La voz negro evoca las acechanzas nocturnas, apunta a lo satánico, nombra el lado sombrío del hombre y de las cosas: un alma negra, un cielo negro, una negra ingratitud.
ÁFRICA: los nombres y los hombres – Por ende, un cuerpo negro, al ser contemplado por la mirada etnocentrista del orgulloso hombre blanco, evoca lo sucio, lo abyecto, lo chamuscado por las llamas del infierno. Lo negro repele y lo blanco atrae. El negro es el fúnebre color de la desgracia, la tristeza y el luto mortuorio. Lo blanco, en cambio, es el color de la virginidad, de la pureza, de la inocencia, de la adánica piel del Paraíso. Los antiguos europeos que manejaron esos estereotipos no tenían modo de saber que nuestros antepasados africanos, los australopitécidos y sus descendientes – el Homo habilis y el Homo erectus-, eran de piel oscura. Tanto el negro como el blanco son colores de por sí neutros: es la cultura la que introduce las calificaciones positivas o negativas, la aprobación o el rechazo.
Los colores no hablan por sí solos sino con la voz de las opiniones que glorifican el Nosotros y degradan el espíritu y el cuerpo del Otro. Ainú significaba hombre en la lengua del pueblo de piel blanca y de abundante pilosidad que habitaba al norte del archipiélago japonés. Pero los japoneses lo denominaron aíno, es decir, perro. Y como a perros los trataron hasta lograr su extinción. Las preferencias y rechazos sociales consagrados por la costumbre y trasmitidos por la tradición no son racionales: son convencionales. El duelo se viste de negro en Europa y de blanco en la India y la China.
El poeta antillano que pedía angelitos negros tenía clara conciencia del por qué de su demanda. Los pintores renacentistas y barrocos entregaron a la posteridad mofletudos y rubios querubines, cuerpos albos y sonrosados con alas de inmaculadas palomas. El cutis blanco, los ojos azules y el cabello rubio reinaban en su paleta mental y manual: celebraban así la apoteosis cromática de lo perfecto. El cielo y los escuadrones seráficos se habían convertido en propiedad exclusiva del hombre blanco y cristiano.
LA línea de color – Vicente Rossi, a cuyos libros se acude para esclarecer aspectos importantes de la negritud colonial, los viejos candombes y los orígenes del tango, echaba a rodar, sin inmutarse, juicios tan despiadados, tan odiosos, tan erróneos y por añadidura compartidos hoy por muchos poseedores de epidermis claras- como los que siguen. Era inútil preguntarles sobre cosas de su raza o de su tierra, no conseguían evocar el más fugaz recuerdo; y ya sea por su característica complacencia, o porque los apremiaba el respeto debido al que los interrogaba, respondían generalmente con un ingenuo disparate, seguros de que habían obedecido e ignorado todo lo que habían contestado. Se requería cierta paciente táctica para explicarles y hacerles retener alguna orden; la lección era al fin aprovechada pero con las incertidumbres propias de un entendimiento infantil. Parece que esta raza secuestrada y sometida a las torturas de la esclavitud se hubiese idiotizado, perdiendo hasta la noción de lo que fue. Y es de creerlo así porque el hombre negro de estas tierras: de hombre, la figura, de fiera, la fealdad. Discurría como un niño y obedecía como un perro. Su conformación tan defectuosa y descuidada, podría explicar en mucho aquellas particularidades. La Naturaleza le ha hecho a esta raza la mala partida de darle el don de la palabra y negarle el del buen discernimiento; y abusando de sus recursos, dando a la Humanidad, en el hombre blanco la obra y en el negro la caricatura (1)
Como la historia de la esclavitud lo demuestra, muchas comunidades tribales africanas quedaron al margen del infame comercio de la esclavitud. Conviene señalar esa particularidad porque los 20, 30, o más millones de prisioneros que fueron estibados como bultos en los barcos negreros – en cuyas bodegas la mortalidad fue espantosa- habían sido cazados en la región sudanesa y el área lingüística bantu. Señalo, de paso, que en el África existen más de las 2000 lenguas de las 7000 habladas por la humanidad entera. (2) Y a propósito de las lenguas, es preciso distinguirlas de las etnias, cosa que no se practica, ni aún por los propios científicos. No existen en el África razas o grupos somáticos semitas y camitas (hamitas según la terminología británica). Por ello se equivoca Arthur Ramos, quien escribió que los sudaneses recibieron influencias muy antiguas de los camitas y desde el siglo XI de los árabes musulmanes. (3) Las lenguas semíticas son habladas por los árabes y judíos mientras que los berberiscos utilizaron las camíticas. Estas han sido así denominadas con la mente puesta en el Cam bíblico, el hijo de Noé que lo contempló desnudo y al no cubrirlo provocó la ira divina. Hablar de camitas cuando se trata de negros supone un error: la maldición de Dios, recayó sobre Canaán, puesto que Cam, su padre, ya había sido bendecido por aquel y, en consecuencia, no podía retractarse. (4) Cam, que en hebreo quiere decir quemado por el sol, era de piel atezada, pero no negra.
