Mi memoria no conserva recuerdo más bochornoso que el de la tarde en la que me enteré de la verdadera identidad de los Reyes Magos. Ninguno me da peor imagen de mí mismo y tampoco ninguno registra desilusión mayor, ni creo que la sufra, porque en el caso de que no hubiera nada más allá de la muerte, no tendré conciencia para padecer ese tremendo desencanto. ´Yo tenía siete años. Lo recuerdo por una frase que me dijo mi padre. Como nací en octubre, entré crecido a un colegio de monjas argentinas que, de acuerdo con el sistema escolar de su país, dividía en dos los primeros años: primero inferior y primero superior. No puedo decir que era mi primer año en el colegio, porque los dos años anteriores mis padres me habían enviado a la jardinera.
Aunque hacía unas pocas semanas que cursaba primaria, me sentía un veterano, dueño de casa que se esforzaba para que lo pasaran lo mejor posible los recién llegados. Entre ellos, Alcides Edgardo, que fue quien me desayunó de la verdad de la milanesa.
Los últimos Reyes me habían dejado, entre copiosos regalos, una pelota de cuero que yo había pedido especialmente en todas mis cartas, las que confiaba para su entrega a mis padres, mis abuelos maternos y mis tíos. Esa pelota, aunque hubiera que inflarla a cada rato, casi cada vez que se jugaba un partido, era magnífica. No desmentía ser inglesa, lo que proclamaba una inscripción que se leía cerca del piripicho: “Made in England”. Mi madre me había explicado que eso quería decir que había sido fabricada en Inglaterra. La compartía con mis compañeros, porque la llevaba al colegio para jugar en el recreo grande, en el inmenso patio de baldosas rojas y amarillas, desalojando a las niñas muy hacia los costados –las que saltaban la cuerda– o hacia los corredores –las que jugaban a la rayuela–.
La tarde en la que fui alevosamente enterado de la pésima noticia había resultado muy otoñal, más fría de lo que nos había acostumbrado el verano y, sobre de todo, de lluvia indecisa, que había amainado y no sabía si irse de una vez o todavía quedarse. Cuando entramos lloviznaba, pero los nubarrones se habían corrido hacia un costado y del otro lado aparecían y desaparecían unos lamparones celestes. En prevención, llevé conmigo la pelota. Cuando salimos al recreo chico, que precedía al grande, estaba oreando. El indeciso era ahora el sol, pero sus esporádicas salidas le habían alcanzado para casi secar las baldosas. Había, pues, una sólida expectativa de que pudiéramos jugar en el recreo grande.
Fue ahí que me preguntaron si había traído la pelota, y nuestra charla provocó que alguno, no sé si también crédulo o burlón, me preguntara qué otros regalos me habían dejado los Reyes. Iba yo a contestarle cuando intervino Alcides. Me interrumpió, pero su enumeración, aunque algo incompleta, fue exacta, como si fuera seguido a casa o hubiera abierto conmigo los paquetes. Yo no había salido de mi asombro cuando pasó a explicarse. Recordó que su madre trabajaba en la librería del Vasco Etchevarría y nos dijo que había sido ella la que había atendido a la mía cuando había ido a llevarse todos esos regalos. Me miró y concluyó con sorna envidiosa: “Deberías saber que los Reyes no existen”. Añadió que la pelota no era inglesa, como yo me jactaba. El Vasco las había comprado en Livramento y las había traído de contrabando, junto a unas muñecas y a unos camioncitos.
Me comprendo aunque no me justifique. Me enfurecí y me abalancé sobre él. Estábamos al lado de un cantero e impuse mi bronca y mi peso de niño gordo. Lo llevé contra unas tunas de las monjas, a las que aplastamos casi todas. Quedó totalmente embarrado; yo, que anduve por arriba, apenas. Fueron nuestros compañeros los que nos separaron. Las monjas demoraron en enterarse. Al volver a clase, la que era nuestra maestra le preguntó a Alcides por qué se había ensuciado tanto. Él bajó los ojos, pero no me delató. Contestó: “Me ensucié jugando”. Como la monja no estaba todavía enterada del estado en que habían quedado sus tunas, la cosa quedó ahí, y ahí hubiera quedado si yo, casi al final del recreo grande, no le hubiera partido la cabeza.
