Hace unas semanas estuve en Montevideo. Me enteré de un copamiento a un conocido restaurante, de asesinatos varios, de robos no menos numerosos (¡hasta a la casa del vicepresidente!) y de “ajustes de cuentas”. Caminé en las en las mañanas, en las tardes, en las noches y en las madrugadas. A veces, asustado y en guardia, lo hacía con una mochila donde cargaba mi Mac y mi iphone. Lo pensaba dos veces, pero lo hacía. Cuando tuve que ir a un cajero fui a un shopping, y si lo hacía en un banco no me sentía observado. Caminaba aplicando un poco de reojo, y nada más. Me sentía en guardia, pero libre (¿ingenuo?)
Me contaron de crímenes y no castigos. Me dijeron que tuviera cuidados varios. Me encontré con amigos angustiados, hastiados de la violencia y de la impunidad. Pero vi gente en las plazas, en la Rambla, niños solos jugando al futbol en la calle a altas horas de la noche, a madres y padres paseando con sus hijos en cochecito, o viéndolos correr en un centro comercial. Muchos tomando mate y caminando sin mirar para atrás.
Ahora escribo esto en México DF, la capital de un país desangrado por la violencia. Un territorio hermoso, con inmensa riqueza, con gente sencilla y acogedora, pero con problemas tan arraigados como las matanzas, la corrupción, la injusticia y su hermana la pobreza extrema. Llegué hace unos días y ya fui inundado por los reportes de la prensa acerca de fugas de presos, ejecutados en las calles, operativos para rescatar a secuestrados, empresarios y comerciantes (pequeños, medianos y grandes) denunciando extorsiones del crimen organizado (que muchas veces son policías, jueces y funcionarios).
Recuerdo ahora una tarde que visitaba Ciudad Juárez, al norte del país, y mientras comía uno de mis amigos recibió una llamada donde le decían que su hijo pequeño, que estaba en el Jardín de Infantes, ¡había sido secuestrado! Lo primero que hizo fue ir hasta la escuela a ver qué pasaba. Para su sorpresa, y la de los otros padres que fueron llegando porque habían recibido una llamada similar, todo transcurría normalmente. Los maestros ni siquiera estaban enterados de esas diabólicas llamadas destinadas a la extorsión.
Una madrugada me despertó el timbre del teléfono (esas llamadas que uno nunca quiere recibir y que a esas horas y en esta ciudad suenan todavía más terribles). Respiré hondo, levanté el teléfono y caminé unos pasos. –“¡Papá, papá!… ¡Unos señores me tienen y me quieren hacer daño!”, escuché decir mientras trataba de conservar la calma. Para mi felicidad momentánea no reconocí esa voz como la de mi hijo y aún así colgué temblando… y a hasta desconecté la línea.
Aunque no hay una parte del país que se salve del embate de la violencia, hay lugares en el norte y occidente donde es especialmente grave la situación que ha dejado decenas de miles de muertos y decenas de miles de desaparecidos. Se ha mencionado que México en muchos aspectos es un lugar donde el Estado está ausente. Lo han denunciado organizaciones no gubernamentales, gobiernos extranjeros, partidos políticos, pero los gobernantes en turno se han negado a admitirlo. Lo cierto que es larga la fila de alcaldes asesinados, policías ejecutados y, últimamente, la aparición de paramilitares, que eufemísticamente les llaman “policía comunitaria”. Dicen que están ahí porque las autoridades no defienden a los pobladores. (¡Qué feo huele!)
Acapulco, la que fuera la estrella del Pacífico y que eligieran para vivir, entre otros, Luis Miguel y Johnny Weissmüller (Tarzán); el balneario más popular del país y de los habitantes de la ciudad de México, lidera hoy a las ciudades con más homicidios, y es a nivel mundial una de las más peligrosas por esas estadísticas. (Hace unas semanas violaron a 6 españolas)
Antes me hacía una escapada de fin de semana. Tres horas por autopista y a gozar del aire cálido, los mariscos y los pescados, una buena cerveza helada. Hoy, hay que pensarlo: asaltos en la autopista y balaceras y ejecuciones en plena rambla acapulqueña. Claro que aún con temor, la gente desafía a la suerte y siempre piensa “a mí no me va tocar” y se lanza a esos lugares a gozar sus vacaciones, mientras helicópteros y patrullas de la policía complementan el paisaje que antes solamente incluía bikinis, olas y algún paracaídas tirado por una lancha.
La población tiene que seguir viviendo, ocupando los lugares públicos para que no lo haga la delincuencia, recuperando a los jóvenes que ni estudian ni trabajan ofreciéndoles oportunidades, y exigiendo a los políticos y a funcionarios de todos los niveles aplicar la ley y combatir a la delincuencia (¡Casi una utopía contemporánea!)
Mientras, se encomienda a su Dios (o a la Virgen de Guadalupe) antes de salir a la calle, o cuando va a un banco a retirar dinero. El ciudadano tendrá que vigilar cada paso que da empujando un cochecito, o cuidar que su hijo no quede solo para que no sea víctima del rapto. Deberá confiar que el policía que se le acerca es para ayudarlo y no para asaltarlo o extorsionarlo. Tendrá que suplicar que el taxi que ha tomado para volver a casa no se detenga de repente para dejar entrar a un asaltante. Decidirá no comprar un auto llamativo ni llevar relojes mientras maneja con la ventanilla cerrada y mirando por los espejos para que no lo sorprendan cuando se detiene. Y, si le toca la mala suerte del asalto, dejarlo todo porque de eso depende seguir viviendo.
En México hay ajustes de cuentas, hay secuestro expreso, hay droga circulando, hay robos a casas de familia, hay asaltos en los bancos y a las camionetas blindadas. Las autoridades dicen que solamente hay “foquitos rojos” y que la prensa exagera con la información, que hay menos muertos y víctimas que los que denuncian, que los policías ganan poco y por eso se corrompen, y que hay que bajar el la edad de imputabilidad para que los menores (sicarios, narcomenudistas) puedan ser juzgados como delincuentes.
Sin embargo, en Uruguay… l
(*) Homero Fernández es un periodista uruguayo. Fue director fundador del diario Reforma de México.
De elobservador.com.uy
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