Los boers sudafricanos que, Biblia en mano y apelando al pecado de Cam, se dedicaron a matar nativos, en especial a los hotentotes (khoin khoin, hombres entre hombres, gente entre gente) del grupo khoisánido (san se denominan a si mismos los bosquimanos, y significa hombres verdaderos), invocaban la maldición de Dios para justificar aquel horroroso genocidio. Pero sucede que los hotentotes tampoco son negros, sino mestizos de protobosquimanos y los (mal) llamados caucasoides, es decir, una mezcla de melanodermos (negros), xantodermos (amarillos) y leucodermos (blancos) amén de otros rasgos somáticos peculiares como la esteatopigia (excesiva cantidad de grasa en las nalgas) y el desmesurado tamaño de los labios menores de la vulva femenina (el delantal hotentote). Volviendo al tema: si se trata de pueblos debe decirse árabes y bérberes o berberiscos, gentilicio este último que incluye a los tuareg, nombre que significa salteadores de caminos. Dicho mote, por demás peyorativo, fue dado por los beduinos a los imoshagh, la gente noble, que esto es lo que significa el umbilicalista autocalificativo con que ensalzan sus virtudes los pobladores del Hoggar, un macizo montañés que viene a ser algo así, como el ombligo pétreo del Sahara. Finalmente, si alguna mente arcaizante persiste en el uso del término raza, debería referirse a las mediterránea y sudoccidental, y no a las camítica y semítica. Hay, si, notorias diferencias, aunque con graduaciones, entre los pobladores de la sabana, hijos del sol, altos y hercúleos los hombres, soberbias y espigadas las mujeres, todos dotados con negrísimas pieles con reflejos azulados, y los habitantes de la selva, menos oscuros, más bajos y rechonchos. Pero lo que provoca una mayor diferenciación son los rituales, mitologías, concepciones religiosas, estilos de vida y modalidades económicas. La agricultura de la azada y ganadería nomádica practicada a cielo abierto en la sabana de Bilad- as-Sudan´e (el país de los negros en árabe), no prosperan en las zonas húmedas y boscosas de la floresta guineana. Tampoco se cultivan las mismas especies vegetales. Y la penetración del Islam es mucho menos notoria entre los guineanos, donde brillan los yorubá (así, con acento agudo), en grupo étnico gestor de los Orixá, cuyas concepciones filosóficas presentan sorprendentes semejanzas con las de los presocráticos griegos.
Un continente en llamas – Trasladémonos al África para incursionar en las épocas del descubrimiento, del auge de los imperios melanoafricanos, de la trata de esclavos y, finalmente, del breve lapso que media entre la ocupación europea y el proceso de descolonización. Siguiendo esta vía ascendente ¿o descendente?- podremos asomarnos, teniendo como telón de fondo las antiguas grandezas, a los escenarios contemporáneos donde los pueblos, gobiernos y Estados artificial y no étnicamente limitados- dirimen conflictos, por no decir cruentas carnicerías, que para las entendederas occidentales resultan incomprensibles. Dichos enfrentamientos obedecen a causas remotas y a incitaciones próximas, cuyo entrelazamiento ha provocado una larga epidemia moral, un pantano político y una continua catástrofe demótica que afectan, y muy gravemente, el ser y el existir de los pueblos africanos.
África conmueve, duele, y, pese a su drama diario, asordinado o eludido por los medios de comunicación, no aminoran las esperanza de quienes, desde las entrañas del continente, aguardan días más propicios, quizá antes de lo que se vaticina y contra las predicciones de los catastrofistas que solo anuncian redobladas desventuras. No todo está perdido. Pese a los sufrimientos del pasado y los desastres del presente, los pueblos africanos, maltratados desde adentro, explotados desde afuera y olvidados siempre, han contestado con ingeniosas soluciones al doble desafío de la reorganización interna y de la salvaguarda de las identidades étnicas en un mundo globalizado. En tal sentido han adoptado formas originales de convivir y persistir, al margen de los (des)gobiernos políticos, lo que supone la existencia de poderosas reservas de fuerzas creadoras. Es cierto que las elites y muchos intelectuales esclarecidos, ayer independentistas y rebeldes, se corrompieron muchas veces al llegar al poder. Por su lado, militares sin escrúpulos, rayanos en lo mafioso, con el pretexto de imponer orden y descorrer las cortinas del progreso, recurrieron al cuartelazo y, dueños del gobierno, se transformaron en execrables tiranos e insaciables ladrones.
