Negocio de la atención, estrategia de la distracción

Por Jorge Majfud -Texto III.

Hace poco más de un siglo, para vender la Primera Guerra Mundial en Estados Unidos, el publicista George Creel creó un escuadrón de miles “four minute men” (cuatro-minutos-hombre), luego de haber calculado que la atención promedio de un consumidor no se sostenía por más de cuatro minutos. Desde entonces, el consumo de información a través de los nuevos medios como la radio, el cine y la televisión fueron creando, publicidad y propaganda mediante, lo que podríamos llamar (sin vincularlo a la condición médica definida con la misma terminología) individuos con déficit de atención.

En 2015, un estudio en base a electroencefalogramas (EEGs) de Microsoft Corp., llegó a la conclusión de que las personas continúan perdiendo capacidad de concentración. Para ese año, el tiempo alcanzado fue de ocho segundos. En el año 2000 el promedio de atención sostenida en un consumidor promedio era de 12 segundos.

Según calculan los científicos, el mismo poder en un pez dorado alcanza los nueve segundos, un segundo más que el promedio de los consumidores de redes sociales.

Ahora, “poder de atención” y “cautiverio” son dos cosas distintas. Distintas, pero complementarias. Una atención hiper fraccionada es más susceptible al cautiverio digital porque requiere satisfacción inmediata. Es el mundo de los videojuegos. Un jugador se vuelve adicto cuando necesita un átomo de recompensa tras otro. Un poder de atención que es capaz de sumergirse en un libro de doscientas páginas tiene un objetivo más holístico del entendimiento de un problema o de una situación. La atención hiper fragmentada es una sucesión interminable y sin destino. De hecho, los ataques de furia de los jugadores cuando pierden un juego probablemente se deba más a la interrupción del proceso de estímulo-recompensa-inmediata que a la derrota misma, ya que esta es una derrota virtual, es decir, no es nada.

No otra cosa son los memes, los micro videos de TikTok o las interminables compilaciones de situaciones fragmentadas donde ni siquiera se puede ver el final o la resolución de la situación y menos tener un segundo de reflexión o digestión de lo que ocurrió en el fragmento anterior antes de ser expuesto con la nuevo micro situación que, naturalmente, tiene cero relación con la anterior.

Nada de esto es parte de una naturaleza, de las manchas solares o de la física cuántica. Los laboratorios de redes sociales como Twitter poseen ingenieros-psicólogos que dedican todo su tiempo para imaginar e instrumentar formas para mantener cautivos a sus consumidores, y que ese cautiverio sea más y más prolongado, es decir, exactamente lo opuesto a la capacidad de concentración de la víctima consumidora.

Aza Raskin, ex empleada de Mozilla y Jawbone, lo resumió de forma gráfica: “Es como si estuvieran rociando cocaína por toda la red para que los usuarios vuelvan una y otra vez por la misma droga […] Detrás de cada pantalla de teléfono, hay mil ingenieros trabajado con el objetivo de hacer el uso de una plataforma lo más adictivo posible”.

Según Sandy Parakilas, ex empleada de Facebook, “las redes sociales son muy similares a una máquina tragamonedas […] definitivamente había conciencia de que el producto creaba hábito y era adictivo”. Cuando ella misma intentó dejar de usar la plataforma, sintió que estaba luchando contra la adicción del tabaco.

Naturalmente, la versión de Facebook (como en el pasado las excusas de las compañías tabacaleras que negaban o les quitaban importancia a las muertes por cáncer de pulmón) consistió en otro cliché que, como todos, tienen una parte de verdad que se usa como cortina de humo: sus productos fueron diseñados “para acercar a las personas a sus amigos, a sus familiares y a las cosas que le importan a cada uno”. Leah Pearlman, una de las inventoras del botón Like de Facebook, años más tarde reconoció que se había enganchado a Facebook porque había comenzado a basar su sentido de autoestima en la cantidad de “me gusta” que obtenía con cada interacción.

Por su parte, Sean Parker, presidente fundador de Facebook, afirmó que las redes sociales “cambian la relación de un individuo con la sociedad” e interfieren con la productividad de formas extrañas. “Solo Dios sabe lo que le está haciendo al cerebro de nuestros hijos”, agregó en un seminario sobre el tema en Filadelfia. No por casualidad los dioses de Silicon Valley envían a sus hijos a escuelas casi sin tecnología, aparte de pizarras para escribir con tiza.

El mismo Bill Gates no le permitió a su hijo tener un teléfono celular hasta los 14 años. Tim Cook, CEO de Apple, también reconoció que impone los mismos límites a su sobrino. “Hay algunas cosas que no permitiré. No los quiero en una red social”.

Pero las redes sociales son una parte de una realidad mayor y anterior: la ideología de las-ganancias-sobre-todo. Los niños de abajo pertenecen a otra especie humana. Son productos. Son consumidores. Como los esclavos del siglo XIX, como los toros de lidia, no sienten dolor ni tienen sentimientos civilizados. McDonald’s, por ejemplo, educa a los niños desde que dejan la teta de sus madres con la adoctrinación de “La Cajita Feliz”, más demagógico que cualquier político y tan adoctrinadora como cualquier religión. Ninguna de estas adoctrinaciones se llama “abuso infantil”, aunque las víctimas sean niños de cinco o diez años.

Según el director de Fox Family Channel, hasta 2001 una de las subsidiarias de Freedom Channel (El Canal de la Libertad) y parte del conglomerado mediático del gigante Disney, “cada vez más, las compañías se están dando cuenta de que si desarrollan una lealtad en los niños de hoy, ellos serán los adultos de mañana”. Un especialista en mercadeo ya había observado: “Si usted tiene hijos, le puedo asegurar que al volver a casa les preguntará qué quieren para comer, o qué les gustaría que les comprase. Los padres no quieren comprar nada que a sus hijos no les guste. No quieren escucharlos quejándose. No es algo eficiente”. Para ese momento (1997), los niños de entre cuatro y diez años eran responsables de un mercado de 24 mil millones de dólares (43 mil millones a valor de 2022), es decir, tres veces mayor que una década antes.

En 2016 el candidato Donald Trump no ganó las elecciones presidenciales en Estados Unidos porque la prensa hubiese hablado bien de él, sino porque habló mucho de él. La mayoría de los grandes medios, desde el New York Times hasta CNN no se cansaron de publicar noticias, análisis e informes sobre el ilimitado material para la indignación que le proporcionaba el candidato más ridículo de la historia, luego de James Polk en 1844.

Los temas iban al corazón de los bajos instintos, propios de las redes sociales que usaba el candidato hasta medio dormido durante altas horas de la noche: racismo, sexismo, tribalismo, xenofobia y todo tipo de temas tóxicos y negativos, elementos constituyentes de nuestros reflejos ancestrales más profundos. Su oponente, Hillary Clinton, recibió coberturas más favorables de la gran prensa tradicional e, incluso, su campaña invirtió más dinero (768 millones) que su rival (398 millones). Sin embargo, como lo demostró la firma de análisis de datos de los medios MediaQuant, de julio de 2015 a octubre de 2016 la campaña presidencial de Donald Trump recibió 5,9 mil millones de dólares en atención gratis por parte de esta misma prensa, mientras que Clinton recibió apenas 2,8 mil millones.

  • Jorge Majfud, 2023

(Del libro “Moscas en la telaraña: Historia de la comercialización de la existencia y sus medios”.)

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