En estos tiempos en que parece que sentimos tantos la necesidad de hacernos valer; en estos días en que muchos piensan que para sobrevivir en la selva contemporánea les es inexorable sacar pecho y mirar desde un pedestal artificial a quienes enfrentan, para minimizarlos y someterlos; en esta época de damas y caballeros que, conduciendo autos, no respetan a los peatones ni el derecho de preferencia de cruce en las esquinas o que, en las reparticiones públicas, soslayan impertérritos toda cola para obtener la inmediata atención de los funcionarios; en estas horas de serruchos que se afilan en las oficinas, la humildad parece una virtud fundamental para mejorar la convivencia nacional. La pobre humildad tiene hoy mala imagen. Parece una cualidad inconveniente, anticuada, para nada relacionada con los valores predominantes en los tiempos vigentes. Es muy probable que tengamos una distorsionada idea de lo que en realidad implica ser humilde. Podría ser, en esta falsa visión, el humano de mirada baja, que acepta ser postergado por otros que no tienen mérito para relegarlo. Humilde sería quien está acostumbrado y se siente cómodo ocupando los lugares menos preferibles de los grupos sociales.
Uno de los beneficios, tal vez más inesperados, que depara la lectura de “El camino es la recompensa”, el libro que Horacio Tato López publicó, dedicado a retratar la personalidad del maestro Óscar Tabárez, es el de acercar una vivencia muy persuasiva de la verdadera humildad. (…) Hasta la lectura del libro de Tato, entre los diversos aportes de Tabárez a nuestro deporte y a nuestra cultura, mi predilección rumbeaba hacia el reconocimiento de su capacidad para que la historia de la selección se entramara en un proceso pacientemente atendido en todos sus ámbitos y edades, de modo que la figura del entrenador se transformara en un auténtico director técnico y no en un fugaz seleccionador y paulatinamente se gestara en el plantel una memoria colectiva de figuras tácticas que lo convirtiera en un verdadero equipo y una secuela de vivencias compartidas que fortaleciera una real amistad y compañerismo.
Sin embargo, página tras página me fui topando con invocaciones expresas o alusivas a la humildad como virtud primordial. Empecemos por pasajes que no pude transcribir en la columna anterior. Ya al comienzo del libro suelta Tabárez esta frase llamativa: “Sí, antes nos conocíamos todos y nos cuidábamos entre todos. Bueno, en ese mundo, siendo dentro del grupo uno más, fue que me crié. Hoy, más allá de que lo que yo entiendo las resonancias, y que me sorprende el reconocimiento de la gente, yo no miro las cosas desde la perspectiva de esto que me ha sucedido, sino de aquello otro. Me siento uno más como persona. Yo no era el mejor en nada, pero tampoco era el peor” (pág. 21). Con cierto tono crítico, acaso el mismo con el que Ana Monterroso le decía en el siglo diecinueve a la Lavalleja, su marido: “Date corte, date corte, Juan Antonio”, su esposa Silvia lo describe en el “El vestido rojo” (pág. 154): “El es una persona que tiene un poder de convencimiento muy particular. Y es humilde, demasiado humilde”. Celso Otero, hoy su entrenador de arqueros, fue dirigido por Tabárez en un Wanderers histórico. Cuenta: “Me acuerdo de que en algún momento, de jugador, me iba tan bien que quería imponer cosas y el maestro se me acercaba y me decía: ‘vos no estarás agrandándote, ¿no?’. Era un sacudón a la reflexión para que las cosas se encauzaran nuevamente” (pág. 246).
Prosigamos con las opiniones del maestro que puede citar y donde aflora claramente esa vivencia. “Yo cumplía, y mirá que no era brillante. Jamás fui abanderado, el mejor de la escuela ni nada por el estilo; al contrario, pero cumplía con las cosas que tenía que hacer. Tenía buenas notas y un sentido de la corrección que creo que lo he mantenido. Las cosas no sólo hay que hacerlas para conseguir resultados o una dimensión pública, sino que hay que hacerlas porque es lo que corresponde” (pág. 42). Antes había dicho: “Era un chiquilín de los más común y corriente que podía haber, y es lo que me ha llevado a que sea una persona mayor lo más común y corriente. Porque aunque las circunstancias a uno lo pongan en determinado lugar, eso no cambia, no debe cambiar la perspectiva. Uno debe ser quien es y debe proceder de acuerdo a lo que ha vivido y a lo que son sus creencias” (pág. 28).
Como Mario Benedetti, Tabárez concibe la vida como un paréntesis entre el nacimiento y la muerte. “Desde la adolescencia tengo la idea de que esto es un viaje entre una situación que ya ocurrió, que fue ponernos en el mundo, y otra que (inevitablemente) va a ocurrir. A partir de eso mi interpretación es que uno va haciendo su camino y jamás sabe cuál puede ser, porque a veces está mas allá de las intenciones”. Ese camino hay que tomarlo en serio, transitarlo conscientemente, procurando aprender a recorrerlo, aprovechando la experiencia ajena o los ensayos propios, con sus aciertos y errores.
Lo peculiar es que, para el maestro, la meta de ese camino es un éxito descollante, una victoria excepcional que nos encarame por encima de los demás, simplemente hacer cabalmente lo que nos corresponde hacer y nos vaya lo mejor que la suerte nos reserve: “Las cosas no sólo hay que hacerlas para conseguir resultados o una dimensión pública –hagamos que nos repita-, sino que hay que hacerlas porque es lo que corresponde”. La humildad es, pues, vivir prescindiendo de la ambición, pero sin dejar de perseguir resultados a los que en nuestra existencia hay que darles el lugar que, por su aleatoriedad o accidentalidad, corresponde. No es sentirnos mejores que nadie, pero tampoco inferiores. La humildad es la vivencia cotidiana de la igualdad. Igualdad en derechos y en deberes; igualdad que nos impone hacer –o no hacer- las cosas que vivir en sociedad determina que nos corresponde.
La conformación del grupo celeste ha sido esencial en este minucioso cuidado de la humildad que es nítido en las actitudes de los más exitosos jugadores dentro y fuera de la cancha. Pero también ha pesado en la determinación de su actitud ante sus sucesivos adversarios: jugando con cautelas, pero sin aprensiones, ante selecciones de primera línea en el fútbol mundial y sin falsas seguridades ante equipos de trayectoria poco reconocida. Esta concepción de la humildad, que equipara con el activo tratamiento igualitario de los semejantes, es también esencial para nuestra convivencia republicana en paz y seguridad. Quizá no tanto en la prevención de los graves atentados contra los derechos ajenos, en lo que inciden otros factores, sino en la suscitación de un clima de relaciones recíprocas grato, sin agresiones ni destrato, que facilite el gozo de un auténtico y generalizado respeto, que nos lleve a preguntarnos otra vez: ¿habrá un país como Uruguay?
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