Algunas anotaciones sobre ese delito urbano y moderno llamado rapiña

Por Rafael Bayce (*)

Antes que nada, elijo abrir esta columna con un fuerte agradecimiento al sociólogo Javier Donnángelo, director del Observatorio Nacional sobre Violencia y Criminalidad del Ministerio del Interior, que envió suculentas estadísticas a las que no podremos hacer total justicia esta semana, pero que seguramente alimentarán otras columnas a futuro. Vale celebrar los progresos estadísticos hechos por el observatorio desde su cambio de radicación institucional en el viejo Inacri (Instituto Nacional de Criminología).

Empezaremos entonces con algunos breves apuntes sobre la realidad estadística de las rapiñas, como modo de pararnos sólidamente en ellas, para luego especular sobre su causalidad y su tipicidad cultural en las urbes contemporáneas, tema específico de la columna.

A cuenta de que aún no se ha finalizado el conteo del segundo semestre de 2018, podemos decir que, en primer lugar, las estadísticas no son sobre rapiñas resueltas como tales por el Poder Judicial, sino de denuncias hechas en sede policial; eso, por un lado, magnifica el número de las que valen como tales legalmente -las resueltas como tales por el Poder Judicial con base a códigos legislativos, no por el Poder Ejecutivo-; pero, por otro, minimiza la ‘cifra negra’ de los hechos que no llegan a formalizarse judicialmente o que no lo hacen con evidencias suficientes como para iniciar procesos judiciales empresariales, procesar sumariando y condenar con firmeza jurídica. Todo un gran tema, pero que desborda esta nota.

Entre los años 2014 y 2018, gruesamente, las rapiñas -incluyendo tentativas- crecieron 40 por ciento. El mes más ‘rapiñero’ es mayo. En cuanto a territorio: 50 por ciento son en Montevideo, 20 por ciento en Canelones y 30 por ciento en el resto del país.

Al discriminar crecimiento por territorios, han crecido 100 por ciento en Canelones, 50 por ciento en Montevideo y han decrecido en el resto. Han tenido un aumento máximo en comercios y mínimo a taxis. Un 70 por ciento se produjo con armas de fuego. Las horas más peligrosas son las nocturnas, de 18 a 24 horas, con pico de riesgo entre 21.00 y 22.00.

Han aumentado especialmente en los barrios más acomodados o con más valores codiciables, como Punta Carretas, Pocitos, Centro, Parque Batlle y Villa Dolores.

Cuenta como indicador ‘positivo’ que si bien la tasa de homicidios casi se ha duplicado en los últimos 30 años, los homicidios consumados derivados de rapiñas y otros delitos contra la propiedad son menos porcentualmente sobre el total de los homicidios cometidos, al parecer más específicamente dirigidos a quitar la vida o afectarla fuertemente que como meros subproductos de apropiaciones o daños a la propiedad.

 

Rapiña: un delito de urbes densas

La rapiña está tipificada en el Código Penal uruguayo adulto, por el art. 344, como uno de los delitos contra la propiedad con violencia contra las personas, Cap. II del Título XIII (delitos contra la propiedad) de su Parte Especial.

No es menor la aclaración, porque en la mayoría de los códigos penales latinos (herederos de los derechos romano y francés napoleónico) la rapiña es un delito contra la propiedad agravado por el concurso de lesiones físicas y/o psíquicas; por el contrario, en los códigos sajones (herederos del derecho germánico) son delitos contra la persona agravados por daños a las personas en su propiedad.

Los énfasis diversos revelan jerarquías morales distintas en cuanto a los bienes jurídicos a proteger y generan problemas en la comparabilidad internacional en los datos; rápidamente, la integridad biopsíquica parece más prioritaria que la integridad patrimonial en el derecho sajón que en el latino, hasta donde pueda generalizarse lícitamente en estos asuntos.

Las rapiñas son delitos de ocurrencia más probable en centros urbanos densos, donde circula más gente y vehículos, y donde hay más locales con valores codiciables y fáciles de hurtar. El tránsito abigarrado hace menos viable un seguimiento visual de rapiñeros y vehículos, y sus acciones son menos observables con claridad. Esta realidad se modifica con las cámaras de seguridad, pero se mantiene vigente aún. También la celeridad de los vehículos como motos y autos pequeños, modernos, hace más probable su intento. Son delitos para gente joven, de reflejos rápidos para extraer objetos, conductores avezados y atrevidos, e inquietud por ganar estatus al interior de microclimas criminales y en eventuales cárceles, con los blasones contraculturales de los montos extraídos, los policías y los comerciantes y taxistas robados y heridos.

