II – La generación del silencio
A los tres años subí a la torre de control del cuartel de Rivera, Uruguay, y toqué las alarmas. Al grito de “se escapan los tupas” se desplegaron los militares hasta que me descubrieron y me gritaron “¡Bajáte de ahí, hijo de una gran puta!”. Esto lo recuerdo bien. No recuerdo, como decía mi abuela y lo repetían otros, que me bajé enojado y el milico me llevó arrastrando de un brazo.
Eso fue en el año 1973. Antes había conocido la cárcel de Salto y por último la de Libertad, con motivo de las visitas que mi familia le hacía a mi abuelo, Ursino Albernaz, “el León pelado”, el viejo rebelde, la oveja negra de una familia de campesinos conservadores.
Según diversos testimonios, el viejo fue detenido por darles de comer en su granja a unos tupamaros prófugos. Desde entonces tuvo que aguantar todo tipo de torturas, encapuchado y golpeado por algunos de sus vecinos de poco rango; con las manos atadas por detrás, tuvo que esquivar los piñazos del ahora célebre capitán Nino Gavazzo, a quien hasta los servicios de inteligencia de Estados Unidos (con un historial vergonzoso en las dictaduras de la época) impidieron su ingreso al país calificándolo de “borracho bocón” cuando se supo de la amenaza contra la vida del congresista estadounidense Edward Koch.
De esos cursos en el infierno, mi abuelo salió con una rodilla reventada y algunos golpes que no fueron tan demoledores como los que debió sufrir su hijo menor, Caíto, muerto antes de ver el final de lo que él llamaba “tiempos oscuros”.
En la cárcel de Libertad (la más famosa cárcel de presos políticos se llamaba así porque estaba en un pueblo del mismo nombre, no por la incurable ironía rioplatense), el tío Caíto le confesó a su madre que había sido allí, en la cárcel, donde se había convertido en aquello por lo cual estaba preso. Siempre hablaban a través de un vidrio. Luego seguíamos los niños por otra puerta y salíamos a un patio tiernamente equipado con juegos infantiles. Allí estaba el tío, con su bigote grueso y su eterna sonrisa. Su incipiente calvicie y sus preguntas infantiles.
A mí me elegían siempre para memorizar los largos mensajes que todavía recuerdo, ya que desde entonces perdí la generosa capacidad de olvidar. Entre los niños hamacándose y tirándose de los toboganes, yo me acercaba al tío y le decía, en voz muy baja para que no me escuchara el guardia que caminaba por allí, el mensaje que tenía.
El tío había sido torturado con diferentes técnicas: en Tacuarembó lo habían sumergido repetidas veces en un arroyo, lo habían arrastrado por un campo lleno de espinas. Lo habían encerrado en un calabozo y, mostrándole una riñonera ensangrentada, le habían informado que lo iban a castrar al día siguiente, razón por la cual había pasado aquella noche intentando esconder sus testículos en el vientre hasta reventar. Al día siguiente no lo castraron, pero le dijeron a su esposa que ya lo habían hecho, por lo cual su flamante esposo ya no le iba a servir ni de esposo ni de padre para sus hijos.
La tía Marta volvió al campo de sus suegros y se pegó un tiro en el pecho. Mi hermano y yo estábamos ese día de 1973 en aquella casa del campo, en Tacuarembó, jugando en el patio al lado de una carreta. Cuando oímos el disparo fuimos a ver qué ocurría. La tía Marta estaba tendida en una cama y una mancha cubría su pecho. Luego entraron personas que no puedo identificar a tanta distancia y nos obligaron a salir de allí. Mi hermano mayor tenía seis años y comenzó a preguntarse: “¿Para qué nacemos si tenemos que morir?”. La abuela Joaquina, que era una inquebrantable cristiana a la que nunca vi en iglesia alguna, dijo que la muerte no es algo definitivo, sino sólo un paso al cielo. Excepto para quienes se quitan la vida.
– ¿Entonces la tía Marta no irá al cielo?
–Tal vez no –contestaba mi abuela–, aunque eso nadie lo sabe.
El tío Caíto murió poco después de salir de Libertad, en 1983, casi diez años más tarde, cuando tenía 39. Estaba enfermo del corazón. Murió por esta razón o por un inexplicable accidente en su moto, una noche, en un solitario camino de tierra, en medio del campo.
Ninguno fue un desaparecido. Ninguno murió en una sesión de tortura. Como muchos, fueron simplemente destruidos por un sistema y por una cultura de la barbarie.
El resto, aquellos niños que fuimos, seguiremos de alguna forma vinculados con esa barbarie hasta nuestras muertes. Nos queda, sin embargo, la posibilidad de ejercitar nuestra libertad de conciencia y hacer algo con todo ese estiércol, como un agricultor que abona un suelo en procura de algo más bello y productivo.
El 27 de julio de 1973 tuvo lugar el golpe de Estado cívico-militar que duró hasta 1985 y que precedió al golpe en Chile el 11 de setiembre y el de Argentina tres años después.
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De Eduardo Galeano:
Esa pregunta
La familia Majfud había sido acorralada por la dictadura militar uruguaya, había sufrido cárcel y torturas y humillaciones y había sido despojada de todo lo que tenía.
Una mañana, los niños jugaban en una vieja carreta cuando sonó un balazo. Ellos estaban lejos, pero el tiro atravesó los campos de Tacuarembó y entonces supieron, quién sabe cómo, quién sabe por qué, que el estampido venía de la cama de la tía Marta, la más querida.
Desde esa mañana, Nolo, el más chico de la familia, pregunta y se pregunta:
-¿Por qué nacemos, si tenemos que morir?
Jorge, el hermano mayor, trata de ayudarlo.
Busca una respuesta.
Los años van pasando, como pasan los árboles ante la ventana del tren; y Jorge sigue buscando la respuesta.
(“El cazador de historias” de Eduardo Galeano)
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