El primero de diciembre de 2018 Meng Wanzhou, ejecutiva de la empresa china de telecomunicaciones Huawei e hija de su fundador, fue detenida en Canadá en tránsito hacia México por agentes estadounidenses bajo la acusación de haber hecho negocios con Irán (y luego por fraude financiero) por lo cual podría enfrentar una pena de cárcel por más de una década sin haber violado ninguna ley ni canadiense ni estadounidense.
Antes que Estados Unidos rompiera de forma unilateral el acuerdo firmado con Irán, hacer negocios con aquel país no era ilegal. Por supuesto que cuando hablamos de legalidad nos referimos a las leyes de un solo país, no a las leyes internacionales, que han sido sistemáticamente violadas por ese mismo país. Estados Unidos no solo dicta las leyes sino que las puede cambiar abruptamente según su conveniencia y según el estado de humor del nuevo presidente, lo que convierte la saludable “alternancia en el poder” en el comodín (joker) de un juego de naipes.
El acuerdo que firma un presidente con la mano lo borra el próximo con el codo.
Pero nada de esto es caprichoso sino parte de una lógica de intereses financieros y económicos, organizados por la propaganda y la guerra ideológica. A Venezuela y a Cuba se los bloquea de las formas más brutales en nombre de la democracia y los derechos humanos para demostrar que el “socialismo no funciona” (y de paso no hablar de los casos donde sí ha funcionado) mientras a dictaduras absolutas como Arabia Saudita se las protege por la simple razón de proveer a Occidente con petróleo y ser uno de los principales consumidores de armamentos de la poderosa industria militar.
A otras dictaduras poderosas como China nunca se les reclama por los Derechos Humanos sino por alguna que otra tarifa (los campeones de la democracia nunca critican ni acosan a las dictaduras que protegen los grandes capitales, sean de izquierda o de derecha).
Esta actuación extraterritorial (que es colonialista e ilegítima de por sí porque nunca es recíproca) es justificada por la “lucha contra la corrupción”.
En muchos casos puntuales y publicitados es así, como cuando jueces estadounidenses han multado a diferentes bancos europeos por permitir el lavado de dinero de, por ejemplo, el narcotráfico. Dejemos de lado la participación de Estados Unidos en el tráfico de drogas y de armas, pero veamos que esta extraterritorialidad no solo es ilegítima sino que además se sostiene por la mera fuerza de la corrupción legalizada del poder financiero.
¿Cómo? Los ejecutivos de bancos y de grandes transnacionales no estadounidenses temen este tipo de sanciones multimillonarias. Muchas empresas han quebrado o han tenido que ser liquidadas o venidas. No por mera casualidad la división de Energía de Alstom de Francia fue venida a la alicaída General Electric luego de ser acusada por jueces estadounidenses de pagar coimas en Indonesia, Egipto, Taiwán y otros países, pese al decreto en contra que había emitido el gobierno francés un año antes.
Más recientemente, la asociación de Alstom con la alemana Siemens fue vetada por la Unión Europea. Una reciente investigación de The Economist ha señalado un patrón curioso: los jueces estadounidenses reducen las penas de las “compañías corruptas” cuando prometen vendérselas a alguna otra compañía estadounidense.
Como alguien ha notado, basta que dos personas en cualquier parte del mundo se envíen un correo por Gmail (o por casi cualquier otro medio electrónico) para que un juez en Estados Unidos considere el caso tratado bajo su jurisdicción, ya que Google es una compañía con base en California.
Pero la extraterritorialidad de un país no solo es ilegítima sino parte de la corrupción misma que dice combatir. Recordemos que los jueces, aparte de su propios criterios para aplicar las leyes (por algo las abiertas luchas políticas para nominar a los representantes de la Suprema Corte), también deben aplicar las leyes aprobadas. Para aprobar una ley primero hay que escribirla.