 

La causalidad de las rapiñas

Hay mucha tela para cortar, no solamente en cuanto a datos y cifras, también en lo que tiene que ver con interpretaciones y discursos relativos a la seguridad y específicamente sobre la rapiña. Tomemos como centro recientes declaraciones de fiscales, pero también de abogados penalistas y jerarquías policiales, y anotemos algunos comentarios más que pertinentes.

Uno. Aunque se dude, muy criteriosamente, sobre el hecho de que cualquier aumento circunstancial lo sea estructural y permanente, se analizan causas ‘como si’ fueran estructurales y permanentes, lo que es un buen ejercicio, aunque se pueda exagerar la impresión en la opinión pública, poco impresionable por argumentos racionales pero mucho por imágenes y afirmaciones tajantes y contundentes.

Dos. Dicen que aumenta “por maldad” y que “no reparan en la vida de los demás. Si no reparan en su vida, menos van a detenerse en la de los demás”. Maticemos para sumar conceptos. La ‘maldad’ es un concepto vago y subjetivo. Preferiría decir que el desprecio por la vida propia y la de otros se debe al auge del consumismo, de la sociedad de la abundancia, de la deprivación relativa y de la fuga hacia adelante del deseo debido a la visibilidad mayor de niveles de vida lujosos que vuelven indeseables los ‘mínimos decentes’ y deseables sólo paquetes de bienes y servicios en cantidad, calidad y novedad impuestos por modas globalizadas y modelos atractivos. Grave encrucijada cultural y política. Si no se puede tener todo eso, no vale la pena vivir; la vida en sí misma no vale, solo vale con esas cantidades, calidades, novedades y modas ejemplares.

Tampoco vale la vida de otros que se oponen a esos estándares consumistas, como comerciantes, taxistas y policías; menos aún los que se organizan, arman y piden rigideces legales, judiciales y policiales. Son enemigos funcionales, enemigos permanentes cotidianos y progresivamente peligrosos porque se arman más, tienen más alarmas y cámaras y se juntan con otros para estar ‘alertas’. No se han perdido valores, códigos ni límites. Se han cambiado unos por otros.

No es posible un mundo sin códigos, límites ni valores. Pero sí son posibles mundos alternativos con otros. No hay que creerse que porque alguien no comparte los míos no los tiene. Tiene otros; y es muy útil y necesario conocerlos, como en parte se hace, pero repitiendo simultáneamente esa equivocada muletilla facilonga.

Tres. Se habla de una mayor accesibilidad de armas más livianas, precisas y variadas, y al mismo tiempo se insinúa la tan estúpida como falsa creencia de que la tenencia de armas defiende de delincuentes. No es así; los hace más prevenidos, disparan antes y ante cualquier movimiento sospechoso, sospechas que, a su vez, se vuelven más paranoicas. Y los atacantes son más diestros, han planificado mejor sus actos y conocen mejor el paño que los suicidas que se arman creyendo que se defienden mejor así.

Cuatro. El menor tiempo de reacción policial, mejorado recientemente, acelera los hechos; se desea un menor tiempo de exposición ante cámaras y ante testigos; se temen alarmas de seguridad privada y mecanismos comunitarios de alerta civil; hay menor tiempo de negociación victimario-víctima. Todo esto genera más violencia y más decisiones radicales, de defensa extrema, frente a eventualidades diversas.

Cinco. No creemos que los efectos del consumo de drogas o la búsqueda de su tenencia sea una gran causal. Lo más comprobado en todo el mundo, como causa delictiva y de violencia social, es el alcohol, pero las drogas más consumidas no son criminógenas. No lo es la marihuana, por ejemplo.

Los estudios que correlacionan crimen y drogas han sido tradicionalmente muy malos y sólo recientemente vienen mejorando, y quienes los invocan entienden poco o nada de drogas y de investigación científica. El efecto de euforizantes (cocaína, pasta base) es efectivamente una causa, pero no de las más importantes y está metodológicamente probado por buenas investigaciones; generalmente son meras asociaciones empíricas sin conclusividad causal, creídas por neófitos en investigación social, como periodistas y políticos.

(*) www.carasycaretas.com.uy  (24.2.2019)

 

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