Se sabe, desde la retórica, que cuando se quiere atraer la atención o impresionar con algo con números estadísticos, si los casos son pocos, se subrayarán los porcentajes de variación. Por ejemplo: cuando se pasa de 1 a 2 muertos en un pueblo, se dirá “100% de aumento” o “duplicación preocupante”. En forma contraria, cuando el riesgo es esperablemente bajo en cifras relativas, se dan los números absolutos, que esos sí asustarán a incautos y paranoicos. Este último caso es lo que está pasando con el coronavirus.
Se dijo -el 22 de marzo pasado- que había más de 275.000 infectados por coronavirus en el mundo. ¡Impresionante! Pero estos números no impresionarían tanto si se recordara que hay 7.800 millones de personas en el mundo y que, por lo tanto, la probabilidad media de contraer el coronavirus para una persona común promedial es solo de 1 en 30.000; es decir que solo contrae coronavirus una de 30.000 personas, riesgo muy bajo, realmente, pese a lo que sostengan los beneficiarios de la pandemia.
También se da la cifra de muertos, más asustadora teóricamente que la de infectados. Hasta el 22 de marzo, se contaban 11.402. ¡Otra vez impresiona! Pero recuerde que el total es de 7.800 millones; o sea que el riesgo de morir de coronavirus lo tiene una cada 600.000 personas, muy bajo, por cierto, y mucho menor que la probabilidad de morir de cualquiera de las principales causas de muerte conocidas. Puede usted calcularlo con las cifras del MSP en mano y verá.
Un terrorista sanitario podrá decirle, socarronamente: “Pero mirá que hay muchos más infectados que los reconocidos, porque los hay asintomáticos o con síntomas gripales comunes”. A lo que hay que responderle: “Si es así como usted dice y pretende asustarme, entonces la letalidad del virus es mucho menor y no hay que temerle tanto; porque, para el cálculo, los muertos del numerador no cambian, pero aumentan los infectados del denominador. Entonces hay que asustarse menos aún, porque la letalidad no es entonces la de 3,7% que la terrorista OMS declara, sino de alrededor del 1% de infectados”.
Por ahora, el coronavirus es la 18ª epidemia humana en la historia, alcanzando al ébola en el lugar 17º, pero muy lejos de llegar al 16º lugar, que tiene la fiebre amarilla con 100.000-150.000 fallecidos. Recordemos también que las cifras de muertos de epidemias anteriores deben valorarse en contextos mucho menos pandémicos, por mucho menor globalización y sobre totales poblacionales también mucho menores. Recordemos también que nunca se subraya que de ese 1 sobre 30.000 que contrae el virus, el 80% es asintomático o con síntomas como los de una gripe común; y que, de los infectados, solo el 20% sufre síntomas peores que los de la gripe común anual, solo la mitad sufre atención severa (10%), y que de ellos muere tan solo el 1% de los infectados.
Tampoco le subrayan, durante la campaña de acoso científico-mediático insoportable que sufrimos, que si usted fuera uno del 20% de infectados que tiene que recibir atención médica especializada, tiene 7 veces más probabilidades de recuperarse del trance que de morir de él.
Cerremos, entonces, las cuentas de los riesgos que usted debe enfrentar relativos a la pandemia de moda: si usted es una persona normal, que no tiene dolencias estructurales o coyunturales de riesgo, no vive en climas muy fríos, no tiene mucha edad y tiene buena atención médica al alcance, solo tiene una probabilidad en 30.000 de contraer el coronavirus; solo 2 de cada 10 de esos infectados sintomáticos precisan atención especializada; de esos, 1 de cada 10, atención intensiva; y de esos 2 de cada 10 infectados sintomáticos atendidos, se recuperan 7 veces más que los que fallecen.
No se trata de que usted salga a la calle o hable con alguien, contraiga el virus o lo contagie, enferme y muera; nada de esa paranoia. Vea que para que usted contraiga el virus, sufra síntomas que obliguen su atención, se interne intensivamente, no se recupere y fallezca, tiene usted que tener mucha mala suerte. De hecho, esa tan improbable desdicha la están sufriendo solo unos 12.000 humanos de los 7.800 millones que viven hoy en el planeta. Por lo pronto, por más pánicos de reproducción geométrica del mal que nos muestren, estamos lejos de poder sustentar, con cifras oficiales y públicas (OMS, Johns Hopkins University), el pánico tan insistente y exitosamente introyectado.
Riesgos reales del coronavirus
Frente a otras enfermedades infectocontagiosas conocidas, los mayores riesgos relativos que encarna el coronavirus son fundamentalmente su asintomaticidad, ubicuidad y masa de contagio.