¿Quiénes escriben las leyes? Supongamos, en el mejor caso de ingenuidad democrática, que la escribe el pueblo estadounidense. Aun así deberían ser leyes aplicables solo al territorio estadounidense. Pero es necesario ser muy ingenuo para creer que las leyes en Estados Unidos las escribe el pueblo. Es más, ni siquiera la escriben los legisladores. Los legisladores votan, muchas veces y a pesar de la masiva propaganda mediática, contra la opinión del pueblo estadounidense, como ya lo han demostrado diferentes estudios, entre ellos el de Princeton University.
Pero como esto no es suficiente, las leyes las redactan comités integrados por políticos y por representantes de grandes compañías privadas, las que normalmente son sus mayores donantes (de ahí que donen dinero a dos candidatos opuestos que se disputan una banca en el senado). Los grandes inversores no tienen más ideología ni principios morales que las de sus intereses privados, en nombre del interés general, claro.
La existencia de estos casos de corrupción legal, que hacen de la corrupción ilegal un derivado casi irrelevante, cuando no útil para perseguir a la competencia, han sido siempre negados por aquellos que consideran que criticar un gobierno o un país es una forma de traición patriótica y no un servicio a la verdad y la justicia. Demonizar a los críticos es parte de la lógica mientras los tiburones continúan su exitoso camino.
Recientemente, el USA Today demostró, en una extensa y detallada investigación, que en los últimos años todos los congresos de la unión pasaron miles de leyes (por lo menos 2100) y todas fueron burdas “copia y pega” digitadas por los representantes de las grandes compañías privadas.
Tanto los legisladores estatales como los nacionales están sumergidos en esta lógica y tráfico (legal) de influencias, casi todos procedentes de los llamados “intereses especiales” y de poderosos lobbies financieros (los sindicatos podrían ser considerados los lobbies de los de abajo, pero no por casualidad desde los 80s han sido debilitados hasta su casi irrelevancia).
Todo lo cual explica que el 40 por ciento de la población estadounidense no sea dueña ni del uno por ciento de toda su riqueza, pero fanáticamente defiende la idea de que el cinco por ciento posea más del 60 por ciento de todo, porque lo ha logrado “por mérito propio” y no por una sistemática y globalizada corrupción legal. Aunque, claro, convencer a un pueblo que es asaltado por su propio interés no deja de ser un mérito.
Así, los exitosos dueños del gran capital escriben las leyes en Estados Unidos en su beneficio propio, las que luego irán a aplicar los jueces de forma extraterritorial para luchar contra la corrupción, las que luego el poderoso Ejecutivo nacional impondrá a nivel global bajo presión y acoso (narrativo, económico, y militar).
Por supuesto que no es mi interés, ni por lejos, defender ninguna empresa, ningún multimillonario chino, ni al gobierno chino, ni al de Irán ni a nadie sino, lisa y llanamente, la verdad. Sobre todo esa verdad no se deja ver debajo de tantas banderas que flamean los fanáticos medievales en beneficio de la ya inalcanzable aristocracia financiera.
JM, mayo 2019.
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Jorge Majfud Albernaz, nació en Tacuarembó (Uruguay) el 10 de setiembre de 1969. Se graduó en Arquitectura en la Universidad de la República de Uruguay en Montevideo, y se doctoró en Literatura Hispánica en la Universidad de Georgia en estados Unidos. Ha sido profesor en la Universidad Hispanoamericana de Costa Rica, de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Georgia y en la Universidad Lincoln de Pennsylvania. Actualmente es profesor de Literatura latinoamericana y Estudios Internacionales en Jacksonville University (EE.UU). Ha escrito varios libros que fueron traducidos a varios idiomas. Colabora en numerosos periódicos y emisoras de radio a ambos lados del Atlántico así como diversas cadenas televisivas norteamericanas. Reside en Estados Unidos desde 2003. Es habitual colaborador en diferentes medios internacionales.
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