LA CULTURA DEL REBENQUE / Por Jorge Majfud (*)

Carolina Andrade es una activista uruguaya contra el maltrato animal. El pasado fin de semana fue atacada con rebenques y látigos en un espectáculo de doma por desplegar, junto con otros activistas, la leyenda “La tortura no es arte ni cultura”. Como consecuencia de este ataque, algunos compañeros de Carolina Andrade fueron hospitalizados. Según recuerdo, este hecho se ha repetido otros años. En algo no estoy de acuerdo con Carolina. Aunque yo suscribiría la idea del lema y la fuerza literaria que posee, quizás éste es algo impreciso, si consideramos que la tortura animal como las corridas de toros sí son cultura: es la cultura de la barbarie, el sadismo, la cobardía y el crimen colectivo.

Por otro lado, algo no se defiende simplemente por etiquetarlo como cultura o como tradición, tal como pretenden los defensores de las corridas y al cual hace alusión el lema de los activistas que están en contra. El machismo, el racismo, la explotación del hombre por el hombre (qué anacrónica suena esta inagotable realidad), la instrucción de niños a fuerza de palo y penitencias dolorosas también son tradiciones apoyadas por fuertes culturas, razón por la cual es difícil combatirlas aun cuando las necesidades estructurales, sociales y económicas que pudieron justificarlas de alguna forma han sido superadas tiempo atrás, a veces siglos atrás. No voy a equiparar el espectáculo de la doma de caballos con el varias veces sádico y la criminal tortura de toros que con un eufemismo de siglos llaman “corridas”. Podemos entender que la actividad de la doma, antes que un espectáculo ha sido una necesidad de sobrevivencia en las antiguas sociedades rurales. En un grado muy menor, todavía lo es. Tal vez lo condenable no es (solo) que los humanos esclavizamos animales de muchas formas (como cuando ponemos un caballo a tirar de un carro, de un arado o los matamos para comer su carne) sino que podamos ser tan bestias como para disfrutar con el espectáculo de su sufrimiento.

De cualquier forma, en el incidente sufrido por los activistas como Andrea Andrade, existe una serie de valores éticos y sociales que están en juego.

El primero, y de extrema importancia en cualquier sociedad civilizada y democrática, ha sido la violación del derecho de expresión de las manifestantes en un área publica, perteneciente a un organismo del Estado, como lo es la Intendencia de Montevideo. Se podría argumentar que los manifestantes estaban interrumpiendo el “espectáculo”. No obstante, existen procesos para garantizar la continuidad del mismo sin castigar a los manifestantes. Este castigo no solo es ilegal sino, además, ilegitimo. ¿Desde cuando es un delito manifestarse? ¿Desde cuando manifestarse contra la violencia es ilícito o inmoral?

El segundo hecho de gravedad es la violencia con que el público censuró esta libertad de expresión de los manifestantes, llegando a la agresión física y a la complicidad, lo cual recuerda la típica reacción de la turba medieval, acostumbrada a resolver conflictos por medio de la imposición y la violencia. Esta actitud epidérmica, encolerizada e irracional, ha tenido más sutiles manifestaciones, aunque mucho más violentas, en periodos de caza de brujas, no sólo en la Inquisición europea sino en las más recientes dictaduras latinoamericanas y en las guerras americanas de las últimas décadas, perpetuadas con el apoyo de la turba embrutecida por la televisión y la desinformación –es decir, por un tipo de cultura.

El tercer hecho de gravedad es la confirmación de una conocida impunidad que, si no sistemática, a esta altura es parte del folklore nacional: el juez que tomó la denuncia dejó en libertad a todos los implicados en los hechos. No hay culpables. Ergo, estas violaciones a los derechos individuales, como tantas otras, no solo han sido protegidas sino que se ha cometido un nuevo acto de injusticia al negarles justicia a las víctimas de la agresión.

Yo he nacido y crecido en un departamento formado en la cultura agropecuaria. Como arquitecto, he conocido de primera mano casos que se podrían calificar de neofeudalismo. No se trataba de mala gente. Simplemente ni el vasallo ni el señor feudal eran conscientes de la brutalidad de los valores y las prácticas que los hacían sentir tan orgullosos. Esta cultura, como todas, tenía sus aspectos ambiguos. Por un lado estaban ciertos códigos morales que hacían del gaucho una figura noble (de ahí la palabra “gauchada”), aunque idealizada en sus versiones tipo Martín Fierro, cuando no en su versión Patoruzú. Pero esa nobleza rebelde y anárquica del personaje de José Hernández era, en la mayoría de los casos, simple sumisión al patrón y a las jerarquías del momento: al comisario, al hacendado, etc. Razón por la cual los derechos civiles del gaucho se reducían a un mínimo sin que nadie escuchase por años de alguna rebelión, huelga o protesta organizada por gauchos y peones rurales. Primero, porque no tenían las condiciones para hacerlo; segundo, porque tenían una cultura que prevenía cualquier protesta más allá de la ineficaz rebelión de un individuo que terminaba expulsado de su trabajo y de su tierra o simplemente en la cárcel.

El clásico anarquismo del gaucho se manifestaba solo en la literatura escrita por estancieros, como el celebrado y rápidamente anacrónico Don Segundo Sombra de Guiraldes. Este aparato cultural no era consumido directamente por los peones semianalfabetos sino indirectamente como es el caso de los sermones en las iglesias o de las telenovelas latinoamericanas, donde el statu quo se vale del premio moral que se le otorga a la buena y pobre empleada domestica para sostenerse a sí mismo. El celebrado anarquismo del gaucho era una realidad en la literatura, en la imaginaria popular y en las canciones folklóricas, escritas como catarsis de la tristeza, el dolor y la frustración del peón de campo.

Desde mi infancia en los campos de Tacuarembó he conocido muchos de estos “nobles trabajadores”, abnegados, adornados con muchas palabras con la función de levantar la moral del oprimido, que competían entre ellos para demostrar quien cortaba mas árboles o quien resistía más horas agachado bajo el sol y sobre la tierra, cosechando papas sin que con ese brutal e irracional esfuerzo no solicitado les fuese algún aumento en el salario. Era cuestión de hombres, de machos, de guapos. Luego, nadie decía que cuando cumplían cincuenta años estaban destruidos, descaderados, con vértebras irrecuperables, con problemas de malnutrición, etc. No, por el contrario se mencionaba la vida saludable del campo (lo era para algunos, sin dudas) y se repetía el caso de el viejito Juan en no sé que paraje de algún rincón del país que había vivido cien años o más que Matusalén trabajando de domador.

Como siempre, la palabra terminaba por vencer y moldear la realidad, como hace un domador con un bagual. Sólo que aquí los roles han estado históricamente invertidos y el peón, románticamente llamado “gaucho”, no es el que monta, precisamente. Pero una vez domado será fiel a su jinete. Hay una diferencia: el caballo, domado, nunca atacará a nadie que se atreva a criticar a quien lo monta, por brutal que sea el trato del jinete. Porque la nobleza de los animales no es tan brutal como la nobleza de los humanos que han sido definitivamente domados.

(*) majfud@gmail.com

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