No fui el único culpable de esa barbaridad, que le costó cinco puntos en la frente. También él tuvo su parte de culpa. Se ve que quiso cobrarme la revolcada sobre las tunas. Yo jugaba de back, a lo Brazionis, o a lo que después fue Kanapkis. Él jugaba de puntero. Era muy rápido y hábil. Nos hizo dos goles de entrada y después se dedicó a mortificarme. Me dribleaba, pero no se iba. Me esperaba para driblearme una y otra vez. Eso de por sí me ofuscaba, pero más me sacaban de mis cabales las risas y los festejos de las gurisas que miraban el partido.
Mis compañeros consiguieron descontar y se lanzaron desesperados a empatar. Quedé muy solo atrás. En una de esas lo veo venir, escapado, con la pelota en el pie. Venía dispuesto a hacernos el tercer y definitivo gol. Sólo quedaba yo en el medio. Confieso que fui al jugador y no a la pelota. Mi pierna zurda me respondió como nunca. Fue una guadaña que le acertó, precisa, en el circunstancial pie de apoyo. Voló y fue a dar casi en el cantero donde antes lo había revolcado. Pero su frente no impactó en la tierra, blanda y húmeda, sino en el murito de cemento que delimitaba el cantero. Quedó atontado y enseguida una cascada de sangre le cubrió el costado derecho de la cara.
Apenas lo llevaron a un sanatorio, me mandaron al despacho de la superiora, una paraguaya ya entrada en años, que casi siempre circulaba entre nosotros, muy cariñosa y alegre. Pero esa tarde no me sonrió. Por lo que le habían contado, me acusó de haberlo hecho a propósito. Terminó comunicándome que me suspendía por un día. Cuando pude aduje, entre defensivo y consultivo, que Alcides me había dicho que los Reyes Magos no existían. Lo dije como si lo estuviera acusando de haber blasfemado. Pero ella me dedicó una larga mirada por fin compasiva. “Bueno –me dijo al final–, mañana tendrá todo el día para hablar ese tema con sus padres”.
Mi madre tuvo una respuesta idénticamente evasiva: “Hablá con tu padre”, como si mi inquietud sólo pudiera ser evacuada por un médico o por alguien acostumbrado a desahuciar gente. Vi, incluso, que hablaban por teléfono, pero mi madre habló tan bajito que me resultó casi inaudible. Mientras esperaba a mi padre, me fui sumiendo en la penosa cuasi certeza de la inexistencia de los Reyes Magos. Eso me valía no sólo como una pérdida de tres seres muy queridos, a los que yo les estaba muy agradecidos, sino como un cruel derrumbe de mi confiada visión del mundo. Sin Reyes Magos, no había nadie en él que se preocupara con hechos concretos de que la gente fuera buena. Daba lo mismo ser bondadoso que perverso.
A ese hijo deprimido enfrentó mi padre. Y lo hizo con una agresividad inesperada: “Ya tenés siete años… ¡No me imaginaba que fueras tan boludo como para seguir creyendo a esta edad en los Reyes Magos!”. Se extendió en las principales inverosimilitudes que se debe sortear para creer o seguir creyendo en los Reyes Magos. “Yo suponía –concluyó– que te hacías el opa para que te siguiéramos regalando”. Después me escuchó y palpó toda mi melancolía metafísica. Y cuando empezó a responderme me di cuenta de que era tan creyente como mi madre, claro que a su modo, muy secularizado, muy a la uruguaya.
Resumiendo, no me aseguró como mamá que Dios existía, pero me dijo que le parecía que sí. “La maravilla del oído medio no pudo terminar haciéndose sola y porque sí. Tuvo que haberse inventado, como tantas otras maravillas que tiene nuestro cuerpo o encontrás en la naturaleza”. Terminó diciéndome: “El mundo parece ciego, pero creo que detrás está un Dios que termina haciéndolo justo, aunque muchas veces te parezca que demora demasiado”.
Me palmeó la rodilla y exclamó: “¡Vamos a cenar que estoy loco de hambre!”.
De CARAS&CARETAS on line (4.1.2015)
Sé el primero en comentar