Contrariamente a otras dolencias transmisibles, el coronavirus no permite prever la peligrosidad de los contactos, ni del lado del contagiante ni del de los contagiados; esa asintomaticidad posible del infectado es parte de lo que más asusta del virus, lo que provoca una paranoia que, antropomórficamente, le atribuye intencionalidad y malignidad agresivas a un virus sin ética, voluntad o dolo en su accionar. Ese miedo a algo escondido, parapetado u oculto contribuye a la hipocondría viral.
Es de gran riesgo su probada ubicuidad: porque tanto se propaga directamente desde secreciones oculares, narinales o bucales como desde objetos que hayan recibido un depósito de ellas en sus superficies al contacto. La distancia y las limpiezas son reacciones a esa ubicuidad tan específicamente peligrosa de este nuevo coronavirus. Por último, la tasa de contagio parece ser distintivamente mayor que la de otros infectocontagios.
En conjunto, estos tres factores (asintomaticidad, ubicuidad y masa de contagio) parecen ser mayores que en otros enemigos infectocontagiosos dignos de declararles la guerra. Aunque la exigüidad de los números mostrados antes haga dudar de la proyección final de las evoluciones y tendencias, es el conjunto de esas tres cualidades epidemiológicas del nuevo virus el que permite mantener cierta sensación de racionalidad en el acoso científico-mediático, más allá de esos tan exiguos números relativos disponibles.
Los beneficiarios de la pandemia
Catástrofes, calamidades, fatalidades y accidentes negativos producen, en general, beneficios políticos a los responsables de su enfrentamiento político y técnico. Esto es así porque permiten ponerse la capa de Superman, subirse al batimóvil, tirar indestructibles telas de araña reparadoras (hasta rasgos del Capitán América en algunos uniformados).
Los políticos se muestran ceñudos, ubicuos, acarician cabezas de niños, revisan daños, dan abrazos (no en este caso, salvo Bolsonaro), forman comisiones, toman decisiones obvias que parecen heroicas, introducen mejoras en equipamiento e instalaciones que eran un déficit, pero que parecen superávits virtuosos y oportunos. En fin, siempre producen lucros políticos, aunque puedan padecerse daños económicos.
Aunque los perjuicios económicos son más que nada de mediano y largo plazo, y serán asumidos por la población y por gobiernos futuros, los beneficios político-simbólicos serán muy actuales. En realidad, cualquier gobierno debería estar esperando, y perversamente deseando, una catástrofe; no solo por lo dicho, sino porque se permite atribuirle cualquier mal o error a la catástrofe, sin que se lo pueda acusar de falta o error alguno porque estarán parapetados y asegurados por la bendita catástrofe que enfrentan con ceño fruncido y barbas mecidas por fuera, públicamente; pero saltando de alegría por dentro, íntimamente.
Este gobierno de Lacalle Pou empezaba mal: el dólar a las nubes, poder adquisitivo de ingresos fijos menguante y fácilmente perceptible, suba de tarifas públicas que había sido negada en campaña, inflación probable, nivel de empleo en riesgo. Pero ahora llegó el coronavirus salvador; nadie se acuerda de todo eso, el gobierno parece compungido, sensato y humano; la catástrofe podrá ser culpada de todo; la atribución la hará el gobierno cuando lo precise y lo reforzará la simplicidad de la atribución causal popular (el gobierno y el presidente son los responsables de las dichas y desventuras cotidianas).
El coronavirus resulta mesiánico y salvador, a la manera de un redentor político.
En cuanto a los beneficiarios económicos, casi siempre las crisis son explotadas, aunque no siempre son provocadas, por las élites. Compran todo lo que se deprecia y debe ser urgentemente vendido por los damnificados no poderosos de las crisis y catástrofes. Desde la crisis financiero-bancaria de 2008, no hay una coyuntura que le sea tan bendita a la industria de la comunicación digital: todo online, nada en vivo, pelis y seriales todo el día, delivery digital, el acoso científico-mediático inescapable, las imposiciones sanitarias fatigan.
Estamos asistiendo a un festival de la pseudo racionalidad funcional a las élites económicas y políticas, que produce lucro político para las élites políticas gobernantes, lucro económico para las élites económicas, en este caso las comunicacionales y las químico-farmacéuticas y médico-mutuales, estúpidamente ovacionadas por la majada de ovejas paranoicas e hipocondríacas que conforman la humanidad contemporánea.
Todo esto sin mencionar el tema que trabajo en artículos, libros y cursos desde hace ya 30 años: cómo la paranoia de la seguridad y la hipocondría sanitaria nos aíslan, nos hacen adorar a superhéroes que parecen solucionar miedos introyectados que nos vuelven indefensos y discapacitados, y nos hacen renegar y perder vigilancia sobre libertades, garantías, derechos, en especial de reunión y asociación; y de opinión, claro. ¡Esto sí que impresiona!
Extraído de Caras&Caretas.com.uy
Sé el primero en comentar