida en varios estados. Peor aún, se ejerce la autocensura apostando al miedo de aquellos que podrían ser sancionados o podrían perder sus trabajos si alguien descubriese que en su biblioteca de clase hubiese algo fuera del nuevo marco de la ley aprobada por una horda de representantes que es incapaz de mantener un debate mínimo sobre la historia de su propio país.
Como esto es un nuevo récord del absurdo, algunos recurren al inocente argumento de que las nuevas leyes pretenden proteger a los jóvenes de la pornografía. Si se refieren a la historia de la esclavitud, a las violaciones sistemáticas de los amos blancos a sus jóvenes esclavas antes de linchar a algún hombre de su familia; si se refieren al racismo o al robo continuado de la clase trabajadora (esa que tiene miedo de llamarse “clase trabajadora” como los esclavos evitaban llamarse a sí mismos esclavos), pues sí, es muy pornográfico.
Pero el argumento se desmorona sólo con mirarlo.
Por algo no se ha prohibido el uso de celulares, que es de donde los niños consumen pornografía comercial (negros sobre blancas) en las escuelas, sino que la prohibición ha recaído en la enseñanza de cualquier cosa referida al racismo (la palabra imperialismo no ha llegado ni al horizonte de los Torquemada).
Es decir, se ha prohibido por ley cualquier aspecto central y constitutivo de la historia de este país, “para no herir la sensibilidad de los jóvenes blancos” y “proteger la libertad de sus padres” a que se les enseñe el dogma de la casa (que, se asume, es la historia oficial y patriótica del gobernador), no la historia real.
Las bibliotecas siempre fueron peligrosas y han sido siempre las primeras víctimas de los fanáticos iluminados, desde la antigüedad hasta la censura estalinista, la quema de libros en la Alemania nazi y las múltiples y diversas dictaduras fascistas de África y América Latina, satélites de los imperios privados y estatales del Norte.
En esta etapa, el fascismo presume de ser el campeón de la libertad. ¿Qué podemos esperar de los medios comerciales, principales instrumentos del poder censor que repite hasta la intoxicación la palabra libertad?
La historia oficial está construida más de olvidos que de memoria, y quienes usan estos mitos sociales, siempre más poderosos que la realidad, apuestan por lo seguro en el mercado electoral. Por eso suelen ser exitosos y, en la cultura consumista, si uno es rico y exitoso es también dueño de la verdad.
A ese absurdo totalitario, como en muchos otros países, llaman patriotismo. Este fanatismo no es muy diferente al que creó el mito del Destino manifiesto en el siglo XIX. Como es natural y necesario, ahora el mito cambió de vestimenta, de maquillaje y algún que otro adjetivo.
El crimen siempre paga. La censura por ley. El olvido por complicidad. La omisión por conveniencia. El insulto por mediocridad. La sumisión por cobardía. Todas esas miserias humanas tarde o temprano tienen su recompensa. Recompensa contante y sonante, como las treinta monedad de plata de Judas. De otra forma, si el mundo fuese diferente, los críticos del poder serían “ricos y exitosos” y los mercenarios serían “pobres y fracasados ―dangerous bitter losers!”
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(*) Jorge Majfud Albernaz, nació en Tacuarembó (Uruguay) el 10 de setiembre de 1969. Se graduó en Arquitectura en la Universidad de la República de Uruguay en Montevideo, y se doctoró en Literatura Hispánica en la Universidad de Georgia en estados Unidos. Ha sido profesor en la Universidad Hispanoamericana de Costa Rica, de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Georgia y en la Universidad Lincoln de Pennsylvania. Actualmente es profesor de Literatura latinoamericana y Estudios Internacionales en Jacksonville University (EE.UU). Ha escrito varios libros que fueron traducidos a varios idiomas. Colabora en numerosos periódicos y emisoras de radio a ambos lados del Atlántico así como diversas cadenas televisivas norteamericanas. Reside en Estados Unidos desde 2003. Es habitual colaborador en diferentes medios internacionales. Su último libro “La Frontera Salvaje. 200 años de fanatismo anglosajón en América Latina” está considerado uno de los textos de estudio más importante publicado a nivel mundial.
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