LA MUJER Y LA POBREZA EN URUGUAY / Por Prof. Sheila Tarde

“La igualdad de las mujeres debe ser un componente central en cualquier intento para resolver los problemas sociales, económicos y políticos. “ Kofi Annan

Si hacemos la afirmación: “las mujeres uruguayas tienen más probabilidades de ser pobres, que los hombres”, muchos cuestionarán esta afirmación y se preguntarán cómo puedo aseverar tamaña insensatez. Veremos que fundamento tiene esta afirmación.

¿Qué es la pobreza? Generalmente asociamos este concepto a la falta de determinados bienes que resultan imprescindibles para la vida. Pero recientemente han aparecido nuevos marcos conceptuales con una visión más amplia que toman en cuenta otras dimensiones. Uno de los autores que desarrolla un enfoque multidimensional es Amartya Sen (premio nobel de economía) plantea que la pobreza se debe comprender desde el enfoque de la privación de las capacidades.

La pobreza es “privación social”, entendida como el acceso a bienes públicos (como la educación, la salud y la vivienda), la autoestima, el poder y el respeto. Este autor entiende que la pobreza se relaciona con la imposibilidad de desarrollar ciertas capacidades indispensables para tener una vida plena. Si se me hace imposible acceder a la educación, a la salud a la vivienda, no podré desarrollar mi autoestima ni lograré respetarme a mí misma, ni tampoco lograré que me respeten.

Las nuevas conceptualizaciones sobre el concepto de pobreza han permitido visualizar el enfoque de género, las investigaciones feministas han evidenciado la “ceguera de género” (Chant, 2003; Kabeer, 1997) en los análisis de la pobreza como en las políticas que la combaten. La incorporación de la perspectiva de género implica reconocer la existencia de diferencias entre los individuos de acuerdo al sexo y edad, cuestionando la homogeneidad dentro de la sociedad y los hogares (Bravo, 1998).

Uno de los factores claves que incide directamente en la posibilidad de ser pobre es: la disponibilidad de tiempo, así surge el concepto de “pobreza de tiempo”.

Según Kabeer (1997) el tiempo disponible es un factor que posibilita –o no- la satisfacción de necesidades. También en los Objetivos del Milenio, se establece: «son pobres quienes no tienen poder, quienes no tienen trabajo formal, no reciben beneficios de la protección social y, desde una perspectiva de género, son también pobres quienes no tienen tiempo para combinar sus responsabilidades familiares y laborales» (un-odm, 2000:157).

En anteriores artículos nos referíamos a la división sexual del trabajo, construcción cultural por la cual se ha adjudicado a la mujer el ámbito privado de su hogar y al hombre el ámbito público, fuera del hogar. Las tareas que requiere el hogar y los cuidados de las personas dependientes son realizadas mayoritariamente por la mujer, a esto se le llama trabajo no remunerado, porque no recibe paga ni tampoco reconocimiento social.

Esta inversión de tiempo que realiza la mujer le resta disponibilidad de tiempo para realizar tareas que si sean remuneradas.

Se suma, además, las dificultades para encontrar empleos de calidad y bien remunerados, dado que se le paga menos que a los hombres. Las diferencias salariales entre hombres y mujeres por la misma tarea, sigue siendo una realidad en nuestro país.

Bradshaw y Linneker (2003) sostienen que existen tres principales dimensiones en la pobreza de las mujeres:

a) la menor probabilidad de transformar su trabajo en ingresos, debido a su carga de trabajo doméstico reproductivo;

b) el menor ingreso que perciben las mujeres respecto de los varones; y

c) la menor probabilidad de tomar decisiones.

Estos estudiosos de las cuestiones de género han comprobado que los hogares no son comunidades armónicas, sino que en ellos existen conflictos por la distribución de los recursos y el poder (Chant, 2003).

Los conflictos se agudizarán en función de la edad de sus integrantes, de los años que tengan de convivencia e incluso se verán afectados si pertenecen a minorías étnicas o no. “Como consecuencia, las características de los hogares en que están insertas las mujeres y la división desigual de las tareas de cuidado de personas dependientes inciden directamente en la menor posibilidad de acceder a un ingreso, lo que se traduce en mayor riesgo a situaciones de vulnerabilidad-pobreza y mayor nivel de dependencia económica respecto de sus parejas o del Estado.”

Directamente relacionado con el fenómeno de la pobreza se encuentra el concepto de autonomía, que implica el margen de libertad que tiene una mujer en nuestra sociedad. Según la CEPAL, el concepto de autonomía refiere a la capacidad integral de las mujeres de generar y controlar recursos propios, tener control sobre el propio cuerpo y el acceso a la plena participación en la toma de decisiones que afectan tanto su vida individual como colectiva (CEPAL, 2010; 2012). En este sentido, define tres dimensiones de autonomía:

  • Autonomía en la toma de decisiones
  • Autonomía económica
  • Autonomía física

La primera dimensión se refiere a la capacidad de las mujeres para participar en los proceso de toma de decisiones, ya sea dentro del hogar como a nivel colectivo. Para poder mejorar el acceso de las mujeres a la toma de decisiones, adquiere especial importancia el ámbito de las familias y los hogares, ya que «para comprender por qué persisten las desigualdades laborales, sociales y políticas es necesario impulsar cambios que permitan conciliar el trabajo en el mercado con el trabajo no remunerado y la vida familiar.

Las mujeres de la región han superado sus ataduras excluyentes con el mundo doméstico, pero no han sido eximidas de esa responsabilidad. En todos los países la igualdad formal reconoce a las mujeres sus derechos de ciudadanía y permite su ingreso al mundo público en mayor igualdad, pero al no sancionarse la discriminación ni fomentarse la igualdad en la familia, el cuidado y la distribución del tiempo, el derecho a la ciudadanía no se ejerce plenamente» (CEPAL, 2005).

La segunda dimensión refiere a «la capacidad de las mujeres de ser proveedoras de su propio sustento, así como del de las personas que de ellas dependen, y decidir cuál es la mejor forma de hacerlo. […] incluye el acceso a la seguridad social y a los servicios públicos. […] Se refiere al conjunto de condiciones relativas al acceso y capacidades que determinan la posibilidad real de una persona de ejercer sus derechos económicos y sociales.

Por un lado entonces, se considera como punto central el grado de libertad que una mujer tiene para actuar y decidir sobre aspectos económicos y sociales de acuerdo con su elección, y por otro, en lo que respecta a la sociedad, implica favorecer el acceso a recursos, al empleo, a los mercados y al comercio en condiciones de igualdad» (CEPAL, 2012: 53)

La mujer uruguaya tiene menos posibilidades que el hombre de satisfacer su sustento porque se le ha impuesto culturalmente que debe cumplir con el trabajo no remunerado en su hogar, con la consiguiente disminución de tiempo disponible.

Por último la autonomía física implica la capacidad de decidir sobre su propio cuerpo, elegir la vida sexual que considere deseable, y ver garantizada su integridad física. En nuestro país sufrimos un flagelo terrible como lo es el tema de la violencia doméstica. Las estadísticas marcan que es más probable que una mujer sea violentada en su casa que por un atraco callejero. El hogar que debería ser el lugar en que nos sentimos protegidos, es, para la mujer uruguaya, el lugar de mayor vulnerabilidad, en donde tiene mayores riesgos de ser atacada.

Gracias a los aportes de estos académicos podemos ver cuáles son las razones que inciden para la afirmación inicial sea una triste realidad. Dependerá de nosotros cambiarla.

 

 

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