Durante la guerra fría la URSS y los EE.UU. atizaron incendios ideológicos que derivaron en genocidios para lograr ventajas económicas antes que fidelidades políticas. La serie de matanzas, emigraciones internas, hambrunas y epidemias sobrevivientes, no lograron doblegar el pacto instintivo, se podría decir, que rige más allá y por encima del individuo y aún de la persona. Es difícil comprender, a partir de la bizca mirada de nuestra civilización maquinista y tecnocrática, lo que realmente sucede en el seno de los pueblos y culturas que buscan salvarse, expresarse, redimirse de tanta explotación y descrédito. No creer actualmente en las posibilidades de reflotamiento de la antigua grandeza africana es persistir en los estereotipos de la incapacidad mental y el desorden congénito atribuidos a los negros de bembas prominentes, hedor a catinga y narices simiescas, tal cual se les caricaturiza y denigra. La revalorización de la lengua y la cultura africanas se encuentran aún hoy fuertemente atacadas por los resabios neocoloniales de Occidente. Desde la prensa y los ámbitos académicos, cuando se habla de las lenguas africanas se las denomina peyorativamente ´dialectos´, a las religiones tradicionales se las llama animistas o ´adoradoras de fetiches` e, indefectiblemente, los conflictos del continente, casi sin excepción, revisten niveles irracionales de luchas interétnicas. (5)
¿Qué quiere decir la voz ÁFRICA? – Comencemos esta ronda de inquisiciones asomándonos a los posibles significados de la voz África, esa enigmática denominación. Preguntar por el desfile milenario de los nombres entraña un viaje en el Trompo del Tiempo, y no solamente un rastreo etimológico. Los litorales del mediterráneo fueron visitados y colonizados tempranamente por los cretenses, fenicios y griegos, y, antes de ellos, es seguro que los egipcios llegaron por lo menos hasta las Sirtes, la Grande y la Pequeña. Eso sin tener en cuenta sus incursiones Nilo arriba, más allá de las clásicas cataratas. No obstante, casi todos los historiadores olvidan a los árabes, situados en la cercana orilla oriental del Mar Rojo. En efecto, la población de Etiopía es el producto de un mestizaje de antiguos pobladores del Yemen y Hadramaut, dos regiones de la península arábiga, con negros africanos. Resuenan fragmentos de viejas historias en las noticias ofrecidas por León el Africano y Luis del Mármol Carbajal. El primero dice que el nombre África deriva de Ifrico, un rey de la Arabia Felix la productora de incienso y mirra- que, vencido por los asirios, cruzó a la vecina Etiopía buscando refugio. Otra versión sostiene que el nombre viene de Ifricha, que en árabe (Ifriqiyyah) quiere decir tierra dividida, tal vez por la pululación y choque de etnias, tal vez por el foso marino del Mar Rojo que separa la gran península arábiga del continente africano. Por su parte Luis del Mármol Carbajal aduce que Melek Ifriqui, rey árabe vencido por los etíopes, le dio nombre a este continente.
Sea como fuere, los contactos de los árabes con los africanos tienen larga data, En efecto, según apunta Ki-Zerbo, remitiéndose a León el Africano un jefe yemení llamado Africus habría invadido Africa del Norte en el segundo milenio antes de la era cristiana fundando una ciudad llamada Afrikyah. (6)
Fenicios y cartagineses ocupan tempranamente partes de la costa africana del mar Mediterráneo. Los fenicios comienzan a fundar sus establecimientos comerciales unos 800 años AC y en Cartago, la colonia que superó en importancia a Sidón y Tiro, las metrópolis levantinas, abundaban los esclavos negros. La pasión navegante de los cartagineses va sembrando toponímicos. La tierra que bordea el mar y limita con el desierto fue denominada, según aventuran algunos lingüistas, Pharikia, país de los frutos, o Afar, polvo, y por extensión arena, o Afrig, aludiendo al pueblo Afer, situado en el actual Túnez, o Afarica, que así se denominaría la comarca donde se levantó Cartago.
Cada tanda de colonizadores cargó consigo los respectivos topónimos. Por consiguiente, se endosa a los griegos este dudoso nomenclátor: Aphros, espuma (algo obvio, tratándose de costas marinas), y Apriké, carente de frío, cálida. Más tarde arriban los romanos y ocupan toda el África del Norte. Entonces se recurre al latín, y entran en danza Africus, o sea el ábrego, viento cálido, y Apricus, soleado, expuesto al sol. Tan grande ha sido el etimoloqueo que Ki-Zerbo señala la circulación misteriosa de una presunta voz (África, nada menos) proveniente del sánscrito y quizá debida a las probables navegaciones realizadas por los indostánicos rumbo al oeste. (7)
Referencias bibliográficas
(1) Rossi, Vicente. Cosas de negros. Librería Hachette, Buenos Aires, 1958, pp.39-41.
(2) Hartmann, Elena. Una torre de Babel en expansión. Ñ. Revista de Cultura, Nº 299. Clarín, Buenos Aires, 2009, p.10.
(3) Ramos, Arthur. As culturas negras no Novo Mundo. Companhia Editora Nacional. Sao Paulo, 1946, pp. 26-27.
(4) Desarrollo con amplitud ese equivoco teológico-histórico en el tomo primero de La trama de la identidad nacional, Banda Oriental, Montevideo 1997,p.92
(5) Buffa, Diego. Imposturas del discurso oficial. Ñ. Revista de Cultura, Nº 299, Clarín, Buenos Aires, 2009, p.11.
(6)Ki Zerbo, J. Historia General de África. Tº 1º Metodología y prehistoria africana. Tecnos-UNESCO, Madrid, 1982, p.23.
(7) Id. Ibid.
*) Daniel Vidart. Antropólogo, docente, investigador, ensayista y poeta. De. UyPress – Agencia Uruguaya de Noticias
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