LAS PREVENCIONES DEL MIEDO / Por Tomás de Mattos

El director nacional de Policía, Julio Guarteche, sorprendió hace un tiempo a la opinión pública al atribuir el incremento de los homicidios al miedo, por la vía de los llamados ‘ajustes de cuenta’. Se habría desatado –según la conjetura del jerarca policial– una intrincada y permanente puja entre bandas de narcotraficantes para el dominio de uno u otro territorio. En una conferencia de prensa, Guarteche dijo: “Hay mucho ataque preventivo [a integrantes de bandas rivales]. Vemos un crecimiento de la acción de los delincuentes por el temor. Y por ese mismo miedo se matan”. Cada acto violento genera violencia, despertando no sólo sed de venganza en el bando adversario sino empujando a proseguir en la agresión, anticipándose a la reacción que se previene.

Las leyes del hampa de los tráficos clandestinos son crueles e inexorables. Si se quiere mantener una situación estable hay violaciones que sólo admiten la muerte como sanción. Así, los deudores morosos que ya no pueden cubrir de modo alguno sus deudas deben morir para que su desventura sea ejemplarizante. Lo mismo le ocurrirá a todo aquel que se haya inmiscuido en el negocio, no respetando las jurisdicciones. No le debe temblar ni el pulso ni la voz a quien ordene o encargue esas muertes. Pero no es lo mismo, por ejemplo, disponer la muerte de un adolescente que carece de otro respaldo que los magros botines que pueda obtener con sus robos y arrebatos y que, por lo tanto, no cuenta con nadie atrás, que decidir la aniquilación de quien viene obedeciendo con llamativa eficacia la meditada estrategia de una banda adversaria.

En este caso, es previsible la venganza: el asesinato equivale a una decisión de guerra. Por eso, hay que acomodar las fuerzas y redoblar la agresión para lograr una intimidación imprescindible. Hay que superar el temor de las consecuencias que puede aparejar actuar como se debe. Y al miedo se lo soslaya ganándole de mano a la previsible venganza. En la misma situación psicológica se hallarán los agredidos cuando deban decidir su respuesta.

Esta aparentemente curiosa espiral de violencia generada por el temor, en la que centraba su hipótesis un experimentado y avezado director nacional de Policía, la comprendí sin dificultades, y sin que me generara reparos, al recordar mis tiempos de iniciación en las defensas penales. En esos días, una vasta y abrasilerada región de Tacuarembó, conformada únicamente por dos secciones judiciales de su extremo noreste, vivía una orgía de sangre, sin que sus pobladores hubiesen rumbeado, como los narcotraficantes de hoy, alguna forma de delincuencia. Un inolvidable juez, el doctor Víctor Bermúdez, había hecho un prolijo estudio estadístico que arrojaba la evidencia de que en esas dos secciones rurales había más hechos de sangre (riñas, homicidios, lesiones graves y gravísimas) que en el resto del departamento, a pesar de que allí se contaban todos sus núcleos urbanos.

En esos parajes, no tan apartados de la capital, y en la mitad de la ruta a Melo, no había reyerta banal. Toda pelea desembocaba en muertos o heridos graves. El vecino más apacible no dejaba de cargar revólver, en el campo o en la casa, en el trabajo o en el reposo. Y cuando dormía, el bulto del arma debería molestarle debajo de la almohada.

Recuerdo la sorpresiva pero atinada y salvadora respuesta de un defendido mío a una pregunta de una jueza forastera, aunque nacida y crecida en la ciudad de Tacuarembó. Él, en las inmediaciones de su casa, hacia las seis de la mañana –cuando recién había amanecido– había bajado de su caballo, de un balazo entre ceja y ceja, a un vecino vociferante que había llegado reclamando su presencia a los gritos. El hombre, un negro colosal, había venido a advertirle que no consentía que el hijo de mi defendido cortejara a una de sus hijas, por lo que si deseaba continuar vivo debía dejar de hacerlo. Según sus dichos, las intenciones del muchacho eran fácilmente imaginables. No la querría para casarse. Hubo un intercambio de unas pocas frases salidas de tono, pero casi no duró la discusión. Mi defendido no demoró en desenfundar el revólver.

La jueza le demandó explicaciones sobre el hecho de que estuviera a primerísima hora del día, y todavía en su casa, terminando de hacerse un churrasco de capón para desayunar, ya con el revólver en el cinto. ¿O, cuando llegó el visitante, todavía no tenía el revólver y se proveyó de él, antes de salir a atenderlo?

Mi defendido contestó de inmediato: “Señora, usted perdone la grosería, pero quiero que me entienda. Acá lo único que tomamos primero que el revólver es el pinico. Y eso, porque no nos hemos puesto el pantalón y todavía no tenemos el cinto para calzarlo. Además, no se llega a una casa, a esa hora y a los gritos. Eso no se puede hacer en ningún lado, pero menos acá, donde pelear no es moco de pavo”.

Y, ciertamente, en esas dos secciones judiciales, cuando a uno se le desencadenaba un encontronazo, sabía desde el principio que era una pelea a muerte. Mataba o moría. No había otra forma de salvar su vida. El miedo pasaba a presidir sus actos. Le imponía, para defenderse, maximizar su actividad agresiva. ¿Por qué era así? En esa población sin proclividad, en su gran mayoría, a la delincuencia, era natural, sin embargo, que la preservación de la propia existencia se valorara más que el respeto de la vida ajena. Cualquier vecino sabía que el eventual adversario estaba armado y que, a su vez, ese otro –que podía ser su amigo, pariente o compañero de trabajo– no ignoraba que, según la extendida cautela, también él cargaba un revólver. La acumulación de desenlaces semejantes habrá llevado a una segunda convicción recíproca: la de que ambos, por meros móviles de defensa, coincidirían en sufrir la necesidad de matar al otro.

Que así operaba ese mecanismo de psicología colectiva quedó fehacientemente demostrado cuando asumió una de las comisarías de la zona un veterano policía. Resolvió desbaratarlo, liberando a los vecinos de la convicción de que aquellos con quienes se topara estaban armados. Aprovechó la circunstancia de que casi todas las armas eran adquiridas de contrabando, en el muy cercano Brasil. Concurrió con su personal a todas las concentraciones públicas (bailes escolares, pencas, actos políticos, misiones religiosas) y empezó a incautar revólveres, eximiendo sólo a quienes le mostraran certificados guías y permisos de porte de armas. Hubo vecinos a los que, sucesivamente, les quitó tres o cuatro revólveres, hasta que los disuadió de reponer los perdidos.

En menos de un año, alcanzó a desarmar muy significativamente su jurisdicción. Ante el éxito alcanzado, el comisario de la sección vecina lo emuló, y así redoblaron su eficacia. Consiguieron que la región que conformaban perdiera su cruenta significación estadística, disminuyendo a guarismos razonables. “¡Lástima que no hallé forma de incautar facones!”, me dijeron que comentaba el veterano comisario, con humildad autocrítica, cada vez que se lo felicitaba.

Por los dos casos que hemos visto, habremos apreciado lo perniciosas que pueden ser las prevenciones del miedo. Pero es de imaginar que hay otro tipo de situaciones, no necesariamente conexas con la criminalidad previa o posterior. Mirémonos, entonces, a nosotros mismos. ¿Ha habido en nuestro propio pasado o hay en nuestro presente o habrá en nuestro futuro alguna situación en la que, por la incidencia de una o más prevenciones del miedo, nos hubiéramos hallado o nos hallemos habilitados a suspender el cumplimiento del deber de no dañar a un prójimo o prójima, sea en nuestra familia o en el círculo de amistades o en el entorno de nuestro trabajo? ¿Y, en caso afirmativo, esa suspensión de la más elemental solidaridad habrá sido o será cabalmente razonable?

* Publicada en Caras y Caretas el viernes 09 de enero de 2015

Sé el primero en comentar

Deja una respuesta

Tu dirección de correo no será publicada.


*